Casi 40 años para llegar a una resolución: no quiero volver a calzarme pantalones ajustados nunca más en mi vida. Esa sensación de darme cuenta de que los jeans ceñidos que me quedaban bien hace un tiempo ya son inviables en mis caderas, que me aprietan los muslos, que me ahogan el estómago cuando me siento, lo que aquello me hace sentir sobre mí misma, no lo quiero nunca más.
Me cuesta compartir esto tan bobo a la vez que íntimo, pero si lo escribo pienso que sale de mí. Si otras lo leen y conectan con ello pienso que tiene algún sentido sacarle el velo y dejar desnudo el hecho como lo absurdo pero dañino que es: una simple tela ceñida que incomoda a un cuerpo, pero que también carcome una mente.
No puedo identificar el momento exacto en que empezó la lucha de un pantalón contra mi cuerpo, pero sí recuerdo un par de episodios que fueron echándole leña a esa hoguera. Estoy en primer año de la universidad y alguien, un amiga o conocida, me hace un comentario sobre la proporción de mis caderas en relación al resto de mi cuerpo. Un dicho tan al aire y sin mala intención, pero que dejó un virus en mi mente: me pasó el mensaje de que había una talla correcta para mi cuerpo, y que si estaba fuera de ella el mundo no lo pasaría por alto. Desde entonces que recuerdo estar intentando contenerme a una talla de pantalón determinada y no permitir por nada del mundo salir de allí.
“No quiero sentir nunca más esa sensación de darme cuenta de que los jeans ceñidos que me quedaban bien hace un tiempo ya son inviables en mis caderas, que me aprietan los muslos, que me ahogan el estómago cuando me siento”
Ese virus, en todo caso, no lo introdujo el comentario de esa amiga, ya estaba latente en mí desde mucho antes, en la pre adolescencia quizás, cuando aprendemos cómo funcionan los códigos de nuestro género. Los jeans a la cadera y los petos de los 90 y 2000 ya nos decían entonces que una mujer debía tener cierto tipo de cuerpo, y que debía mostrar esa “proporción correcta” en telas pequeñas y ajustadas. Así que, al igual que mis compañeritas, luchaba contra un pantalón “strech” en la sección “lolas” de la multitienda, queriendo convertirme también en esa mujer. Es ahí, de tan niñas, que empieza la batalla contra nuestro cuerpo, buscando prendas que lo moldeen a un canon solo para ser vistas y aceptadas como mujeres.
Crecí, me hice mayor, pero, como dice Taylor Swift, no por eso más sabia. Lejos de liberarme con los años, la moda millennial del skinny jean no me ayudo en nada en mis treintas; cuánto tiempo perdí haciéndome calzar esos pitillos apiñados y crueles hechos para cuerpos europeos. Lo que sentía al darme cuenta, después de un viaje o un fin de semana de festejos, cuando esos pantalones al vacío ya no me estaban cerrando… no puedo describirlo. Me trastornaba, me comía el cerebro, me hacía incapaz de disfrutar nada, como si quedara en falta, en deuda conmigo misma.
El hecho más absurdo y que más me da vergüenza es que mi cuerpo siempre ha sido un cuerpo “normativo”, como dicen ahora. Pero ese nunca fue el tema, porque no se trata de proporciones más o menos, se trata de una mente que se convence y se enferma. Esa lucha contra mi cuerpo duró un buen tiempo, ha decantado con los años, pero aún tengo vestigios de ella. Uno de ellos es el autorechazo que siento cuando un pantalón me empieza a quedar apretado. Y lo peor: cómo lo sigo usando, como un recordatorio de que debo volver pronto a la norma, a mi lugar.
La presión que ejerce un pantalón estrecho sobre el abdomen es similar al de una faja, ¿quién en su sano juicio elegiría vestirse a diario con una faja? Por qué, me pregunto, nos sometemos a la incomodidad de una prenda tan restrictiva. Por qué dejamos de escuchar al cuerpo, dejamos de oírlo cuando nos grita desesperadamente que está incómodo. La estrechez de las líneas de los jeans ajustados nos resta clara libertad de movimiento, molesta al sentarnos, al agacharnos, al caminar, mucho más al correr. Sin embargo, ahí embutimos la carne. Tenemos tan normalizado el vivir ahogadas en un jeans que incluso se acuñó el término de “síndrome de los pantalones apretados”: según los doctores, este causa problemas de circulación, problemas digestivos, dolor y adormecimiento de las piernas.
Quiero darles más datos (me gustan los datos): En una investigación realizada por The Body and Media Lab en Northwestern University, el primer estudio de investigación científica sobre la frecuencia con la que las mujeres en comparación con los hombres usan este tipo de ropa que restringe, se demostró que entre el 32% y el 55% de las mujeres usaban ropa tan ajustada, que les dejaba ronchas en el cuerpo después de quitársela. Lo más alarmante fue que las mujeres tenían entre tres y seis veces más probabilidades que los hombres de usar ropa que no les permitía respirar profundamente, porque sentían que el sacrificio valía la pena. Para verse bien, decían. Aún cuando este tipo de ropa interrumpiera su concentración o les proporcionara dolor. Solo creían que tenían que hacerlo. Estas mujeres informaron que dedicaban más tiempo a la “vigilancia corporal”, un término de investigación que se refiere a monitorear cómo ven su cuerpo a los demás, un poco lo que me pasaba a mí con el control de una talla en particular.
Hace unas semanas, al enfrentarme nuevamente a la lucha del pantalón que no cierra, pensé: cómo es posible que a mis casi 40 años siga en esta misma batalla absurda por cerrar un botón. Que siga midiendo la valoración que tengo sobre mí por una talla elegida en mi cabeza, que siga poniendo en una medida cuánto merezco disfrutar, ser amada, tener éxito, ser valorada por otros.
Seleccioné todos esos pantalones ajustados de mi clóset y los regalé. En su lugar, compré pantalones de una talla más grande y de un corte acampanado, como los que muy sabiamente la generación Z trajo de vuelta a la moda (gracias chiquillas). De hecho, escribo este texto con mis pantalones holgados puestos, en los que mis carnes libres se expanden con soltura en este sofá. La sensación de mi cuerpo dentro de ellos es aún es ambivalente. Me siento libre, cómoda, a mis anchas, pero al mismo tiempo siento culpa de no tener ese medidor que me indica cuándo tengo que empezar a controlar mi cuerpo para que no salga de la norma establecida. El trabajo de sanar esa herida es lenta, pero hay que hacerlo, necesitamos hacerlo. Porque podemos perdonarnos la estreches de mente, la falta de experiencia que nos llevó a esta locura, pero no podemos seguir aguantando la estrechez de un pantalón.