Nos conocimos (literalmente) por accidente
“Esta historia comenzó un día del verano de 1988, cuando Isabel, mi abuela, iba por la panamericana de vuelta hacia su casa. De pronto sintió que el auto no estaba funcionando bien, así que se detuvo, pero no lo hizo en la berma, sino que en plena carretera. Tras ella se detuvo otro auto. En él iba Jaime, quien al ver a esta señora detenida en plena carretera, se acercó para prestar ayuda, pensando que podría ser una emergencia. El problema es que él tampoco se detuvo en la berma, sino que detrás del auto de Isabel y, como estaba oscuro, a los pocos minutos provocaron un accidente: un auto los chocó por detrás, luego otro y otro. Finalmente fue un choque múltiple, un accidente más o menos grande, en el que, por suerte, nadie salió herido.
Minutos después del choque llegaron los carabineros y llevaron a todos los involucrados a la comisaría para un control de alcoholemia. En la comisaría tuvieron que esperar varias horas antes de poder irse. En la espera Isabel y Jaime se pudieron conocer mejor, se contaron sus vidas, conversaron largo y tendido y, en definitiva, se cayeron bien. Así que luego de esa larga espera, ella lo invitó a tomar once a su casa, casi como signo de agradecimiento y amistad.
En la casa estaba Paolina, la hija menor de Isabel, quien al acercarse a la mesa, se encontró con Isabel y Jaime tomando un té. Se sumó a la conversación y de inmediato ocurrieron cosas entre ella y Jaime. Él cuenta que la vio y se sintió atraído. Pero por supuesto no dijo nada. Y ella tampoco.
Esa tarde el lazo entre Isabel y Jaime se estrechó. Se cayeron aún mejor, Isabel se lo presentó a su familia y sus visitas comenzaron a hacerse frecuentes. Lo invitaban seguido a tomar once y a almorzar. En todas esas ocasiones Paolina y Jaime se miraban, pero no interactuaban más allá de lo normal, hasta que un día quedaron solos y él se atrevió a dar el primer paso: la invitó a salir. Esa noche fueron juntos a un restorán y, en medio de la comida, ambos declararon sus sentimientos. Desde el primer día sintieron atracción mutua, así que comenzaron una relación, pero en secreto. Les preocupaba lo que Isabel fuese a decir.
Pero como era de esperar, Isabel comenzó a sospechar de sus miradas y gestos, hasta que un día los miró por la ventana mientras Jaime dejaba a Paolina en su casa, y los pilló dándose un beso de despedida.
En ese momento la sorpresa fue enorme para Isabel. Su primera reacción fue de molestia: Jaime era su amigo, él era mayor que su hija –tenían 16 años de diferencia– y, además, tenían una relación a sus espaldas. Pero con el paso de los días, y también de conversaciones con su hija y con Jaime, ella entendió que ellos no tenían malas intenciones, sino que simplemente se habían enamorado. Pronto aceptó la relación porque confiaba en él, pues lo conocía como su amigo; sabía que era un hombre generoso, que solía ayudar a las personas desinteresadamente, como lo hizo con ella el día del accidente.
Así comenzó un pololeo de diez años que luego se transformó en un matrimonio ejemplar, que como cualquiera, no estuvo exento de problemas. Después del nacimiento de sus dos hijas, mi hermana y yo, Jaime comenzó a tener problemas de salud. Paolina tuvo que ser el sustento económico de la familia. Jaime, entonces, se dedicó a la casa: nos llevaba al colegio, se encargaba de las labores domésticas, le preparaba el desayuno a ella cada mañana antes de partir. Siempre fueron muy atentos entre los dos.
En 2018 y luego de muchos años arrastrando distintos problemas de salud, a sus 65 años a Jaime le diagnosticaron cáncer a la próstata en etapa 4. A esas alturas ya no había mucho más que hacer, salvo lo que hicieron durante los últimos 30 años de sus vidas: enfrentar la enfermedad juntos. Paolina lo acompañó hasta el último día, pues Jaime fue el amor de su vida. Un amor, que encontró por accidente”.
Esta historia la contó Elena Valenzuela Rodríguez, la hija de Jaime y Paolina. Tiene 24 años y es emprendedora en @vitaveritas.cl
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