La primera vez que jugué a la botella, ese clásico juego para darse besos en la adolescencia, tenía 11 años. Fue en la playa, en verano y obvio que estaba el niño que me gustaba. En esa etapa de mi vida, veraneaba en la misma casa de mis abuelos todos los años, así que ya tenía un grupo de amigos armado. Nos conocimos de niños, pero verano tras verano fuimos creciendo, al mismo tiempo que nuestro despertar sexual. Recuerdo perfecto cuando me fijé con otros ojos en ese niño. Era el primo de mi vecino del frente. La primera vez que lo vi lo invitaron un par de semanas y esa vez, solo cruzamos algunas palabras. Pero a mí me gustó inmediatamente y creo que yo también a él.

Así que al verano siguiente, antes de partir de Santiago, estuve varios días nerviosa pensando en si ese año lo volvería a ver. Y tuve suerte. Porque esta vez se vino por un periodo bastante más largo. En ese grupo de amigos, también estaba mi prima y mi hermano. A mi prima también le gustaba el mismo niño, pero no era mucho rollo para nosotras. Éramos super inocentes, entonces veíamos el amor como algo más idílico que real. Como si el vecino fuese uno de los actores que nos gustaban, así que juntas le escribíamos cartas –que nunca le entregamos– mientras cantábamos canciones de amor.

Pero de a poco la cosa empezó a cambiar. Entre mañanas mojándonos las patitas en la orilla del mar, tardes comiendo palmeras y noches en los videojuegos, comenzamos a relacionarnos de una manera distinta. Varias veces me pasó que tuve con él de esos encuentros visuales que te ponen nerviosa y te hacen esquivar la mirada. Ahí entendí que este no sería un nuevo amor platónico, sino que más bien uno real. El primero.

Su primo también se daba cuenta de esto y un día en la noche a la vuelta de los videojuegos, nos propuso que jugáramos a la botella. No sé si entre los dos lo habían planeado, pero yo sentí que era una instancia inventada para que, por fin, nos diéramos el primer beso. Nos sentamos todos en un círculo en el tajamar. Ya se había escondido el sol, así que la atmósfera era perfecta.

Me quedé frente a él. Alguien fue el encargado de girar la botella que empezó a dar vueltas lentamente hasta que me apunto a mí y luego a él. Había llegado el momento. Mientras todos gritaban “¡el beso!”, mis piernas temblaban y en mí crecía un deseo profundo porque me tragara la tierra. Porque, aunque me encantaba ese niño, no estaba preparada para darle un beso, menos frente a todo el grupo de amigos. Pero ocurrió. Él se paró, se acercó y mientras otra amiga me empujaba hacia él, nos dimos el peor topón de nuestras vidas. Esos que de suavidad y dulzura no tienen nada. Creo que hasta chocaron nuestros dientes.

Pero a pesar de mi mal beso, desde ese día, esa dinámica se instauró como una práctica recurrente en el grupo de amigos. Seguramente los besos de otros, que tenían menos expectativas que nosotros dos, resultaron siendo una mejor experiencia. O quizás simplemente para este grupo de preadolescentes el juego de la botella fue la puerta de entrada para nuevas experiencias. Lo cierto es que, en nuestro caso, los besos fueron mejorando de a poco. Porque la verdad, es que nunca nos dimos uno sin una botella de por medio.

El verano siguiente los papás de este niño decidieron veranear en otro lado y nunca más nos volvimos a ver. Pero como a cualquier amor de verano, esos que son intensos pero pasajeros, lo olvidé con la llegada de uno nuevo. Esta vez, el primer beso no fue jugando a la botella sino que en la playa, viendo la puesta de sol. Teníamos solo un año más, pero yo me creía grande y veía los juegos de besos como cosas de niños. Aun así tengo que reconocer que, si bien el pololeo de ese verano fue muy especial, nada nunca se comparará con el cosquilleo en la guata que se sentía en cada vuelta de la botella, cuando solo esperábamos que apuntara al lado correcto.