Mi colegio era un establecimiento que premiaba tanto la beneficencia como la competencia y, como durante los recreos no se podía hacer acción social, las canchas deportivas se llenaban. Fútbol, básquet, volley y ping-pong. Hasta los espacios más insólitos, como los muros y patios secos, se transformaban en canchas. Mis compañeros gozaban mientras corrían, saltaban y se empujaban. Pedían a gritos un pase, maldecían al cielo una mala jugada, celebraban los goles. Éramos pocas las personas las que preferíamos el silencio a perseguir una pelota, y como a mí tampoco me interesaba transpirar entre clases, la biblioteca se transformó por descarte en mi lugar favorito.

No es que ahí me encontrara con mis amigos. Era que ahí me sentía a salvo. Se trataba de un refugio enorme, silencioso y luminoso. Me gustaba porque podía estar tranquila sin hablar con nadie y porque mi uniforme no se ensuciaba. Además, todas las bibliotecarias eran mujeres. Recuerdo que, aunque sabía perfectamente dónde estaban los libros que me gustaban, les preguntaba siempre a ellas para verlas ajustarse sus anteojos, pasearse con sus zapatos entre los libreros y pasar sus manos con las uñas pintadas buscando el título que les había pedido.

Una vez con el libro entre mis manos, en vez de sentarme en las mesas de estudio, iba a la sala de lectura, donde había cojines arrojados en el suelo y otros pocos alumnos como yo pasando lentamente de página en sus lecturas. Me pasaba los recreos enteros ojeando revistas, consultando diccionarios y sobre todo leyendo libros de detectives en los que cada una creaba su propio final. Ahí me sentía entendida, acompañada y desafiada.

Ahí nadie me gritaba nombres despectivos. Nadie me obligaba a correr ni a meter un gol. Ahí eran otras las personas -los personajes de los libros- quienes se aventuraban. Aprendí a sentir sus emociones como si fueran mías. Aprendí a experimentar lo que estaba escrito como si fuera una realidad. Aprendí a estar simultáneamente en la biblioteca de mi colegio y en un tren expreso que atravesaba Canadá donde un joven Tom Austen se dedicaba a resolver un crimen.

Cada libro abría un mundo muy distinto al de mi realidad escolar y eso, más que una fuga, era una ampliación de horizontes. Usaba mi creatividad para involucrarme en las historias que leía. Podía descubrir asesinos, escalar montañas, visitar Egipto sin moverme de mi cojín. Aprendía palabras nuevas, volvía a leer dos o más veces un párrafo que me parecía divertido. Conocía países, historias, la vida de otras personas.

Podía dar la vuelta al mundo y volver a clases, con el uniforme impecable, devolviéndole el libro a las bibliotecarias de uñas pintadas, para encontrarme en la sala con mis compañeros, que venían transpirados, embarrados, llenos de aventuras. Algunos de ellos me miraban con compasión porque seguro pensaban que había perdido el valioso tiempo del recreo leyendo un libro. Si supieran dónde estuve, pensaba yo.