Son curiosos los amores de verano. Tienen fecha de caducidad desde un principio y por ende no son más que amores pasajeros, pero aun así se los vive con un nivel de intensidad y entrega poco habitual. Son también propios de una cierta edad, en la que todo parece ser más intenso de lo que realmente es y en la que, digámoslo, existe la posibilidad de veranear realmente durante tres meses.

Yo tuve el primero, si es que lo podemos catalogar así, a los 12 años, cuando -estando en Italia- le pedí a mi mamá que me inscribiera en un campamento de equitación. Yo justo estaba en una etapa de la pre adolescencia en la que amaba cabalgar, uno de los tantos pasatiempos a los que le dediqué alma, energía y corazón y luego abandoné. Encontramos y empecé. Un tanto nerviosa, pero sobre todo llena de ilusiones y expectativas.

A la semana, cuando ya me había adaptado un poco más al lugar –esta era un experiencia totalmente inédita en mi vida y hasta entonces no había desarrollado la personalidad más extrovertida que articulé después–, la primera amiga que me hice me vino a contar que habían llegado dos hermanos holandeses y que quería que la acompañara a conocerlos. Estábamos entre medio de una clase y otra y yo había superado mis nervios iniciales, así que fui con ella al casino a recibirlos. Además, según me contó mi amiga, solo hablaban inglés, así que yo era la única que se podía comunicar con ellos.

Mentiría si digo que me acuerdo de sus nombres –que por lo demás eran monosílabos y muy parecidos entre sí, algo como Jean y Jun–, pero desde el minuto que los vi supe que serían parte importante de mi estadía en ese campamento. En particular Jean (pongámosle así), que tenía 14 y me preguntó dónde podía dejar sus cosas. “Me contaron que hablas inglés. ¿Sabes dónde puedo instalar la carpa?”, me preguntó. A lo que yo respondí, disimulando los nervios como si fuera una canchera total, que podían instalarla en cualquier lado. Incluso le agregué algo como “no hay muchas reglas acá, donde quieran”. Ridícula. Me río tan solo acordándome de esa escena.

Pasaron las semanas y me hice muy amiga de ellos. Nunca pasó nada con Jean, pero acordamos que nos seguiríamos escribiendo. Y me hicieron prometer que iría a verlos algún día a Holanda. Cuando se fueron, me escondí en los establos y me salieron unas lágrimas. Debe haber sido la primera vez que me gustó alguien de verdad, pese a que ya había tenido mi primer “pololeo” ese año, que al cabo de tres días terminé porque me di cuenta que no me gustaba realmente.

No tengo muy claro que fue lo que me atrajo tanto de Jean, o de los dos, pero sentí que habían sido especiales para mí y que se había dado una dinámica hermosa, sana y de mucha confianza. Y por eso sentí una pena profunda cuando los vi partir. Luego supe que mi amiga también lloró a escondidas ese día, porque también le habían gustado. Cuando lo conversamos a la pasada años después, nos reímos a carcajadas y analizamos la escena con humor y ternura. Ninguna le había contado a la otra que había llorado. A ellos no los vimos nunca más.

Luego, ya de más grande, tuve otro “amor de verano”. Esta vez en Uruguay. Nos habíamos conocido en la playa y nos llevábamos muy bien. Sus papás se habían hecho muy amigos de mi mamá, a tal punto que bromeaban con la posibilidad de que entre nosotros dos pasara algo. Una noche salimos a una disco y me preguntó si quería tomar algo. Le dije que sí y él apuntó a un trago que salía en la carta. Se llamaba “Beso de medianoche”. Supe en ese minuto que estaba insinuando sus intenciones, pero fingí no haber registrado su indirecta. Al rato me dijo: “che, me re gustás”, y nos dimos un beso que debe haber durado 10 segundos en total. Yo le dije que quería entrar a bailar con mis amigas y así, como si nada, dejé que ese efímero romance se disipara. En realidad a mí me gustaba otro amigo de la playa, un surfista de pelo largo con el que no me atrevía a hablar mucho porque era bastante más grande. Yo tenía 14 en ese entonces y él 19. Pero al verano siguiente, decreté que ese sería mi amor de verano. Todo esto fomentado por cuentos que iba configurando en mi cabeza, porque en realidad era poco lo que realmente terminaba concretando, más bien fantaseaba.

Llegué al año siguiente decidida a conocerlo y en un minuto, cuando me preguntó mi edad, le dije que tenía 16, siendo que en realidad tenía 15. Un par de noches después, le pedí a mi mamá que me fuera a dejar a la playa porque todos se iban a juntar en un pequeño boliche playero y él iba a tocar con su banda. Mi mamá me fue a dejar, pero con la condición de que volvería por mí a las 12. Lo vi tocar y después me pedí un trago que me dejó totalmente mareada. En ese intento por hacer todo bien, en realidad me estaba saliendo todo mal. Pero al final nos dimos un beso en las dunas y nos abrazamos durante mucho rato. Hasta que vi las luces del auto de mi mamá y bajé corriendo, sin despedirme.

Y así se fue dando durante varias semanas, en las que yo me inventaba excusas para ir a la playa y pasar por afuera del boliche donde él tocaba. Eventualmente, me fui quedando hasta más tarde y él me iba a dejar a la casa. Hablábamos durante horas y nos dábamos besos en su auto. Hasta que un día, sentada entre medio de un grupo de amigos, alguien me preguntó cuántos años tenía y yo dije 15. La mentira que le había dicho a él, como todas las que he dicho alguna vez, me duró poco y no supe disimular. Aunque no lo estuviera mirando de frente, sentí su mirada. Lo evité unos minutos y finalmente lo encaré. “Perdón, te mentí”, le dije.