La brujería y el ocultismo amateur estuvieron siempre presentes en mi preadolescencia y adolescencia, de una forma u otra. ¿Es que, hay algo más noventero que eso? Mi primer acercamiento a las brujas fue con la agenda Pascualina que me regaló mi abuela. Claro, no hacía magia negra y sus enseñanzas apuntaban a convertirme en una buena señorita con la capacidad de conquistar al “brujo de mis encantos”, pero fue la primera vez que vi calderas, pociones y hechizos presentados de una forma en que no me asustaban y, al contrario, me atraían.
Con los años, aparecieron nuevos hechizos y brujos. Harry Potter, por supuesto, marcó gran parte de mi vida, especialmente en mis años formativos, y me hizo entender que la verdadera magia no era la que salía de una varita, sino que la que creábamos nosotros. Pero no todo estaba tan orientado a mi educación, por supuesto. Mi bruja favorita, Sabrina, me hizo soñar con poderes que no iban a salvar al mundo pero que, sin duda, iban a ayudarme a la hora de vestirme y resolver mis problemas teen. ¿Quién no quiso tener las habilidades necesarias para ordenar la pieza o cambiarse de ropa con un chasquido de dedos? ¿O de conocer a Britney Spears y a los 'NSync?
Menos pop y sin tanto sabor a Fanta eran las brujas de The Craft, lideradas por una emo y gótica Neve Campbell. Aquí habían pactos de sangre, hechizos que podían hacer daño, incluso matar o forzar a ese “brujo de los encantos” a enamorarse perdidamente de nosotras. La magia daba un giro un poco más oscuro y peligroso, pero igualmente atractivo. Sí, habían riesgos, ¿pero cuándo las adolescentes le han temido al peligro?
Y estos riesgos también estaban en películas de otro género, por así decirlo, pero dentro de la misma temática de brujería: Hechizo de amor con Sandra Bullock y Nicole Kidman es tan romántica como tenebrosa, y con ellas descubrimos que cuando usamos magia, incluso teniendo la mejor de las intenciones, podíamos invocar el mal. Ahí aprendí que los muertos vivientes nunca tienen buenas intenciones.
Fuera de las películas y los productos de consumo, también éramos un poco brujas. Durante el verano, era un clásico juntarse con los primos y amigos a hacer sesiones de espiritismo amateur -muy amateur- donde invocábamos a los espíritus ancestrales o movíamos sigilosamente el indicador de la Ouija. Siempre habían alguien que sentía algo y siempre terminábamos todos muertos de susto. Las historias de terror abundaban esas noches cálidas, mientras a través de las cortinas se veía la sombra de los árboles moviéndose al compás del viento suave que anunciaba que marzo llegaba de a poco.
Todas fuimos un poco brujas, y quizás a muchas se nos fue pasando con los años. Pero aprendimos y no olvidamos que, aunque tardemos horas en ordenar la casa, todas somos mágicas.