El 18 de septiembre y Año Nuevo son dos fechas que, cuando era más joven, implicaban algo muy similar: pagar de más por carretear más de lo que me gustaría, pero aún así, por algún motivo, también significaban crear memorias que en días como hoy echo de menos.
La planificación dieciochera empezaba con varias semanas de anticipación, pero siempre se zanjaba todo a última hora. Que quién se podía conseguir una cabaña, que en qué auto nos podíamos ir, si es que había que irse en bus y, de ser así, hasta cuándo teníamos tiempo antes que se agotaran los pasajes.
Luego venía la decisión del lugar: a la playa, al norte, al sur, a la casa de alguien sin salir de la ciudad. Todo dependiendo de los presupuestos, que siempre eran escasos. Y la logística: quién lleva qué, quién sabe cocinar algo más que un plato de fideos, dónde está la fonda más cercana y, por supuesto, quién podía llevar el pipeño para los terremotos.
Algo que no voy a negar jamás es que me encantan las fondas. Cada año la entrada es más cara y los anticuchos más posmodernos, pero no hay nada como ese ambiente donde siempre te encuentras con alguien conocido y conoces gente que en unas horas vas a olvidar. Nunca falta alguien que tomó demasiado en la previa y luego se entusiasmó con los terremotos, ni alguien que espera todo el año la oportunidad para bailar un pie de cueca. Siempre está la fonda favorita, llena y con tiempo de espera, y a la que no va nadie y, al verse vacía, no da confianza como para pedir un asiento.
Nunca me pierdo en una fonda el stand de chocolates y dulces, de esos cuyo precio depende del peso y que son perfectos para comer en casa, descansando de una larga caminata fondera.
Cuando salíamos de la ciudad, ganábamos la opción de conocer gente y lugares nuevos, de ser anónimos por la noche, pero perdíamos la comodidad de la cama propia y siempre, pero siempre, terminaba muerta de frío, durmiendo con calcetines de alpaca y polerón con gorro, en una cama de plaza y media con al menos dos amigas.
Una vez terminé en unos camarotes y como a mi el sueño me pega temprano, fui testigo de personas que llegaban, se iban y volvían o se acomodaban para dormir en el segundo piso de una letrina que claramente era para una persona, o más específicamente para un niño. Y cuando llevaba días de casada (me casé un 13 de septiembre), mi marido tuvo que volverse a Santiago porque tenía turno de Fiestas Patrias y yo me fui con amigas a Maitencillo. Hablemos de dedicación.
Pero los años han pasado y no lo han hecho en vano, tengo que reconocer. Ahora los paseos a fondas son familiares, diurnos e incluyen coches o salchipapas, que es lo único que los más chicos quieren comer.
Pero no es que haya dejado de intentarlo. Mi última noche fondera fue meses después del nacimiento de mi hija mayor. Fuimos con mi marido, mi hermano y mi cuñada a la fonda del Sporting en Viña y como yo estaba full lactancia solo pedí jugo de piña mientras los veía tomar unos deliciosos terremotos. ¡Me habría ido mejor con el alcohol! El jugo de piña seguramente llevaba horas bajo el sol, absolutamente podrido y añejo, lo que hizo que a los minutos de llegar a la casa de mis papás me viera forzada a abrazar el baño y vomitar hasta las tripas, mientras mi mamá me tomaba el pelo y mi marido me hacía cariño en la espalda. Una triste despedida de mis noches dieciocheras, sin duda.
Pero por siempre quedarán esas noches frías, esa incertidumbre de a dónde vamos a llegar y a dónde vamos a dormir, la anticipación que sentíamos porque sabíamos que de regreso nos tocaría un taco eterno. Y esas tardes de lagartijas, echadas al lado de la parrilla con una lata de cerveza en la mano.