Nostalgia por las piyamadas con amigas
Me costó mucho entrar en la dinámica de piyamadas con amigas cuando era chica. No sé muy bien si atribuírselo a una timidez que me acompañó durante los primeros años de mi vida o simplemente al hecho que me gustaba estar en mi propia casa. De todos modos, habían pocas amigas en cuyos hogares me sentía realmente cómoda, y por lo tanto mis primeros acercamientos a las piyamadas se dieron de manera tardía.
Recién entrando en la adolescencia, cuando finalmente empecé a alojar afuera con más frecuencia, me di cuenta de que las piyamadas eran todo un mundo y que cada una de ellas requería de una súper programación. No se trataba simplemente de invitar a una amiga o ir a dormir a su casa, se trataba más bien de armar todo un panorama para esa ocasión; qué película se iba a ver, qué íbamos a comer, que coreografías íbamos a inventar y a quién le íbamos a robar un cigarro para ir a fumar a la azotea del edificio y ojalá toparnos con el vecino mino.
Y todo eso lográbamos hacerlo en una sola noche. Porque de eso se trataba; de aprovechar al máximo, incluso si era acostadas en la cama riéndonos de anécdotas pasadas, hojeando revistas, viendo una película totalmente inapropiada para la edad o probándonos veinte tenidas para finalmente ir a la esquina a comprar dulces. Así podían pasar horas en las que no existía preocupación alguna más que por la próxima actividad que teníamos agendada; una vez que terminábamos de hablar de los chicos que nos gustaban nos pasábamos a las pitanzas. Y luego de eso a articular algún plan maestro –o eso pensábamos al menos– para toparnos con el vecino. Inventar que nos habíamos quedado sin llaves; pedirle azúcar para la torta que íbamos a hornear; decirle que teníamos su correspondencia. Todas esas eran posibilidades, pero nunca ir a tocarle la puerta para decirle derechamente: “te queremos conocer”.
Recuerdo una piyamada en particular, cuando teníamos entre 14 años, y decidimos irnos seis amigas a la casa de campo de una compañera de curso a pasar la noche de Halloween. Preparamos una selección de películas de terror y comida chatarra y las vimos todas de corrido. A eso de las 4 de la mañana decidimos salir a su jardín a ver quién aguantaba más en la oscuridad. Justo era una época –me imagino que todos los adolescentes la viven en algún momento– en la que estaban muy de moda los desafíos que implicaran enfrentarse a alguna situación incierta y de posible riesgo, y creíamos que estando en la mitad de la nada, sin las luces de la ciudad, sería el escenario perfecto. Nos movía la adrenalina, el querer desafiarnos y probar nuestros límites y esa mínima posibilidad de que realmente nos encontráramos atrapadas en la trama de una de esas películas de terror. También nos jurábamos más valientes de lo que éramos. Porque ninguna duró más de cinco minutos, y nos devolvimos todas corriendo, gritando y agarradas de la mano. Una vez adentro cerramos la puerta con llave, nos maquillamos con glitter y nos pusimos a escuchar música ochentera y noventera para olvidar el mal rato.
Luego, cuando empezó la época de las fiestas, la piyamada pasó a ser la excusa perfecta. Con una amiga en particular desarrollamos toda una técnica para lograr escaparnos de su casa en la mitad de la noche sin que sus papás se dieran cuenta. Para ellos, estábamos teniendo una piyamada cualquiera, pero en realidad, cuando se iban a acostar, metíamos dos muñecas adentro de las sábanas y dejábamos sus cabelleras afuera para que simularan las nuestras. Cruzábamos el pasillo del departamento en puntitas de pie, nos poníamos los zapatos afuera y nos íbamos a carretear. Cuando llegábamos, las muñecas estaban intactas en la cama. Todavía me pregunto cómo lo hicimos. En mi casa mi mamá me hubiese cachado al tiro.
Creo que siendo adultos seguimos planificando las piyamadas con tanto entusiasmo – aunque con mucho menos frecuencia– justamente porque nos remiten a una época en la que las carcajadas eran tan intensas que nos hacían doler la guata, y en la que existía la sensación de que, al menos durante su duración, el tiempo se detenía y nada de lo que estaba pasando afuera importaba.
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