"Soy la mayor de tres hermanos; una mujer y un hombre. Crecí en una familia de uniformados en las que habían reglas muy estrictas si eras niña y más flexibilidad siempre para los hombres. Y si bien tengo recuerdos muy lindos de mi infancia, en este tiempo de cuarentena he reflexionado mucho sobre el ejemplo de pareja que vi en mis padres y sobre cómo eso ha influido en mis propias relaciones. Mis papás se casaron jóvenes para nuestros estándares actuales –mi mamá tenía 26 años cuando se comprometió con mi papá y 27 cuando me tuvo a mí– y ahora, a mis 45, me doy cuenta de que ese matrimonio se formó porque mis papás creyeron que se querían.

Mi mamá, una hija sumisa a sus padres y hermanos, se convirtió en una esposa sumisa a su marido. Ella trabajó toda su vida fuera de la casa, pero sus quehaceres y su carrera siempre estuvieron subordinados a los de mi papá. Todo lo que él hacía, decía o pensaba era más importante que cualquier otra cosa. Recuerdo patente a mi mamá diciéndonos frases como no hagan ruido porque el papá estaba leyendo el diario o no desordenen porque él se podía molestar. Todo tenía que estar impecable, incluida ella para darle en el gusto a mi papá.

Él siempre venía primero, antes que nosotros, pero sobre todo antes que ella. Quizás por eso a mis papás nunca los vi besarse ni abrazarse. Nunca vi a mi mamá protegida por su pareja, ni física ni emocionalmente. El modelo de compañeros con el que mis hermanos y yo crecimos tenía más que ver con una especie de acuerdo tácito de no molestarse mutuamente que de entregarse amor. Recuerdo haberle preguntado alguna vez a mi mamá por qué se había casado y ella tranquila me respondió que lo había hecho porque quería ser mamá. Así, sin más. Y fue una excelente madre con nosotros. Pero a ella, una mujer de bella sonrisa, ojos verdes y pelo crespo castaño, piernas largas y cuerpo precioso, nadie la tocaba. Nadie se preocupaba por ella.

Y así crecimos los tres; en desamor, en ignorancia de lo que significaba expresar nuestros sentimientos. Crecimos con el cariño de mi mamá, pero con desprotección emocional y con un modelo muy precario de lo que significaba vivir en pareja. Al llegar a la adolescencia, mi hermana y yo habíamos entendido todo al revés y se reflejó en nuestros primeros pololeos o intentos de relacionarnos con el sexo opuesto. Dibujamos un camino muy complejo en cuanto a relaciones interpersonales, que hasta ahora nos torturan. En toda mi vida he logrado tener solo una relación estable y fue una experiencia que me dañó mucho. Producto del ejemplo que vi en mis padres me di cuenta de que, más allá de vincularme con personas nocivas, era yo quién finalmente no sabía estar en pareja. Hasta el día de hoy no sé cómo situarme en ese rol sin que se convierta en una situación abusiva de alguna forma u otra.

Cuando cumplí 30 años, decidí hacer un cambio en mi vida y estudié una segunda carrera vinculada al área humanista que me abrió mucho la mirada. Mi crianza y mi educación hasta entonces había sido muy sesgada y viniendo de una familia de las fuerzas armadas tenía una visión limitada del rol que me tocaba cumplir por ser mujer. Estudiar por segunda vez me ayudó a plantearme preguntas que me hicieron darme cuenta de lo estrecha que era mi visión de las cosas. Pero con esa apertura de mente también vinieron las críticas: hacia la forma en la que había sido criada, hacia los parámetros con los que había crecido y los ejemplos que me habían inculcado de niña. Pero por sobre todo las críticas hacia el rol que había jugado mi mamá en todo esto.

En algún momento sentí rabia y traté de confrontarla varias veces, de decirle lo que me pasaba. Traté de preguntarle por qué ella aguantó tantas cosas, por qué siempre puso la otra mejilla, por qué no exigió un trato mejor, por qué se relegó al último lugar, ¿es que acaso no se daba cuenta del daño que eso nos había hecho a mi hermana y a mí? Traté de hablarlo, pero ella siempre respondía evasiva. Y cuando la pillaba de mal humor y perdía la paciencia, me decía que no le gritara. Pero nunca me dio una respuesta honesta, o por lo menos no la que yo estaba buscando.

Hace algún tiempo caminando juntas por la misma calle en la que crecí –y donde hasta el día de hoy viven mis papás– mi mamá se detuvo y me tomó de la mano. Me dijo que yo y mi hermana éramos las que teníamos que cortar la racha de mujeres que sufrían en nuestra familia porque ya de esas, había habido muchas generaciones. En otra oportunidad, sentadas solas en el living de su casa, me felicitó por no haberme casado. Me dijo que nunca lo hiciera y que solo me enfocara en ser feliz. En esas palabras vislumbro atisbos de ese reconocimiento que alguna vez busqué obtener de ella cuando era más chica, pero que traté de sacarle con peleas y palabras duras. Ahí entendí que ella no era la culpable. Ella replicó durante toda su vida lo que creía correcto y a mí me tocaba quererla y cuidarla así como ella me quiso y me cuidó todos estos años.

Mi mamá es una mujer hermosa, que siempre dio lo mejor que pudo y no la juzgo. Pero cuando miro hacia atrás, veo los momentos felices que vivimos siendo niños, pero esos recuerdos se mezclan también con otros. Y no puedo evitar sentir cierta tristeza, porque ella merecía más. Solo quisiera decirle que la amo y que le agradezco todo lo que nos entregó. Pero a pesar de eso, nunca quisiera ser como ella".

Isabel Ahumada (45) es arqueóloga.