Amor incondicional al Chavo del 8
El Chavo del 8 ha sido un gran compañero. Me ha hecho reír cuando he estado triste, me ha acompañado como el sonido ambiente de una tele que se quedó prendida y fue el encargado de acortar esas tardes que parecían interminables en la época del colegio. Pero lo más importante es que me ha hecho aprender lecciones fundamentales, y gracias a él he descubierto cosas a las que les doy valor dentro de mi personalidad.
Crecí viendo al Chavo y de grande lo sigo haciendo, sobre todo los sábados en la mañana mientras mis hijos juegan o toman desayuno. Obviamente ellos ya son capaces de distinguir el llanto del Kiko del de Ñoño, saben que si les digo que se están vistiendo como la Chilindrina es porque están metiendo la cabeza donde debiese ir la manga izquierda y entienden a qué me refiero cuando los mando a darse una vuelta hasta que se les pase la chiripiorca (aunque no se pongan tiesos ni les tire agua en la cara) para que tomen aire y vuelvan a su centro.
Como probablemente ya he visto todos sus capítulos -y más de una vez-, no necesito la concentración que requiere ver algo por primera vez. Ser su fanática hace que cada escena sea predecible al punto de poder anteponerme a cada diálogo o situación. Lo sé, no hay que ser demasiado creativa para achuntarle, pero la gran gracia que tiene el Chavo es precisamente esa; lo predecible que es él y todos quienes lo rodean, y aún así poder seguir siendo divertido.
Juro que nunca me aburro viéndolo. Al contrario, lo gozo, porque parte de su esencia la he incorporado a mi vida. Gracias al él soy capaz de reírme siempre de los mismos chistes de quienes me rodean, de gozar las historias familiares cada vez que las escucho como si lo hiciera por primera vez y de celebrarle las mismas bromas a mis amigos cercanos, esas que contadas por otros son fomes y que si se reproducen para otros dejan de ser divertidas. La gracia está en el contexto y sólo funcionan en ese círculo de gente.
La vida del Chavo es triste y trágica, pero aún así está llena de humor. Quizá por eso lo quiero tanto, porque se ríe de sí mismo y es incapaz de detectar lo gracioso que es todo lo que dice y hace. Es incapaz de percibir que quienes lo rodean están en permanente tensión y mostrando su peor cara, la mayoría de las veces por culpa del Chavo.
No es de extrañar que los malos entendidos de la vecindad, esos que son la columna vertebral de cada capítulo, siempre se terminen solucionando. Lo insólito y que hace que el Chavo sea excepcional, es que todos quienes lo rodean quieren ahorcarlo, pero siempre terminan enterneciéndose con lo que hace. Incluso el señor Barriga, que no hay vez que llegue a cobrar la renta y salga ileso. O el pobre Don Ramón (o Ron Damón, mejor dicho), quién siempre se lleva una cachetada de Doña Florinda por su culpa. Porque el Chavo es tímido, generoso, buen amigo y sobre todo hinchapelotas, pero a fin de cuentas es un niño.
Cuando tienen poca paciencia al Chavo me da pena, pero también estoy consciente de que habría que convivir con él a diario para ver si uno realmente le tendría la paciencia necesaria para aguantarlo. Pero al Chavo hay que quererlo, porque si hay algo que él sabe, es querer. A su modo, pero de que quiere, quiere.
Al Chavo no hay que pedirle que cambie, porque al igual que su vecindad que no valía medio centavo, él es lindo de verdad.
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