Paula

“Aprendí a vivir con dolor”

En Chile, una de cada cuatro personas vive con dolor crónico, una condición muchas veces invisibilizada y aún con escasas opciones de tratamiento. Rachel Cares es una de ellas. Lo que comenzó como una leve lesión en su pierna se transformó en un dolor que la acompaña a diario, y con el que ha tenido que construir una nueva forma de vida.

Collage: Silvia Caracuel

Para Rachel Cares, el dolor siempre ha estado ahí. Primero fue una leve inflamación en su rodilla derecha cuando tenía 13 años. Un dolor que iba y venía, que los médicos atribuían al crecimiento y a la actividad física. Sin embargo, con el tiempo, la inflamación no desapareció. Luego vino la decoloración de su piel, la hipersensibilidad extrema y la dificultad para moverse. Lo que al principio fue solo una molestia, terminó por instalarse como una presencia constante, silenciosa y agotadora.

Pasaron los años entre exámenes, tratamientos y diagnósticos inciertos, hasta que finalmente alguien logró ponerle nombre a lo que sentía: Síndrome de Dolor Regional Complejo. Una enfermedad extraña que afecta más a mujeres –hasta 4 mujeres por cada hombre diagnosticado–, que se manifiesta con un dolor desproporcionado a la lesión inicial, acompañado de cambios en la piel, temperatura y sensibilidad al punto de hacer insoportable hasta el roce de una sábana. “El agua me generaba dolor. En invierno o verano, dormía con la pierna fuera de la cama porque cualquier contacto era insoportable”, recuerda. Ese tipo de dolor tiene un nombre: alodinia. Es cuando incluso una caricia o una gota de agua se convierten en una experiencia insoportable.

A lo largo del tiempo, Rachel probó todo lo que estuvo a su alcance: psicólogos, terapias complementarias, infiltraciones, incluso cirugías. Cada intento traía consigo una nueva esperanza, aunque fuera mínima. Pero no siempre tuvo buenos resultados. Recién el año pasado y gracias a una simpatectomía con radiofrecuencia realizada en el Hospital Padre Hurtado y otros tratamientos con parches medicados y fármacos para paliar su dolor, ha encontrado un poco de calma.

Aunque el tratamiento del dolor crónico es reconocido como un derecho por la OMS, en Chile sigue siendo una deuda pendiente. Hay pocas unidades especializadas, y los tratamientos, cuando existen, muchas veces no están cubiertos por Fonasa ni por seguros privados.

“El tratamiento del dolor hoy requiere de un enfoque interdisciplinario: intervienen kinesiológos, fisiatras, anestesiólogos, psicólogos y terapeutas ocupacionales. En Chile, esta especialidad ha ido creciendo poco a poco, tanto en centros públicos como privados, pero aún falta visibilizar el problema y garantizar acceso real a quienes lo viven a diario”, explica la doctora Natasha Villa, anestesióloga y especialista de la Unidad de Dolor del Hospital Padre Hurtado, una de las más concurridas a nivel nacional.

“La primera vez que usé el parche de capsaicina –que ayuda a reducir la alodinia– fueron pedacitos sobrantes de otros pacientes en otro lugar”, recuerda Rachel. Fue junto al equipo de la doctora Villa que pudo acceder al tratamiento completo, lo que para ella marcó una gran diferencia. “A pesar de lo incómodo que es usarlo, hes tenido resultados y vale la pena”, agrega.

Collage: Silvia Caracuel

Expectativa versus realidad

Paula Prieto es enfermera de la Unidad de Dolor del mismo recinto médico. Dice que en casos de dolor crónico, la gestión de las expectativas es un punto que tocan desde la primera consulta. “Si bien es probable que no pasemos de un EVA 10/10 a un 0/10, podemos llegar a un nivel de dolor que le permita al paciente realizar sus actividades, dormir mejor, hacer cosas que dejó de hacer por dolor. En el fondo, mejorar su calidad de vida”. La escala de Evaluación Visual Análoga (EVA) es una de las herramientas utilizadas para cuantificar la intensidad del dolor del paciente de 0 a 10, donde 0 representa ausencia de dolor y 10 el dolor más intenso imaginable.

Por otro lado, agrega que “un paciente con larga data de dolor llega depresivo a la consulta, lábil emocionalmente. En general, se observan conflictos en la familia porque tienen poca credibilidad en el dolor o por definir quién será el cuidador. Muchos se vuelven dependientes de cuidados en el hogar, tienen que dejar de trabajar y eso cambia su autoestima, autonomía y autoimagen. Finalmente, se aíslan de sus amigos y familiares, y ahí inicia un círculo vicioso entre dolor-emoción”.

Rachel sabe lo que es liderar esta lucha. Su red de apoyo ha sido su familia, su pareja y amigos, pero la falta de un espacio para compartir con otras personas que vivan su condición la ha hecho buscar redes en el extranjero. “Tengo contacto con pacientes en España donde la atención es mucho más avanzada. Tienen acceso a tratamientos semanales, sesiones en cámara hiperbárica o fármacos que acá no se consideran, por ejemplo”, relata.

Pero nada la ha dejado inmovil; sigue buscando maneras de mejorar su calidad de vida y la de otros. Como terapeuta en programación neurolingüística y voluntaria en salud mental, se puso como objetivo acompañar a quienes, como ella, sienten que el dolor les ha arrebatado todo. “Lo primero que me gustaría transmitirles a las personas es confianza en que vendrá algo que los ayude, que hay caminos por recorrer. A mí me hubiera gustado que alguien le dijera eso a mi mamá cuando yo era adolescente y nadie sabía lo que me pasaba. Hoy, quiero ser esa voz para otros”, asegura.

La doctora Villa refuerza esa idea: “Los pacientes deben saber que no están solos. Su dolor es real. Hay muchas personas que lo viven y muchas otras que trabajan para ayudarlos. Cada día hay más investigaciones, fármacos, intervenciones psicológicas y terapias especializadas. Quienes nos dedicamos a esto necesitamos que no se den por vencidos, que sepan que estamos aquí para acompañarlos”.

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