Cómo la cuarentena nos enseñó que podíamos vestir con ropa cómoda (y por qué es importante hacerlo)

Ropa cómoda Paula



El 31 de marzo, a dos semanas de que empezara la cuarentena voluntaria en Santiago, la abogada Valentina Hernández (32) guardó sus tres pares de jeans y botines de taco alto en el fondo del clóset. Movió hacia adelante sus buzos y pantalones sueltos. Ya había pasado la primera prueba: asistir a una reunión de trabajo por Zoom vestida con polera y pantalones cómodos. Nadie pareció fijarse. Unos días después, la anestesista Jessica Aguirre (62) decidió abandonar su guerra contra las canas. Hasta entonces, y desde hace casi 20 años, se las había teñido una vez cada dos meses. “Ahora me pregunto si todos estos años lo hice por mí o por lo que creía que se esperaba de mí. No me pareció mala idea soltar ciertas exigencias físicas mientras no tuviera que ver a nadie. ¿Pero seré capaz de mantenerlo cuando volvamos a salir? No lo tengo del todo claro”, relata.

El aislamiento social pareciera haber abierto la discusión: la feminidad, y gran parte de lo que creemos que identifica a un género, tiene que ver con una actuación o como dice la teórica Judith Butler, con lo performático. ¿Pero qué pasa cuando no hay una audiencia? Como postula la periodista Ruth Le Ferla en un artículo publicado en The New York Times, ahora que parecemos estar soltando el performance al que estábamos acostumbradas y que tanto habíamos normalizado, ¿perderemos los cimientos de nuestra identidad o nos liberaremos para desviar nuestras energías en otras direcciones?

En su libro La dominación masculina (1998), el sociólogo francés Pierre Bourdieu se dedica a desglosar la relación histórica entre los géneros. Según él, el orden estructural en que vivimos se sostiene porque hemos naturalizado lo binario. Esto es, que los géneros son opuestos no solo por biología, sino que también por una oposición social. En la normalización de estas nociones, explica, juegan un rol fundamental ciertos actos, hábitos y dinámicas cotidianas que han hecho de la violencia simbólica algo cotidiano. Dice Bourdieu que dentro de estos actos están las distinciones con las que nos posicionamos frente al resto. Como, por ejemplo, la forma en que nos vemos.

Estas distinciones, como explica la socióloga investigadora del Observatorio de Género y Equidad, Tatiana Hernández, muchas veces tienen que ver con cómo nos adaptamos para que el otro nos signifique y nos acepte. Y esa adaptación va, entre otras cosas, por la manera en que nos vestimos. “Lo que nos ponemos tiene que ver con cómo nos distinguimos; se trata de un encasillamiento que nos posiciona en un grupo, de privilegio o no, y que facilita la relación de autoridad que podemos tener frente a otro. Las mujeres siempre vamos a contar con barreras de entrada, entonces muchas toman como estrategia el vestirse de una manera determinada para que eso no sea un elemento de barrera adicional a la hora de encontrar el reconocimiento”, explica Hernández.

Según la especialista, esto empieza desde el minuto en que nacemos, cuando se da paso a la primera de las distinciones, basada única y exclusivamente en el cuerpo sexuado. Y se mantiene durante toda nuestra vida. “Hay una socialización de género que va mucho más allá del rosado y el azul. Ya en el colegio, cuando teníamos que usar falda y jumper, se nos estaba condicionando y limitando, porque la lógica detrás de eso era la de sentarse como señorita o estar quieta para no mostrar nada. Las que mostraban no obedecían al orden social establecido. A pesar de que este ordenamiento social persiste, hay rebeldías. Muchas nos adaptamos de tal forma que incluso si se sigue esperando ciertos comportamientos de nosotras, vestimos como queremos para poder hacer lo que queremos”, señala.

En su libro, Bourdieu compara la falda con la sotana de los curas y sugiere que se trata de un confinamiento simbólico que sirve para orientar a las mujeres respecto a cómo relacionarse con el espacio. Este confinamiento asegurado mediante le vestimenta, tiene como efecto disimular el cuerpo y recordar el orden. En ese sentido, como explica Hernández, la industria de la moda ha sido sostenida y a su vez sostiene un sistema patriarcal de dominación que establece un orden natural de las cosas. “La moda, además de distinguirnos, nos disciplina. Juega en contra de que las mujeres fortalezcamos el proceso de autonomía, amor y toma de decisiones que tenemos respecto a nuestros cuerpos. Hay ropa en la que uno no entra. Si eso no es un dispositivo de control y disciplinamiento, no sé qué es”.

En tiempos en los que estas barreras parecen desmoronarse en torno a la eficiencia de las personas –porque son otras cosas las que están en juego– pareciera ser que el orden imperante ya no tiene cabida. ¿Qué tan cierta es esta idea? Como explica Hernández, desde la perspectiva de confinamiento del cuerpo a través de la vestimenta, se podría decir que la cuarentena ha venido a liberarnos de ciertas exigencias, sin embargo, hay otras jerarquías que siguen encasillando y situándonos en el mundo. “Siguen habiendo factores que marcan una distinción de los estilos y condiciones de vida. Hay una jerarquización de género, pero también hay una de clases. Probablemente la de género esté menos rígida en este minuto, pero la de clases sigue muy marcada. Y ésta, a su vez, sigue colaborando con la distinción de género”, explica.

La jerarquía de género

La candidata PhD en el Departamento de Estudios de Género de London School of Economics, Melissa Chacón, explica que inicialmente la relación que tenemos las mujeres con la ropa y producción de nuestra imagen encuentra su raíz en un sistema sexista, sobre el cual se han construido los relatos de lo que es femenino y lo que es masculino. Y en esa oposición binaria, todo lo que puede ser asociado a lo masculino, siempre está por encima. “Pensemos en la distinción entre público y privado, en el que lo público es atribuido a lo masculino y lo privado a lo femenino. Desde la teoría de la evolución de Darwin a distintas teorías del psicoanálisis, siempre se ha planteado a la mujer como un ser que no alcanzó a ser hombre. Y eso ha contribuido a que nos sintamos siempre en falta, como que no somos suficientes o apropiadas”, dice.

Según explica la coordinadora de Inclusión y Género de la Facultad de Economía y Negocios de la Universidad de Chile, Carla Rojas, a esto se le suma que a nivel cultural y social, el relato que suele definir a la mujer tiene que ver con que es un objeto sexual, versus el hombre que es sujeto beneficiado y tiene derecho por sobre el objeto. “La ropa para mujeres es tan incómoda porque se ha pensado desde la intención de mantener esa idea de que la mujer es un objeto de deseo para el hombre. No es ropa que fue creada, históricamente, para ella. Y esto lo vemos desde el corsé en adelante. El corsé ya no existe, pero los tacos y los sostenes sí”, asegura.

En 2018, un estudio realizado por la Asociación Chilena de Seguridad dio cuenta de los peligros diarios de usar tacos. Se reveló que el 59% de los accidentes de trayecto los sufren mujeres, y que de esos casi el 40% son producto de una caída desde el mismo o un segundo nivel. “Hemos sido sometidas a incomodidades –además de dolores físicos como contracturas y malestar en la zona lumbar– porque la belleza como construcción social ha sido atravesada por la mirada del hombre. Y en esa producción y reproducción, se siguen perpetuando estereotipos. Pero lo peligroso de esto es que se vuelvan invisibles otras características de la mujer y la posibilidad de tener cuerpos políticos y no como objetos”, explica Rojas.

En 2017 la escritora y autora inglesa Lucy Rycroft-Smith decidió vestirse con ropa de hombre. Su experiencia, que relató en el medio Quartz, dio cuenta de las ventajas de la ropa masculina que hasta entonces nunca había considerado: dentro de sus descubrimientos destacó la abundancia de los bolsillos, un control de temperatura mucho más efectivo y fácil de lograr y la toma de decisiones simples. Pero su mayor revelación fue con respecto a la comodidad física y emocional. “Soy una mujer que nunca ha tenido problemas de confianza, pero pasé 20 años usando ropa diseñada para hacerme sentir incómoda tanto a nivel físico como mental”, relató. “Esa incomodidad la di por sentada y nunca cuestioné sus consecuencias psicológicas: mucha de mi ropa no me quedaba bien, y era yo la que tenia que amoldarme a ella”.

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