Dejar ir al primer amor de la vida
Mi historia con Joaquín empezó cuando estaba terminando el colegio, en 1986. Me acuerdo como si fuese ayer: él había sido compañero de curso de mi hermano mayor, pero hasta entonces nunca nos habíamos pescado. Yo no era más que la hermana chica de su amigo.
Unos meses antes de terminar el colegio nos topamos en una fiesta de un compañero mío que, de casualidad, era también amigo de él. Como ya nos ubicábamos, nos saludamos, conversamos un rato y terminamos bailando. Esa noche nos dimos un par de besos, pero no pasó a mayores. Y no nos volvimos a ver hasta el día de mi graduación.
Joaquín tocaba la guitarra y ese día, como parte de la ceremonia, tocó una canción de Silvio Rodríguez. Mientras cantaba yo sentía que dirigía su mirada hacia mí y, cada cierto tiempo, yo se la devolvía. Fue tan evidente que hasta mis amigas se dieron cuenta y me comentaron que no me había despegado la mirada durante toda la canción. Cuando se terminó el acto lo busqué entre el tumulto de gente y le dije que había cantado muy lindo. Estaba nerviosa y totalmente flechada después de haberlo escuchado. Él me felicitó por la etapa cumplida. Pero no nos dijimos más. Había gente, estábamos rodeados y nerviosos. Por suerte después nos encontramos en una fiesta improvisada que hizo un compañero. Ahí sí tuvimos nuestro momento: conversamos, bailamos y no nos separamos en toda la noche. Como se decía en mi época, pinchamos.
Al otro día, me fue a ver a mi casa y al poco tiempo, para Navidad, le pidió permiso a mi papá para pololear conmigo. Se estilaba hacerlo en aquella época. Así, en diciembre de 1988, partió este amor inmenso, el más grande que he sentido. Pololeamos casi 4 años, pero yo lo amé por muchos, muchos años más.
El tiempo que pololeamos fue hermoso. Joaquín estaba en la universidad y yo partiendo mi educación superior, por lo que fue una época de cambios. Yo era más bien casera y tranquila, pero Joaquín, que estudiaba Derecho y era muy mateo, siempre se las ingeniaba para tener tiempo para carretear. A sus carretes yo no asistía; entre que mis papás no me daban permiso y eran instancias en las que no lo pasaba tan bien, por lo que esa dimensión no la curtimos juntos.
Pero estábamos muy enamorados y lo pasábamos muy bien. Su familia me quería mucho y la mía a él. Y, por sobre todo, nos reíamos siempre, porque los dos éramos muy divertidos. Así pasaron los años y nos imaginamos pasando la vida juntos. Hasta que nuestras prioridades empezaron a mutar. Mientras todo lo que yo hacía giraba en torno a él –tenía las expectativas de casarme y formar familia– él se volvía más carretero y vivía al máximo su juventud. Nuestros planes a futuro ya no estaban congeniando y lo que yo deseaba parecía no ser lo que Joaquín quería. Y así, como suele pasar, nos pusimos a discutir por una tontera que ni recuerdo y eso desencadenó en una ruptura. Le debo haber dicho algo así como que si se iba, terminábamos. Y se fue.
Confieso que al principio me sentí tranquila, incluso feliz. Había empezado a trabajar y a salir con amigas, pero al cabo de dos meses lo empecé a extrañar. Entonces decidí buscarlo y nos juntamos. Aquella vez me contó que estaba saliendo con otra persona y que estaba bien. Ahí sentí toda la tristeza que no había sentido antes. Me sumí en un profundo desconsuelo y decidí no buscarlo más. Pese a que todos me decían que lo olvidara, que me estaba haciendo daño, nunca lo logré del todo.
La primera Navidad que pasamos después de haber terminado él llegó de sorpresa a mi casa para darme un regalo. Mis papás no lo quisieron dejar entrar, pero él insistió. Lo recibí y apenas pudimos hablar porque las ganas de llorar fueron incontrolables. Nos abrazamos y se fue. Desde ese día, tomé la decisión de enfocarme en mi trabajo. Y al año conocí a alguien y quedé embarazada. Confieso que el día de mi matrimonio fantaseé que Joaquín llegaba y me sacaba de ahí. Pero por supuesto que eso no pasó. Nunca le dije a nadie lo que había pensado ni lo triste que estaba, solo mantuve el plan inicial y seguí adelante porque sentía que tenía que ser responsable con el hijo que venía en camino. Quería que tuviese una familia.
Un tiempo después, casi al final de mi embarazo, Joaquín me buscó y nos juntamos. Fue un reencuentro lleno de amor, nos abrazamos por un largo rato y me dijo que todavía me amaba y que, a pesar de todo, no me podía olvidar. También me preguntó por qué nunca respondí a sus llamados y cartas. Recién ahí me enteré que me había buscado durante mucho tiempo, pero que en mi casa le decían que no estaba y que era mejor si me dejaba de buscar. Nos contamos todo y lloramos, porque sabíamos que en ese momento teníamos que dejar que las cosas siguieran su curso. Yo estaba casada e iba a tener un hijo. Nos despedimos prometiéndonos que si no volvíamos a estar juntos en esta vida, en la otra nada nos separaría.
Como es de esperarse, mi matrimonio no resultó. Me separé cuando mi hijo aun no cumplía el año y no volví a saber más de Joaquín. Yo seguía recordándolo como el gran amor de mi vida. Sabía que nunca más había vuelto a sentir lo que había sentido por él, pero aun así tuve miedo. No me atreví a buscarlo, seguramente porque temía que me rechazara.
Hasta que unos años después, conocí a alguien y me volví a emparejar. Esta vez sentí que lo amaba, pero no de la misma forma que había amado. Aun así, estaba feliz. Hasta que supe que Joaquín también se había casado y tenido hijos. Creo que recién ahí fue cuando pude soltar esa oculta –pero insistente– esperanza de reencontrarnos. Ese fue el momento que lo dejé ir.
Hace unos cuatro años me buscó y tuvimos un último reencuentro. Como todos los que hemos tenido, este también fue maravilloso. No puedo ni explicar la sensación de alegría que tuve al verlo. Estuvimos muchas horas recordando y repasando nuestra vida. Hablamos de los desencuentros, de cómo no habíamos coincidido. Me contó que se había separado y medio en broma y medio en serio, me propuso que volviéramos. Yo no me lo tomé en serio, pero reconozco que por un tiempo me quedé pensando en esa posibilidad. Desde ese día me empezó a llamar con frecuencia, pero le dije que ya estaba en otra y que lo mejor era alejarnos.
Nunca más nos vimos, pero hasta ahora, cada vez que habla con mi hermano le dice que sigue enamorado de mí y que me está esperando. Creo que la nuestra es una historia de aquellas que podrían haber sido, pero que no fue. Hubo algo de destiempo y desencuentros, pero también miedo y falta de coraje. Cuando mi hermano me cuenta lo que le dice, se me revuelve el estómago, pero tampoco me atrevo a dejar la vida que he formado y en la que estoy feliz.
Supongo también que si no lo hago es porque ya solté esa ilusión y porque se me pasó ese gran amor que le tuve y que nunca volví a sentir por otra persona.
Muchas veces me pregunto qué debimos haber hecho para que las cosas fueran distintas. A veces también me alegro imaginando que en alguna otra vida podríamos estar juntos. Pero ya superé todo el amor que sentí por él durante años. De verdad creo que fue el más grande que he sentido en mi vida, pero ahora estoy en paz y atesoro lo que tuvimos.
Paola Jara (49) es secretaria.
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