Erradicando a la machista: Las mujeres no dicen garabatos

Hace unos días se formó un griterío en mi casa porque mis tres hijos, de 17, 15 y 10 años, pelearon por el turno del Ipad. Yo me estaba preparando un café en la cocina y desde lejos los escuché. Era una discusión moderada hasta que uno de ellos soltó el primer garabato, y desde ahí fue tal el espiral de insultos y ofensas que me tuve que meter. Tal como la típica escena de El Chavo del 8, cuando todos se quedan callados y él inocentemente suelta la frase “el maestro longaniza”, mi hija de 15 cerró la discusión con un fuerte garabato hacia mi hijo mayor, en medio del silencio de los otros dos que ya me habían visto entrar.

Lo primero que hice fue reclamarle a ella por su grosería. Le dije –una vez más– que en esta casa no se dicen garabatos, que es una regla que aprendí de mis papás. En mi familia éramos solo hermanas mujeres, y estaba completamente prohibido decir una grosería. Mi papá nos decía que ese no era un lenguaje apropiado para nosotras. Y si bien esa regla la mantuve para todos mis hijos –el hombre y las dos mujeres–, debo reconocer que me choca más escucharlas a ellas que a él.

Y es que el lenguaje inapropiado es también una manifestación de los roles de género. Para hacer esta reflexión estuve revisando datos y me encontré con un estudio realizado por la antropóloga lingüista de la Universidad Estatal de California, Barbara LeMaster. En él afirma que la mayoría de las groserías occidentales hacen referencia a tres cosas: sexo, excremento y religión; y explica que eso se entiende si pensamos que el objetivo de los garabatos es de cierta manera desafiar o romper las reglas y –en el caso de nuestra cultura–, la actividad sexual, el excremento y la religión se consideran como algo privado, sucio y sagrado, respectivamente. Por tanto hablar sobre estos conceptos en público y de manera irrespetuosa es una manera de romper con esas reglas.

Ahora, cuando la antropóloga analizó las diferencias entre hombres y mujeres, se encontró con que en el siglo pasado, ellos usaban garabatos asociados a los conceptos sexo, excremento y religión, sin embargo, las mujeres cuando estaban enojadas solían utilizar frases relacionadas a la religión, pero de manera más sutil, como “¡por Dios!” o “bendito”. Y la razón es que en el siglo pasado existía una todavía más clara y evidente división de los roles de género. Las mujeres debían ser “femeninas” y ese concepto se asociaba con ser sumisas, serviles y jamás hablar de manera agresiva, porque eso quedaba para los hombres.

En la actualidad los roles de género se han modificado y aunque aún estemos lejos de la equidad, particularmente en el tema del lenguaje ofensivo LeMaster confirmó que las mujeres actualmente dicen garabatos a la par con los hombres. No lo digo como un logro. Soy de las que cree que nadie, ni hombres ni mujeres, deberíamos decir groserías. Lo que sí me parece interesante de este estudio es que, aunque poder decir groserías al mismo nivel de los hombres no es una bandera de lucha del movimiento feminista –tenemos varias cosas más importantes por las que pelear–, sí es un reflejo de esos pequeños, y a veces invisibles, micromachismos que siguen presentes. Porque si ya es malo aceptar un entorno que se relaciona constantemente con un lenguaje ofensivo, es peor que a las mujeres además se les juzgue por hacerlo y a los hombres no.

Después de leer el estudio de LeMaster, fui donde mi hija y le pedí disculpas por retarla solo a ella si finalmente, antes de entrar a la sala, desde la cocina escuché a los tres decir insultos y groserías. Reconozco que es difícil sacarse esos estereotipos o pautas con las que crecimos, pero es una tarea que tenemos todas, especialmente aquellas que tenemos hijas mujeres. Desprendernos de esos micromachismos es un paso más para conseguir la sociedad equitativa que todas queremos.

Soledad Toro (53) es socióloga.

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