Escasez hídrica en Petorca: “Acá la gente no tiene agua para lavarse las manos y prevenir el contagio de Covid-19″
La provincia de Petorca lleva más de una década en crisis ambiental debido a la sequía generada por las industrias agrícolas de la zona. Con la pandemia, el desastre ambiental ha cobrado más relevancia que nunca: hay localidades que no tienen acceso a un correcto lavado de manos y el agua que consumen es de muy baja calidad. Bárbara Astudillo (31), feminista e investigadora de la fundación Territorios Colectivos, ha levantado una insistente lucha por visibilizar los problemas de la zona en donde nació y creció.
“Nací y me crié en Cabildo, una localidad en la provincia de Petorca, y tengo un fuerte arraigo a mi zona. Crecí bañándome en el río, pescando pejerreyes y truchas en lo alto, con la luna llena sobre el valle. Nunca fui a la farmacia porque recolectábamos hierbas medicinales en los cerros y chupaba las flores de la salvia. Pero poco a poco, comencé a ver cómo el paisaje se apagaba, las aguas se secaban. Y ahora todo es como una foto en sepia.
Por eso cuando me fui a trabajar a un laboratorio clínico en Santiago, decidí volver a mi pueblo y a la casa de mis padres, ambos trabajadores en una empresa minera. Veía que la situación estaba crítica por el déficit de agua y que con mis conocimientos podía ayudar. Entré a trabajar al hospital de la zona y me percaté de que muchos pacientes tenían problemas renales y gastrointestinales, y eso se debe a que la calidad y la cantidad de agua a la que tienen acceso las personas no es adecuada. La OMS indica que lo mínimo que debería garantizarse a cada persona son 100 litros diarios, pero acá hay localidades, como San José de Cabildo, en las que están viviendo con 20 al día. Otras han pasado días y hasta semanas sin suministro.
Recorriendo mi zona, me hice amiga de los canalistas, quienes me mostraron cómo se distribuían las aguas. Así comencé a levantarme como una activista, conectando la importancia del agua con la salud de las personas. Ser testigo de cómo ha avanzado la agroindustria, cómo han acaparado el agua, cómo las plantaciones de paltos crecen y unos pocos se adueñan de nuestro territorio, duele mucho. Yo dejé de comer palta –solo consumo la que me regalan los pequeños agricultores o familias con algún árbol en la casa– y carne, porque es violento pensar en todo el agua que se utiliza para estas industrias cuando acá la gente no tiene ni siquiera para lavarse las manos y prevenir el contagio de Covid-19.
Todos los días estamos atentos al análisis de la calidad del agua, y me llaman para ir a visitar una zona o me informan qué pozo se secó. En mi casa hemos aprendido a ser muy conscientes. Siempre hervimos el agua –porque sabemos que los camiones aljibes de agua potable también transportan aguas servidas y la que hay en los pozos tienen muchos metales– y es parte de la cultura de esta zona reutilizarla para regar. Por eso cuando voy a Santiago y veo a alguien malgastando el agua lavando su vehículo con manguera, me duele.
La activista ecológica Macarena Valdés fue una gran inspiración para mí. Yo no alcancé a conocerla, pero su fortaleza me hizo entender la importancia de luchar por la tierra. Soy ecofeminista porque entiendo que la mujer es como una semilla que va a hacer brotar el agua y va a salvaguardar la vida en el planeta. Tenemos un instinto ancestral por el cuidado y un lazo profundo que nos hace defender la Tierra y cuidar los bienes comunes. Nos hemos sometido durante mucho tiempo a una visión patriarcal de dominio, donde el agua se ve como un recurso que se puede gastar y perder en el mar. Por eso veo en el feminismo y la sororidad entre mujeres un camino. Acá cada vez hay más niñas y mujeres que se están empoderando.
En Chile es muy fuerte el ecofeminismo. Somos una red de mujeres activistas en distintos territorios, nos llamamos para saber cómo estamos, nos acompañamos. Sabemos lo que para cada una significa su lucha. A mí, por ejemplo, me duele lo que pasa en Quintero y sé que las mujeres de allá también empatizan con lo que vivimos acá. Porque la gente llora por la crisis hídrica, dicen que necesitan agua y una se siente impotente viendo cómo la provincia agoniza y cómo los campesinos buscan en los cerros alimento para sus ovejas, vacas y cabras. Era su capital, su herencia, y ahora son solo un montón de huesos en un cementerio de animales.
Esta es, además, una zona con mucha pobreza. Acá en la provincia no hay hospital de alta complejidad para atender casos graves de Covid-19 y el más cercano es el de Quillota, a varios kilómetros. Por eso la gente tiene miedo al contagio. Los niños ven por televisión que el ministro Mañalich llama a que nos lavemos las manos y luego me preguntan a mí cómo pueden hacerlo si no ha llegado el camión del agua a su pueblo. Actualmente se están repartiendo en algunas localidades 50 litros diarios por persona, pero es la mitad de lo que recomienda la OMS. Además aún hay “zonas cero agua”, que no están recibiendo nada y tienen que conseguir suministro en otras localidades.
A veces siento mucha frustración. Hay días que amanezco muy triste y dolida por la sociedad que nos tocó vivir. Pero otros amanezco con fuerza y pienso en los mensajes lindos que recibo de la gente, en mis amigas, en mi familia, en mi sobrino pequeño y en la energía de la ciudadanía. Siento que pertenezco a una generación que puede ser hacer los cambios que necesita este país. Cuando camino por los lechos de los ríos ya secos y escucho que las napas siguen sonando, veo que hay una flor creciendo en medio de la nada y un pimiento que se mantiene verde, siento que ahí bajo la tierra aún hay vida. Debemos hacernos cargo de ella, recuperar esa agua y administrarla de forma comunitaria para hacer valer nuestro derecho humano. Tenemos que estar con los pies en la tierra: si te despegas de ella, no sirve”.
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