Hablemos de amor: En mi casa me siento un estorbo

Vivir en casa de mis padres a los 25 años no es fácil cuando escuchas constantemente frases como: ‘¿Hasta cuándo me vas a consumir los pulmones?’, ‘en esta casa comes gratis’ o ‘ya tienes 25 años’. Sé que se dicen como bromas, pero se repiten tanto que ya no las siento como tales. Y cuando llegan en momentos de enojo, ¿cómo se espera que no me las tome en serio?
Tengo 25 años, vivo con mis papás y soy la mayor de tres hermanos. Mi vida ha sido bastante tradicional: fui al colegio sin repetir ningún curso, entré a la universidad a los 18, dudé sobre qué estudiar, me cambié de carrera y, aunque no fue fácil, nunca reprobé un ramo. Hoy estoy a punto de titularme en la carrera que siempre quise.
Además, trabajo los fines de semana desde hace casi un año, y desde los 20, he buscado formas de generar ingresos sin descuidar mis estudios: trabajé en tiendas en Navidad y en la temporada escolar, entre otras cosas. Creo que para mi edad, y considerando que nunca les he dado mayores problemas a mis padres, no tengo un ritmo de vida tan atrasado, pero a veces la presión es tanta, que me pregunto si a los 25 ya debería tener más en la vida.
Aunque muchas personas valoran ese esfuerzo, es difícil creerlo cuando mis padres sólo lo reconocen frente a otros, pero casi nunca directamente hacia mí.
También es duro cuando, en momentos de cansancio o estrés, me dicen cosas como: ‘¿De qué estás cansada?’ o ‘Lo tuyo no es trabajo’. Puede que no lo sea según lo que se entiende por trabajo tradicional, pero ¿por qué tengo que soportar esas minimizaciones? ¿Desde cuándo estudiar una carrera universitaria se volvió algo liviano?
No niego que a veces hacen un esfuerzo entenderlo —ninguno de ellos tuvo la oportunidad de estudiar una carrera—, pero si pongo todo en una balanza, los comentarios negativos —esas bromas, como les gusta llamarlas— siempre pesan más. Sobre todo porque yo ya soy muy autoexigente conmigo misma. A veces pienso que debí haber estudiado un técnico —y no lo digo como una desvalorización, sino porque en dos años y medio ya tendría una profesión y podría estar trabajando—. Siento que eso es lo único que haría que mis papás me miraran distinto, que me valoraran más.
El otro día, tomando un café con una amiga, le contaba esto. Le dije que me da miedo titularme y no encontrar trabajo de inmediato, porque sé que vendrán esas bromas otra vez: que tengo que hacer algo, que vivo gratis, etc. Y no sé si voy a poder con esa presión.
Ella solo me miraba, entonces le pregunté si sus papás hacían lo mismo, y me respondió que no; que desde chica sus papás siempre le dijeron que ella y sus hermanos no les debían nada, porque su rol como padres era darles las herramientas para que pudieran ser profesionales. Y que, una vez logrado eso, ya sería tarea de ellos progresar por sí mismos.
En ese momento sentí un nudo en la garganta. Porque el peso que cargo por “llegar a ser alguien” y tener un sueldo “como corresponde” —primero para ayudar en la casa y después para irme a vivir con mi pareja, que es un pilar fundamental para que estos pensamientos no me consuman— me gana.
Si pudiera describirlo, diría que es como tener un bloque de cemento en el cuello y los hombros que dice “debes hacer más”, y que me obliga a caminar con ese peso todos los días.
Últimamente he buscado refugio en otros familiares, en mi pareja y en mis amigas más cercanas. Intento hacer oídos sordos a las —insisto— ‘bromas’. También fui a terapia un tiempo, aunque tuve que dejarla, pero quiero retomarla. No quiero crecer con esta rabia. No quiero cargarles un rencor a mis papás.
Uno de mis consuelos es saber que, si en el futuro esto se repite con mis hermanos, yo podré ofrecerles otro tipo de apoyo. Si hay algo que no quiero que ellos vivan, es tener que soportar comentarios que los hagan sentirse culpables cuando lo único que hacen es esforzarse. No hablo de avalar la flojera ni la mediocridad, sino de acompañar a quienes realmente quieren salir adelante, como yo lo he intentado. Porque muchas veces he pedido ayuda —aunque no quiera— y la respuesta ha sido tan negativa que he llegado a sentirme como un estorbo.
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