Paula

Hablemos de amor: me enteré que estaba embarazada de cinco meses

“Tu bebé está firme. Tienes cinco meses de embarazo”, le dijeron a Isabel, a sus 19 años, cuando llegó a urgencias por un dolor de guata. Pensaba que era apendicitis, pero jamás imaginó que se convertiría en madre.

Ilustración: Silvia Caracuel

Todo esto ocurrió en 2009, cuando tenía 19 años. Llevaba una vida completamente normal: salía con mis amigos, estudiaba, pasaba tiempo con mi familia. Había terminado mi relación hacía un tiempo y por nada del mundo tenía planes de ser madre. Pero el destino tenía otros planes para mí.

Era común que mi mamá y yo visitáramos a mi madrina Violeta. Esas visitas solían convertirse en reuniones familiares donde también estaba mi prima. Pasábamos largas horas juntas. Ese día, nos pusimos a revisar ropa que mi tía quería regalar. Si algo nos gustaba, podíamos quedárnoslo. Entre varias prendas, una jardinera llamó mi atención, así que decidí probármela.

Me miré al espejo, analicé cómo me quedaba y, para ser honesta, no me gustó tanto como esperaba, mi cuerpo se veía distinto. Intenté sacármela, pero el botón me apretaba demasiado la guata. Me encorvé para bajarla, pero entonces empezaron los problemas: de pronto me sentí incómoda, como muy inflamada, y sentí como una puntada fuerte en la guata. Me asusté.

Me recosté en la cama para ver si se me pasaba o si así podía sacarme la jardinera con más facilidad, pero el malestar seguía ahí, intenso e inesperado.

Pensé que era solo un dolor de guata, que pasaría pronto. En el peor escenario, creía que podía ser apendicitis, pero ni por asomo imaginé un embarazo.

Mis familiares me vieron tan mal que decidieron llevarme al médico. Primero fuimos a un consultorio cerca del metro Los Quillayes. Mi mamá iba conmigo en el auto, muy nerviosa por no saber qué me estaba causando tanto dolor.

Al llegar, mi tía, que trabajaba allí, hizo lo posible para que me atendieran rápido. De ese momento recuerdo poco y nada, solo la sensación de urgencia.

En la consulta, el doctor empezó con preguntas de rutina: alimentación, dolores previos, y mi periodo. Le dije que siempre había sido irregular, así que no me preocupaba si me llegaba o no. Su expresión cambió de inmediato. Me dijo que necesitaba hacerme una ecografía, pero como ya era cerca de las siete de la tarde, me derivaron al Hospital Sótero del Río.

Mientras preparaban el traslado, el doctor me dijo que, por la forma en que describía mis molestias, sospechaba de un embarazo tubárico —es decir, un embarazo fuera del útero, en las trompas de Falopio— y que, si era así, probablemente tendrían que interrumpirlo.

Sus palabras, dichas con una frialdad que aún recuerdo, me dejaron paralizada. Sentí miedo. Lo primero que pensé fue: “Bueno, si estoy embarazada, tendré que apechugar nomás”. Pero mi mayor temor no era el diagnóstico, sino cómo iba a reaccionar mi mamá.

Me trasladaron y llegué al Sótero cerca de las diez, pero no me atendieron hasta la medianoche. Lo primero que me hicieron fue una ecografía transvaginal. Nunca me habían hecho una y solo lloraba del susto, sobre todo al pensar que dentro de mí podía haber un bebé.

La ecografía confirmó el embarazo y descartó el tubárico. El doctor intentó tranquilizarme: “Tu bebé está firme”, me dijo. “Tienes cinco meses de embarazo”. En ese momento entendí que quizás el dolor que sentí se debía a la presión de la ropa, que pudo haber tensado los ligamentos del útero. Algo que supe después, pero que en ese momento solo sentí como una señal de que algo no estaba bien.

Sus palabras me aliviaron, pero solo un poco. No podía dejar de pensar en todo lo que había hecho sin saber: salir de fiesta, fumar, tomar. Como cualquier chica de 19 años disfrutando la vida. En ese momento, todo me parecía un sueño.

El miedo era la sensación más fuerte. Sentía que no era el momento, que me faltaba madurar, que esto debería haber pasado con una pareja estable, con más planificación. No me imaginaba siendo mamá.

Como yo era mayor de edad, mi mamá no pudo entrar conmigo. Se quedó afuera fumando mientras esperaba noticias. Cuando salí, me preguntó de inmediato: “¿Y? ¿Qué pasó?”. No sabía cómo decirlo. Solo la miré y le dije: “Sí, mamá, tengo cinco meses. Y él o ella está bien”.

Justo entonces llegó el progenitor de mi hijo. Mi mamá lo había llamado para avisarle. Lo llamo así porque hoy no es mi pareja ni cumple un rol de padre. Cuando le conté que estaba embarazada, fui clara: iba a seguir adelante con el embarazo y quería cuidarlo (y cuidarme) como no lo había hecho en esos cinco meses. También le dije que, si no quería hacerse cargo, no tenía por qué hacerlo. Y así fue.

Después de esa conversación, volví a casa. El ambiente era extraño. Mi mamá, entre la pena y la preocupación, me sirvió un pan con té. Pero yo apenas podía comer. Ni siquiera lograba procesar lo que estaba viviendo, ni todo lo que vendría después. Me dolía saber que pasaría el embarazo sola, sin pareja, sin ese acompañamiento que una imagina.

Al día siguiente me desperté con una mezcla de pena y preocupación que no se iba. Pero todo cambió con mi primer control después de la noticia. Desde ese momento, mi bebé se convirtió en la luz de mis ojos. A pesar de lo difícil que fue enterarme, él había sido fuerte. Creció sano, incluso sin los cuidados que un embarazo requiere.

Casi al final, en el penúltimo mes, supe que sería niño. Empecé a comprarle ropa y a preparar su espacio. No tenía una pieza propia para él, pero eso no me importó. Decidí decorar mi habitación, pensando que, aunque compartiera ese espacio conmigo, sería su lugar, su refugio desde el primer día.

A pesar de lo caótico que fue todo, Alonso, como decidí llamarlo, llegó para cambiar mi vida, para bien. Y no solo la mía, sino también la de mi mamá y mi papá, quienes encontraron en él una nueva motivación: su nieto, a quien nunca han dejado de mostrarle su amor.

Alonso hoy tiene 15 años y tiene dos hermanos: Isidora (11) y Mateo (2). Con ellos, disfruté del embarazo desde el primer día, sin el miedo ni las dudas que viví con Alonso. Pero no me arrepiento de nada. Siento que, tal como llegó al mundo, su llegada fue especial, única, y marcó tanto mi vida como la suya.

Mi hijo es un ser de luz, y siento que, desde el primer momento en que lo conocen, deja huella. Así como a mí, cuando me enteré de él: fue un golpe tan inesperado, pero al mismo tiempo tan hermoso.

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* Isabel es lectora de PAULA, si como ella tienes una historia que contar, escríbenos a hola@paula.cl.

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