Hablemos de amor: si siempre insiste uno, ¿sigue siendo amistad?

A fines del año pasado, publiqué historias en Instagram sobre el término de un año universitario en el que había logrado cosas importantes, aquellas metas que, desde el colegio, mi grupo de amigas —si es que aún puedo llamarlas así—sabían que soñaba cumplir. Pero ninguna reaccionó como lo esperé. Ni un mensaje, ni un like. Siempre imaginé ese momento juntas, celebrando como si fuese un logro de todas, porque realmente para mí estos pasos han sido difíciles y por lo tanto importantes. Un par de veces estuve a punto de dejar la universidad por asuntos familiares, pero lo logré, y parte de ese éxito para mí tenía que ver con ellas.
Podría sonar infantil molestarse por no recibir un like, pero en realidad esto me hizo reflexionar sobre algo más profundo: yo sí he estado atenta y pendiente de cada hito en la etapa de ellas, siempre. Revisé el chat y confirmé lo que intuía: los últimos mensajes eran míos. Leí la conversación y me di cuenta de cuántas veces fui yo quien la inició.
Siempre me he considerado una buena amiga (o al menos intento serlo). Me ha gustado ser esa persona que está sí o sí en los cumpleaños, la que mueve su agenda para acompañar a alguien que lo necesita, la que se hace presente sin que se lo pidan. También suelo ser la que busca momentos de conversación o propone juntarse, incluso cuando la otra persona no me ha escrito en semanas. Lo hago porque entiendo que cada uno tiene sus propios compromisos y quehaceres.
Nunca he sido orgullosa ni he pensado que “si no me buscan, yo tampoco lo haré”. Para mí, la amistad no es una competencia de quién da más. Y no me arrepiento de ser así, para nada. Me llena saber que he podido aportar, que he sido un apoyo en momentos importantes y que mis cercanos saben que siempre tienen en mí a alguien pendiente de ellos.
Sin embargo, ahora, en esta etapa de mi vida, con más responsabilidades y cargas propias, he empezado a sentir el peso de ese esfuerzo. No porque me moleste hacerlo, sino porque organizar mi tiempo es más difícil que antes: trabajo casi todos los días, tengo compromisos que no puedo postergar y, cuando hago espacio para estar, a veces me doy cuenta de que ese gesto pasa desapercibido. No es que espere algo a cambio, pero sí me he encontrado preguntándome qué tanto se valora lo que hago.

Sé que en la medida en que pasa el tiempo, las personas empezamos a tomar caminos propios: distintos trabajos, viajes, la decisión de armar familia. Y eso inevitablemente deja menos espacio para las amistades de siempre. Sin embargo, así como las relaciones de pareja cambian con el tiempo, otra forma de amar como se suele decir, creo que con las amistades debería ocurrir lo mismo. En estos vínculos también debemos ‘regar la plantita’. Quizás ya no es posible verse tan seguido, pero creo que uno nunca puede perder de vista lo que es importante para el otro u otra.
Debo confesar que, en la interna, este golpe de realidad me ha hecho tomar un poco de distancia y esperar. Si bien no soy una persona rencorosa ni orgullosa, creo que no está mal, de vez en cuando, esperar relaciones recíprocas, porque cualquier tipo de vínculo se construye entre dos partes.
Por supuesto, esto no me ha pasado con todas mis amistades, pero sí con algunas que formé hace muchos años. Y cuando me detuve a pensar cuántas veces fui yo quien organizó una salida, quien dio el primer paso para hablar, quien dejó de lado otras cosas para estar presente, me di cuenta de que, la mayoría de las veces, había justificaciones. O más bien, excusas: el argumento casi siempre era la distancia o el tiempo. Sin embargo, yo sí buscaba opciones para que esos factores no fueran un impedimento. Y ahora pienso que quizás la amistad se habría enfriado mucho antes si yo no hubiera insistido tanto en mantenerla viva.
Como esa frase que está de moda: creo que a veces es bueno aprender a soltar. No significa que haya cambiado quién soy. Sigo teniendo los mismos valores, sigo creyendo en la amistad sincera, sigo disfrutando de ser una persona presente. Pero también me doy cuenta de que no está mal desear lo mismo a cambio. Porque, al final del día, la amistad también es un espacio donde una debería sentirse cuidada, y no solo la que cuida.
Y si bien esto no cambia el cariño que siento por quienes han formado parte de mi vida, sí me ha ayudado a entender que la amistad, como cualquier vínculo, necesita equilibrio. Hoy, más que insistir, prefiero ver quién está ahí sin que yo tenga que recordárselo todo el tiempo. Y eso, lejos de entristecerme, me da paz.
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