Cuando Alba Gaviraghi nació, su mamá, María Angélica, vivía sola y estaba soltera. Una mujer descrita por su hija, actualmente productora y directora de cine de 27 años, como “muy lectora, idealista, muy justa y muy inestable”, entre muchas otras cosas. María Angélica llegó sola al hospital y tuvo a Alba por cesárea. “Ella me cuenta que cuando la fueron a visitar mucha gente le dijo ‘pucha, te va a costar tanto’. Y sí, se sintió sola”.
Pía Vargas (31), periodista y jefa de prensa de músicos nacionales, es hija única de Ana María, profesora de francés, quien la crió en una casa de mujeres junto con su abuela. “Nací en el paisaje de Maipú donde viví hasta que me independicé, a los 26 años. La dinámica era de dos mujeres adultas que trabajaban: mi mamá en su pega y mi abuela en la casa. Con mi abuela tuve una relación más amistosa, más cómplice, y mi mamá era quien ponía las reglas”, recuerda Pía.
De su padre, no se hablaba. Ella tampoco preguntó. “Fue cero tema. Es que mi mamá siempre recalcó que nuestra familia era así y que las cosas eran como eran. Creo que cuando eres chica y tienes una realidad tan construida y no ves fallas, no las cuestionas”, piensa Pía.
“Cuando eres tú y tu mamá el concepto de familia muta, se reduce y se amplía”, dice Alba. “Eres más cercana a las amigas de tu mamá, compenetrada con los familiares más adultos, y cuando no es suficiente estás obligada a encontrar más familia, encontrar hermanas en otros lados, en amigas. Es todo más abierto”. Alba cree profundamente en la particularidad de estas relaciones. De hecho, trabaja en su opera prima, Hijas únicas, cuya protagonista adolescente enfrenta la idea de que su única familia es su madre.
“En una familia de a dos es imposible no decirlo todo, no confrontarlo todo. Pienso que es una familia reflectante: la madre se ve en la hija, la hija se ve en la madre, no hay manera de dividirse”, dice Alba, quien reconoce que de niña sentía miedo de perder a su madre. “Es lo peor que me podría haber pasado. Si yo hubiera tenido 5 años y mi mamá no volvía, no iba a tener a quien recurrir. Era un miedo muy vívido a perder lo único que tienes”, dice.
Ser mamá sola
Yenny Maturana (51) tiene un taller mecánico y un único hijo: Javier. Si bien Yenny quedó embarazada dentro del matrimonio, en 1987, siempre se vio sola en el embarazo y en la crianza, situación que se acentuó cuando, tras diez años de matrimonio, decidió separarse. “Viví el embarazo prácticamente sola y en general estuve sola, ayudada por mi madre. Estuve casada 10 años, pero mi matrimonio fue muy solitario”.
“Cuando me separé lo pasé mal, me trataron muy ma. Me decían que no importaba lo que hubiera hecho el hombre, que había que perdonarlo”, comenta. Tras la decisión, Yenny abandonó la casa que compartía con su ex. “Agarré a mi hijo y me fui. Le prometí que íbamos a estar un mes en la casa de la abuela y me aboqué a cumplir eso. Yo nunca había trabajado, pero eso no me impidió hacerlo”, recuerda. Yenny consiguió rápidamente un trabajo en ventas, donde tuvo que enfrentar los prejuicios de presentarse como una madre separada.
“Me enfrenté a juicios de quienes asumieron que si era una madre soltera era porque había hecho algo mal, que tenía la culpa de algo. En un momento fue muy difícil, pero a medida que vas pasando esas barreras, también es algo que te llena. Demuestras quién eres realmente, la fuerza que tienes, y te ganas el respeto”, dice Yenny.
Hijas legítimas
A Pía Vargas su familia de mujeres nunca le pareció extraña, pero sí diferente. “De ese ‘diferente’ que no está cargado de ningún juicio, simplemente es. Yo no siento que me faltara nada. Creo que esas ideas vienen del entorno, porque la sociedad que no reconoce que hay muchos tipos de familia”, dice.
“Recuerdo que siendo muy chica leí una noticia sobre esta ley que había en Chile sobre la distinción entre hijos legítimos, que eran los nacidos dentro de un matrimonio, y los ilegítimos. Saber que yo podía ser considerada ilegítima me hizo sentir mal, como si mi existencia estuviera mal. Esas cosas violentan, molestan y sobre todo insegurizan”, piensa Pía. “Por lo menos eso ya no existe”.
“Nunca me pareció raro que fuéramos solo mi mamá y yo”, cuenta Alba. “Cuando me di cuenta cómo eran las otras familias, todos los papás de mis amigas se empezaron a separar y todas quedaron solo con las mamás o solo con los papás. Igual le preguntaba a mi mamá dónde estaba mi papá, pero me encantaba que fuéramos las dos. Aunque teníamos piezas separadas, igual dormíamos juntas, éramos como un mismo cuerpo”, dice.
Aun así, Alba recuerda haber visto a su madre ser discriminada. “En algunos trabajos, en algunos colegios, no estar casada, ser madre soltera, era heavy y también había, desde mi experiencia, una lógica de querer ayudar a ‘la pobre mujer que quedó embarazada’. Amigas de mi mamá que tenían menos plata que ella, le regalaban cosas para mí, como por pensar que porque no tenía hombre tenía una situación económica peor, y muchas veces no era así. Mi mamá me transmitió que siempre se sintió rara con eso, como si el mundo le trataba de decir que no podía cuidar sola a una hija”. Alba piensa que ser una familia de a dos implica tener mucha libertad tanto para las madres como para los hijos, “eres más independiente, estás obligada a crecer más rápido, a compartir las responsabilidades", reflexiona. “La madre cuida a la hija, la hija cuida a la madre. Y juntamos uno se hace cargo de sacar el barco a flote”.