A mis 33 años estoy embarazada por primera vez. Hace mucho tiempo que tenía ganas de ser mamá, pero me tocó esperar. Después de once meses intentándolo, la noticia que estábamos esperando finalmente llegó. Cuando la supimos todo se convirtió en magia, alegría y emoción.
Cuando nos enteramos de que íbamos a ser papás a los primeros que les contamos fue a mis padres. Yo apenas tenía 6 semanas de gestación. Recuerdo que fue un día muy temprano en la mañana, veníamos de vuelta de hacernos la primera ecografía donde escuchamos sus latidos. Partimos a la casa de mis papás y al llegar los encontramos acostados. Les dijimos que teníamos que hablar con ellos, al parecer no se lo imaginaban. Les conté que tenía que suspender un viaje programado al extranjero porque iban a ser abuelos. Nos abrazamos los cuatro y nos emocionamos juntos. Ellos querían nuestra felicidad y tenían claro que queríamos esto más que nada en el mundo. Por eso cada vez que me acuerdo de ese momento me emociono. Y aunque ya son abuelos chochos de otros tres nietos deliciosos, están felices de que otro se sume al clan.
Ya cumpliendo 34 semanas de embarazo, y a pesar del contexto de la pandemia y crisis social que he vivido en todos estos meses, ha sido una etapa maravillosa. He podido disfrutar mi embarazo tranquila, compartiendo mucho con mi marido, acompañándonos, soñando y esperando a nuestro hijo con todo el amor del mundo.
Este tiempo me ha llevado a darme cuenta de que los niños que están por nacer vendrán a cambiar el mundo. Serán seres humanos con más conciencia de la Tierra, del cuidado y la empatía. Aunque han sido tiempos duros y difíciles, mis pensamientos no se han ido al lado negativo, a creer que lo estoy trayendo a un lugar terrible o que llegará en el peor momento. Estoy convencida de que llegará a nuestras vidas a enseñarnos, a llenarnos de amor.
A pesar de eso, hay algo que me ha mantenido intranquila: la ausencia permanente de mi mamá. Y es que a pesar de que hace unos días la vi por unas horas, estábamos separadas desde mediados de enero de este año. Primero porque se fue de vacaciones al sur y luego porque al volver justo empezó pánico por el coronavirus. Y decidimos seguir todas las recomendaciones. No nos reunimos con la familia para protegernos y para protegerlos. No asistimos a ningún tipo de evento social. Y mientras tanto, mi embarazo seguía avanzando.
Pertenezco a una familia grande, muy achoclonada, con hartos hermanos y hermanas. Siempre hemos sido de los que nos vemos todos los fines de semana, pero por mi seguridad dejé de verlos el 16 de marzo. Desde esa fecha solo hemos tenido llamadas telefónicas y videollamadas.
Me ha costado tener a mi mamá, pero no poder estar cerca de ella. Me duele profundamente que en estos meses no haya visto crecer mi guatita. Sobre todo me cuesta porque sé lo importante que es tener a la mamá cerca cuando uno también va a ser mamá. No la tengo para compartir mis emociones, mis preocupaciones. No puedo verla y con ella calmar mis temores. Sé que está, pero es difícil sentir su contención, seguridad y sabiduría de mamá sin poder verla. Mi mamá tuvo 6 hijos y siento que sabe ser mamá. Y lo hace de manera excelente.
Me es inevitable pensar en una mejor compañía que ella para tener consejos en este proceso. Fue ella la primera persona a la que acudí para llorar en sus brazos en un momento de tristeza al estar intentando embarazarme y que no resultara. Solo quería que ella me abrazara y me dijera que todo iba a estar bien. Que me entregara ese calor que solamente mi mamá me podía dar. Volver al útero materno. Y así fue.
Aunque no la vea igual siento que de alguna forma está muy cerca y eso me conforta. Siento su cariño, pero echo de menos el contacto piel a piel que es tan necesario de sentir, al menos para mí. Más que miedo, inseguridad o angustia, me da pena no poder compartir como a mí me gustaría o como soñé la llegada de mi hijo, con mis papás en primera fila esperando el nacimiento, porque para mí no hay felicidad si no se puede compartir.
Con mi mamá hablamos por teléfono y WhatsApp, me manda cositas a mi dirección y me las deja en conserjería y eso también tiene algo de magia y de sorpresa. Ella busca la forma de estar presente con sus tiernos comentarios de cómo estoy preparándome para su llegada, ordenando y adornando su pieza. Le gustan mucho los detalles y yo también me preocupo de mostrárselos a través de videos y fotos, porque sé que goza con eso. Así que ad portas de la llegada de esta personita tan esperada, me doy cuenta que mi mamá sí está cerca.
La distancia física nos separa y me debo resignar, quizás, a que me vea después de mi parto. A tener que vivir ese momento tan importante sin su compañía y a aceptar que podrían incluso pasar meses antes de que conozca a mi guagua. Me ha costado, pero he tenido que aprender a aceptar que es muy probable que en la clínica seremos sólo nosotros tres.
El día que pude verla fue un momento muy alegre, pudimos abrazarnos y ponernos al día. Mi mamá me pudo ver como yo quería que me viera: feliz y con guatita. Fue un momento que se convirtió en una tarde que seguramente pasará a la historia de mi vida para contar. Fue sin lugar a dudas el mejor regalo adelantado para ambas para el Día de la Madre. Un momento para atesorar, porque no sabemos cuándo nos volveremos a ver.
Charlotte es psiquiatra infantil.