Entre 1995 y 1997 se realizó en Kaiser Permanente –el centro de medicina integral con sede en California, Estados Unidos– la investigación más grande que se haya hecho respecto al abuso y negligencia infantil y sus posibles repercusiones en etapas posteriores de la vida.
El estudio, que medía las experiencias adversas vividas durante la infancia (Adverse Childhood Experiences o ACE como se las denomina en el campo de la neurociencia) y las condiciones actuales del estado de salud y comportamiento de los más de 17.000 encuestados, dio cuenta que el 64% había vivido a lo menos una experiencia negativa en su niñez y un 12,5% había experimentado cuatro o más. Dentro de los posibles eventos adversos se encontraban, por ejemplo, haber vivido situaciones de abuso; que un familiar cercano haya sido alcohólico o drogadicto; haberse sentido humillados o insultados por el núcleo familiar; o haberse sentido desprotegidos en sus propias casas.
Además de dar cuenta de la frecuencia con la que los niños se enfrentan a adversidades, el estudio reveló que estas experiencias podían tener un efecto en la salud a largo plazo de las personas y podían contribuir al desarrollo de enfermedades crónicas. Podían también incidir en la sexualidad –aquellos que declararon vivir más situaciones ACE tenían mayores probabilidades de haber tenido una enfermedad de transmisión sexual– y podían afectar la percepción del tiempo y la realidad; aquellos que presentaban cinco ACE o más tenían seis veces más probabilidades de tener grandes lagunas mentales en sus recuerdos de la infancia.
Los especialistas concuerdan en que las experiencias traumáticas vividas durante la infancia, por más subyacentes que hayan permanecido, traspasan las barreras de la edad y se manifiestan, de alguna u otra manera, en la adultez. Lo dijo en su libro The Deepest Well: Healing The Long Term Effects of Childhood Adversity, la pediatra y autora estadounidense, Nadine Burke Harris, quien explica que muchas de las dificultades que se nos manifiestan de adultos encuentran su origen en estas situaciones adversas vividas durante la infancia y sus consecuencias de larga duración, que inciden incluso en nuestros organismos y pueden llegar a cambiar nuestros sistemas biológicos. Lo plantean también en sus estudios The National Child Traumatic Stress Network (La Red Nacional de Estrés Traumático Infantil de Estados Unidos), al establecer que existe una relación directa entre el trauma infantil y ciertos comportamientos de alto riesgo durante la adultez, así como también con el desarrollo de enfermedades crónicas y cardíacas.
Así también lo explica el psicoanalista y académico de la Clínica de Psicología de la Universidad Diego Portales, Felipe Matamala, quien advierte que hay una gran cantidad de traumas de origen sexual o de violencia cuyas manifestaciones aparecen muchos años después de que ocurra la experiencia traumática en sí. Los pacientes, según dice, solo se dan cuenta después de que un evento en particular actúa de detonante. “Si bien los psicoanalistas logramos percatarnos de ciertas sintomatologías en la infancia misma, gran parte de los pacientes que viven una experiencia traumática de chicos solo se da cuenta –o recuerdan haberla vivido– en un periodo posterior. Hay personas que vivieron situaciones de abuso y no lo trabajaron a tiempo, ya sea porque su familia no se dio cuenta o porque la misma persona se resguardó de esa experiencia y la olvidó, que solo perciben el trauma después de que una situación en particular, como por ejemplo un encuentro sexual, les hace recordar la experiencia”.
Esto se debe a que gran parte de la experiencia traumática queda automáticamente escindida o guardada en nuestro aparato psíquico, como un mecanismos de defensa activo con el que buscamos protegernos de manera consciente e inconsciente. A esto se le llama, en el campo del psicoanálisis, la cristalización o encriptación del trauma, y no hay cómo controlar cuándo o cómo se va a manifestar.
La cristalización del trauma
Según explica el psicoanalista Felipe Matamala, cuando vivimos un trauma nos defendemos como podemos, de manera consciente e inconsciente. En ese proceso de defensa psíquica, nuestra mente suele disociarse de la experiencia o, eventualmente, apropiarse de ella mediante los sueños traumáticos, por ejemplo. De todas formas, al no ser abordado y conversado en su momento, hay una fracción de ese episodio traumático que no logramos procesar a nivel mental y que aparece tiempo después de múltiples maneras, ya sea asociado a angustias cuya procedencia es indefinida y poco identificable o a enfermedades del tipo psicosomáticas.
“Dado que la experiencia traumática nos afecta a nivel del “yo”, es decir cómo nos relacionamos con la realidad, hay una parte que resguardamos u olvidamos. Y lo hacemos, justamente, para protegernos de ese dolor. A esa parte no podemos acceder mediante el lenguaje y los recursos de conversación, pero tarde o temprano se evidencia y se hace parte de nuestra corporalidad, es decir, se manifiesta en enfermedades crónicas normalmente autoinmunes o aparece en una generación siguiente”, explica Matamala.
Y es que en 1997 el psicoanalista francés Serge Tisseron, quien se ha dedicado a estudiar los secretos ligados al trauma, planteó en su libro El psiquismo ante las pruebas de las generaciones que hay una parte de la población que muestra cierta sintomatología sin que le haya pasado algo puntual, o sin un motivo aparente, y esto se puede deber a las experiencias traumáticas no procesadas, incluso por generaciones anteriores. “El trauma tiene una forma de manifestarse a través de la población por medio de la corporalidad, pero también en episodios psicosomáticos que son inexplicables desde el punto de vista de la realidad entendible. Y muchas veces lo que no fue trabajado, pensado o conversado en una terapia, se transmite de generación en generación. Es por eso que hay un alto porcentaje de enfermedades psicosomáticas –como el lupus o la fibriomialgia– que encuentran su origen en experiencias traumáticas no procesadas”, explica.
El psicoanalista de la Universidad Adolfo Ibáñez, Claudio Araya, señala que las situaciones de incertidumbre como la que estamos viviendo ahora, producto de la crisis sanitaria a nivel mundial, reviven o hacen resaltar nuestras experiencias traumáticas no procesadas. “Ante esta vulnerabilidad aparecen patrones habituales de respuesta y también dolores o situaciones que no hemos resuelto, porque este contexto tiene la capacidad de visibilizar y remover algo que está ahí. En ese sentido, si es posible buscar apoyo, esta puede ser una oportunidad para abordar temas que han permanecido ocultos y re-significarlos desde el auto aprecio y abrazando la vulnerabilidad”.