Tusi: la normalización de una droga que avanza en silencio

Tusi - PAULA

Una droga que antes se asociaba a fiestas electrónicas y círculos de alto poder adquisitivo hoy circula en contextos juveniles cada vez más diversos, incluidos los más vulnerables. Su creciente presencia y la baja percepción de riesgo que genera en quienes la consumen plantean una alerta sobre sus efectos en la salud mental, las relaciones y el entorno social de los jóvenes.




Un polvo rosado, una fiesta, una noche cualquiera. La escena podría parecer sacada de un videoclip de reguetón o de una historia de Instagram. Pero lo que hay detrás de esta “cocaína rosada” —como muchas veces se le llama erróneamente al tusi— es bastante más complejo. Y también más preocupante.

¿Qué es exactamente el tusi? Pese a su popularidad reciente, hay mucha desinformación sobre qué contiene y cómo circula en el país. Originalmente, el término se refiere al “2CB”, una sustancia sintética de origen estadounidense y de alto costo. Sin embargo, en Chile se comercializa una versión falsa, también llamada tusi, que suele estar fabricada con ketamina y otros componentes con los que se adultera. Esta mezcla busca generar efectos similares, pero resulta más riesgosa y adictiva.

Su consumo ha aumentado con una velocidad sorprendente. Según los informes anuales del Observatorio del Narcotráfico de la Fiscalía, el número de drogas sintéticas incautadas ha crecido un 7.000% entre 2010 y 2019. En el informe de 2022 se dio cuenta de un aumento exponencial específicamente de las incautaciones de ketamina, pasando de valores cercanos a 0 en 2015 a 693,55 kilos para el 2021.

Democratización del consumo

El consumo de tusi no solo ha crecido en frecuencia, sino que también se ha ampliado en alcance. Expertos hablan de una “democratización” en el acceso a esta droga, cuyo perfil de consumidores ya no está tan segmentado socioeconómicamente. Hace algunos años, su uso se concentraba principalmente en jóvenes de sectores medios y altos, y se limitaba a eventos festivos específicos, de manera esporádica. Pero esa realidad ha cambiado: hoy, esta droga sintética —más barata y accesible que antes— circula en contextos mucho más diversos.

Frente a este fenómeno, un grupo de investigadores del Centro de Justicia y Sociedad de la Universidad Católica, con el apoyo del Centro de Políticas Públicas UC, realizó un estudio durante 2024 que analiza cómo ha evolucionado el consumo de tusi entre jóvenes y cuál es su impacto, especialmente en poblaciones más vulnerables.

“Si bien se ha mantenido relativamente estable el rango etario y la mayor prevalencia de consumo en hombres que en mujeres, la frecuencia del consumo y los contextos en que se consume han variado. En una sociedad desigual como la nuestra, la penetración de estas sustancias en sectores y poblaciones que enfrentan mayores niveles de exclusión social ha agudizado la problemática y sus consecuencias”, dice Catalina Rufs, coautora del estudio.

Una droga más suave (¿lo es?)

Uno de los grandes hallazgos de la investigación realizada por los profesores UC fue la percepción generalizada entre los jóvenes de que el consumo de tusi no representa un riesgo real para la salud y que, incluso, sería menos adictivo que otras sustancias, como la pasta base, conocida en ese mismo lenguaje juvenil como “la perdición”.

“Muchas de sus amistades consumen tusi, muchos jóvenes saben cómo preparar algunas de estas sustancias y hay amplia normalización y aceptación de ello —hallazgo que también ha sido encontrado en otros estudios—. Esto contrasta de manera drástica con la percepción de personas expertas y profesionales que trabajan haciendo intervención respecto de las graves consecuencias que genera en términos biopsicosociales”, advierte la investigadora.

El estudio también revela que el incremento en el consumo y tráfico de drogas sintéticas en Chile no se ha distribuido de forma homogénea. “Evidencia de esto es lo que se ha podido observar en jóvenes que están en conflicto con la ley, quienes representan una de las poblaciones con mayores niveles de exclusión social en el país y trayectorias de mayor adversidad”, explica Rufs.

Una encuesta de 2022, solicitada por el Servicio Nacional para la Prevención y Rehabilitación del Consumo de Drogas y Alcohol (SENDA) y aplicada a esta población juvenil, confirmó una realidad alarmante: el consumo de tusi y ketamina era cerca de 40 veces más alto que en la población general. “Este grupo presenta un patrón de consumo más complejo, asociado al policonsumo de sustancias, a un significativo mayor nivel de adversidades y trauma en la niñez y adolescencia, y a una mayor presencia de problemas de salud mental”, dice Pablo Carvacho, investigador principal del estudio.

Más allá de ese dato, el estudio desmitifica algunas creencias sobre la relación entre consumo de tusi y la comisión de delitos. Estas drogas no se usan principalmente para delinquir: su presencia se asocia más bien a momentos de celebración o relajación posteriores. “Dado los efectos que produce el tusi y la ketamina de ‘volarte’, la motivación de su consumo en general es querer relajarse o disociarse del momento en el que están. En ese sentido, entre quienes cometen delitos, en general con fines económicos, el tusi y la ketamina es una droga que estaría más ligada a momentos de relajo luego de haberlos cometido, y no a usarla para la comisión de ellos. Antes de cometer un delito se preferirían otras sustancias más activantes para lidiar con el temor y la ansiedad, pero no perder facultades físicas y mentales”, explica Carvacho.

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¿Qué pasa con las mujeres?

Aunque el consumo es más alto en hombres jóvenes, el estudio invita a mirar con atención lo que ocurre en mujeres. “El auge relativamente reciente de este tipo de drogas viene de la mano con una gran brecha del conocimiento. Una de las dimensiones de esa brecha es la de género, para comprender las razones detrás del consumo y consecuencias en hombres y mujeres. Históricamente, se ha evidenciado que las diferencias de consumo en alcohol y drogas tienen raíz en desigualdades y diferencias más estructurales de género, en las formas de educación y socialización y los estereotipos, pero falta comprender de manera más específica cómo esto se reproduce y expresa para este tipo de drogas en particular”, señala Catalina.

“Cabe mencionar que hay otras aristas que emergen en este tema: por ejemplo, la falta de perspectiva de género transversal en los programas de salud y tratamiento de consumo de drogas de la cual cada vez existe mayor conciencia y se explicita en los planes nacionales, o también, el uso consentido o no consentido de estas drogas en contextos de violencia sexual”, advierte.

Prevenir sin estigmatizar

Hablar de drogas sin caer en el sensacionalismo es un desafío. Y al mismo tiempo, es urgente. “Tenemos que generar campañas informativas claras, sin estigmatizar, que hablen directamente a los jóvenes en sus propios códigos. Desmitificar no significa criminalizar. Se trata de informar, abrir espacios de ayuda confidenciales y trabajar con instituciones educativas, de salud y de niñez con una mirada de trauma y reparación”, propone Pablo Carvacho.

El estudio también propone una serie de acciones concretas para enfrentar el fenómeno de forma integral. Entre ellas, destaca la necesidad de contar con testeo de sustancias para conocer su composición real, regular el acceso a precursores químicos utilizados en su fabricación y reforzar los programas de salud mental en jóvenes, sobre todo en contextos de mayor vulnerabilidad.

A esto se suma la urgencia de diseñar políticas de prevención y tratamiento que incorporen un enfoque de trauma —considerando que muchos de los jóvenes con consumo problemático han atravesado experiencias de abandono, violencia o exclusión—, así como una perspectiva de género. También se propone fortalecer la reinserción escolar con apoyos adaptados a las trayectorias de vida de estos jóvenes, y capacitar a profesionales de distintas áreas (educación, salud, justicia, trabajo comunitario) en detección temprana, acompañamiento y abordajes no estigmatizantes.

En el centro de todas estas estrategias, dicen los autores, debe estar el principio de no juzgar. “Abrir espacios seguros, accesibles y libres de estigma para hablar de estas experiencias es clave para construir respuestas efectivas”, afirma Rufs.

Lo que a primera vista podría parecer una decisión individual o una moda pasajera —una bolsa rosada, una noche cualquiera— refleja, en realidad, una problemática más profunda. La expansión del consumo de tusi entre jóvenes y su normalización en distintos sectores sociales, especialmente en contextos marcados por la exclusión, plantea desafíos concretos para las políticas públicas y requiere respuestas coordinadas en salud, educación, prevención y acompañamiento.

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