LA PREGUNTA
“Hace dos años fuimos de vacaciones al sur de Chile, mi marido, mi hijo de siete años, mi padre y yo. Recuerdo que estábamos muy felices de disfrutar unos días juntos y teníamos planeado muchos paseos familiares. El día que llegamos a Lican Ray, fuimos a almorzar a un restorán que nos habían recomendado. Ya dispuestos en una de las mesas del local, pedimos la especialidad de la casa: una exquisita parrillada. Mientras disfrutábamos de la comida, mi padre comenzó a darse golpes en el pecho con desesperación y fue cuando todo se volvió dramático. Se había ahogado con un trozo de carne. Me paré y le hice la maniobra de Heimlich, pero no hacía efecto, y entonces comenzamos a pedir ayuda. En ese momento llegó a auxiliarnos otra persona quien logró que mi padre escupiera el trozo de carne. Fue una situación muy estresante para nosotros, los adultos, pero también para mi hijo, que por varios días siguió hablando de lo que le había sucedido.
Al regreso de esas vacaciones mi hijo empezó a tener problemas para comer. No quería platos que tuvieran carne y todo lo masticaba muy lento. Un día comiendo unas galletas, pensó que se estaba ahogando y comenzó a llorar y a gritar que lo ayudaran, pero nada de eso le estaba ocurriendo. Claramente la situación vivida con mi padre lo había traumado. Sin embargo con el tiempo fue olvidando ese recuerdo, y por un tiempo dejó de sentir miedo.
Hace pocos días, tomando desayuno el fin de semana, mi marido se ahogó con un trozo de pan y la situación fue tan trágica como la que vivimos con mi padre. Hoy, nuevamente mi hijo tiene miedo de ahogarse. Se demora casi dos horas en terminar su plato y me pide que todo se lo corte muy pequeño. Hemos tratado de contenerlo pero sigue muy afectado”.
Lourdes, 41 años.
LA RESPUESTA
“El trauma se produce cuando la persona vive una emoción tan intensa o perturbadora, que el cerebro se alarma y produce una sustancia llamada Cortisol, que bloquea el procesamiento del hipocampo –parte del cerebro que permite darle sentido y poner en palabras las experiencias–, por lo que el trauma se almacena en la amígdala cerebral, que es la que ayuda a controlar las emociones. Así, el recuerdo intenso y perturbador queda guardado separado de la red de memoria adaptativa, y por eso, se dice que el trauma se revive una y otra vez. Esto, porque el recuerdo ha quedado intacto, fragmentado, sin procesar, mal almacenado y provoca síntomas y sufrimiento”, explica María Isabel García, psicóloga clínica EMDR (@garciavermehren).
La especialista cuenta que se han hecho estudios a bomberos que participaron en los rescates de las Torres Gemelas y soldados que lucharon en Vietnam, por ejemplo, y estos señalan que el 80% de ellos son capaces de elaborar estos eventos naturalmente, sin terapia y dentro de los primeros 6 meses. Pero existe un 20% de estas personas que no son capaces de procesar e integrar a sus redes naturales de memoria los eventos perturbadores, por lo que podrían necesitar terapia. “Los síntomas y muchas dificultades clínicas sin base orgánica clara, tales como dolores de cabeza o estómago recurrentes, crisis de angustia, entre otros, podrían ser manifestaciones de que el procesamiento de experiencias perturbadoras, ha quedado incompleto o almacenado de manera disfuncional en el cerebro”, dice García.
En el caso de los niños, el cerebro está en formación y para que una experiencia se constituya en un trauma dependerá de la gravedad del incidente, de la edad del niño, de la permanencia de la amenaza, de la calidad de los vínculos de apoyo y la personalidad, entre otros factores. Al respecto, García señala que: “Cualquier situación que por su intensidad, duración o por ser percibida por el niño como una amenaza que sobrepasa sus capacidades para enfrentarla y mantenerse confiado, puede constituirse potencialmente en un trauma, especialmente si no existen las redes de apego y contención adecuadas que permitan que la niña o niño vuelva a sentirse seguro”.
Experiencias grupales en la que los niños se sientan criticados o descalificados, y situaciones cotidianas, como por ejemplo, que los lleguen a buscar tarde al colegio o quedarse solos en casa, aunque sea por un breve lapso y especialmente si está oscureciendo, podrían significar un trauma para ellos.
Magdelana Calvo (@psicoartemagdalena), psicóloga infanto juvenil y perinatal, explica que para que una vivencia se transforme en trauma debe existir un contexto carente de contención. “El apego seguro es un amortiguador, es ‘un colchón emocional’ de experiencias difíciles y estresantes. Niños con apego inseguro o desorganizado, se verán con menos herramientas para afrontar esas situaciones porque el lente que han construido muestra que el mundo es amenazante, impredecible y ellos menos capaces, más desvalidos. Por lo tanto, el tipo de apego actúa como un mediador de la experiencia traumática que puede amplificar o atenuar el impacto del niño o niñas. Incluso en aquellos con temperamento más sensible –que se estresan más fácilmente ante determinadas situaciones–, si cuentan con alguien sensible que logre leer lo que le pasa y responda oportunamente a sus necesidades, la experiencia dolorosa tendrá menos impacto en todas las áreas de desarrollo”.
Conductas agresivas, irritabilidad, cambios abruptos de ánimo, mayor sensibilidad, tristeza, llanto frecuente, aislamiento, temores, trastornos del sueño, dolores de cabeza, estómago y cuerpo, y disminución en el rendimiento escolar, pueden ser algunos de los síntomas de que algo les ha sucedido a nuestros hijos. En su proceso, señala Calvo, es muy común que los niños/as no puedan hablar de lo ocurrido porque el recuerdo está bloqueado. Por ejemplo, pueden quedar en blanco o paralizados literalmente ante algo que gatille el recuerdo, y si lo cuentan lo hacen de manera plana y sin tono emocional que nos dé cuenta de esa emoción.
“El psicólogo chileno Felipe Lecannelier ha señalado “que somos un país altamente internalizante”, lo que en términos simples significa que generalmente nos guardamos lo que sentimos, actitudes que también se manifiestan en los niños y niñas. La presencia de una pandemia de salud mental infantil, como él ha llamado a la situación preocupante de la niñez en el país –de acuerdo a resultados de diversos estudios nacionales e internacionales–, llama la atención sobre el sufrimiento “silencioso” que pueden estar viviendo muchos niños y niñas en Chile”, agrega Calvo.
Aprender a contenerlos
Estar atentos a las señales que entregan las niñas y niños en la vida cotidiana y tomar en cuenta sus manifestaciones emocionales, es el primer paso para contenerlos. Estar disponibles a observar y escucharlos sin enjuiciarlos es una estrategia adecuada para acceder a sus preocupaciones. “Todo esto requiere de la presencia física de un adulto disponible. Hoy se sabe que no basta con la calidad de tiempo con los hijos, sino que la cantidad también es relevante para poder generar espacios regulados, consistentes, a veces lúdicos y otros estructurados como la presencia de horarios y rutinas que devuelven la seguridad y confianza debilitada”, manifiesta García.
En la relación con ellos es importante hacerles saber con palabras, pero sobre todo con la conducta, que estamos ahí, disponibles para acompañar y sostener el proceso de expresión y elaboración de la experiencia traumática. Así lo cree Calvo, quien sostiene que es fundamental permitirles que manifiesten sus emociones, sin juzgarlas ni etiquetarlas como buenas o malas. “En estos casos no es que ellos quieran “manipular” o que sea de mañosos, es algo que les pasa y no saben de qué manera gestionarlo”.
Abordar una conversación tranquila con hijas e hijos sobre sus sentimientos, no es algo fácil de realizar. Por eso hay que buscar oportunidades naturales para tratar el tema, ojalá en un lugar tranquilo y cómodo para ambos. Cuando no sabemos cómo empezar, una buena idea –explica Macarena Born Aspillaga, psicóloga infanto juvenil de Clínica Las Condes– es leer algún libro o cuento que haga referencia a la situación traumática. “Luego dar pie a la conversación, compartiendo también los propios sentimientos. Con algunas niñas y niños, en especial los más pequeños, a quienes les cuesta expresar sus emociones a través de palabras, podría ser de gran ayuda pedirles hacer un dibujo y comentarlo, mirar fotos, compartir recuerdos o contarles historias o cuentos. En general, en las conversaciones que tengamos, es preferible no entregar mucha información para no abrumarlos, preguntarles qué entienden de lo que ha sucedido y limitarse a dar respuesta a sus propias preguntas. Asimismo, dejarles claro que cuando tengan alguna duda, nos podrán preguntar cuantas veces quieran. Lo mejor es responder con honestidad y claridad, de acuerdo a su edad. Si no tenemos una respuesta, es mejor reconocerlo y decirles que cuando la tengamos les contestaremos”.
Otra alternativa para cercanos a los hijos pequeños es a través del juego, que es lenguaje propio de los niños. “A través del juego espontáneo y libre podré conocer sus fantasías, preocupaciones y temores. Esculturas con plasticina, greda, palitos, figuras, muñecas, permitirán crear mundos y escenas que mostrarán contenidos que, si estoy cerca o atenta, podré tomar como elemento de observación e intervención. No siempre es necesario hablar, a veces los adultos creemos que es la única manera de sanarse, pero los niños despliegan sus recursos a través del juego y les incomoda que todo se transforme en conversación sobre diferentes temáticas. El juego en sí mismo es sanador”, dice García.