Nunca es tarde
Helen Downie: Tomar el pincel a los 48 años y terminar colaborando con Gucci
Cuando tenía 48, después de haberse dedicado en exclusiva al cuidado de sus cuatro hijos, de haber superado la adicción al alcohol y también un cáncer de mama, la londinense Helen Downie compró lápices y pinceles y se puso a pintar. No lo hacía desde que tenía 14. Entonces, abrió una cuenta en Instagram para mostrar su trabajo artístico (@unskilledworker), y lo que vino fue sorprendente: además de cautivar a miles de seguidores, llegó a ella el fotógrafo Nick Knight –fundador de Showstudio y experto en encontrar talentos–, quien la puso en contacto con las marcas Alexander McQueen y Gucci.
Dos años después, en 2015, cuando ya había cumplido 50, vino el éxito inesperado. Comenzó a colaborar con Gucci; su obra se expuso en grandes murales en Londres, París y Nueva York; la revista especializada Business Of Fashion la consideró como una de las personas más influyentes en el área; su obra comenzó a exponerse en importantes museos y galerías en Madrid, Londres, Hong Kong, Seúl, Milán, Tokio y Shanghái; y su trabajo ha sido reseñado y documentado extensamente en Artnet, The New York Times, Vanity Fair, Vogue, Dazed, Harper’s Bazaar e iD.
Su pintura es inocente y perversa a la vez. Especialmente reconocible, y con un trabajo notable en los ojos grandes de cada uno de sus personajes. “Mi camino ha sido autodidacta. Pese a la alta competitividad, creo que es posible hacer carrera sin ir a una gran escuela, trabajando de manera infatigable hasta reconocerte en lo que haces. Es un mundo difícil y fragmentado, pero las redes sociales ayudan a mostrar lo que hacemos”, ha dicho Downie.
Frank McCourt: Escribir el primer libro a los 66 (y que sea un éxito arrollador)
Un profesor jubilado llamado Fran McCourt, a sus 66 años, escribió una novela por primera vez. Y alcanzó un éxito descomunal. El libro Las cenizas de Ángela (1996) estuvo más de dos años encabezando la lista de las más leídas, según el suplemento literario del New York Times, fue traducida a decenas de idiomas y en solo tres años fue llevada al cine por el destacado director de cine Alan Parker. ¿Cómo fue posible que una novela debut –escrita por alguien que se inició tarde en las lides literarias– haya tenido tanto éxito?
Probablemente la respuesta está justo ahí, en su edad: McCourt necesitaba varios años para elaborar y mirar con suficiente lejanía y un poco más de paz, su propia niñez. Y para eso tenía que pasar tiempo.
La infancia de Frank estuvo llena de miserias. Vivía junto a su padre alcohólico y su madre depresiva en un sótano sin baño y lleno de plagas, junto a tres hermanos más, en el que entonces era el país más pobre de Europa: Irlanda, en la ciudad de Limerick, donde comer un huevo era un lujo. Por eso solían alimentarse solo de té y pan. A veces pensaba que sería mejor estar preso, pues al menos tendría asegurada la alimentación en una cárcel. Ya en la década del 40, cuando cumplió 13 años, Frank comenzó
a trabajar para ayudar a su madre y hermanos –su padre se había ido de casa– y también para reunir el dinero e irse a Estados Unidos, a Nueva York, buscando un mejor destino. Lo hizo. Se fue, allá se enroló en el Ejército, y después logró estudiar para ser profesor. Terminó haciendo clases a chicos de secundaria por más de 30 años, especialmente en colegios más vulnerables. Dicen que acostumbraba a decir a sus estudiantes que su mejor material estaba en ellos mismos.
Y cuando Fran McCourt ya había jubilado y tenía 66 años, entonces aplicó ese aprendizaje consigo mismo. Porque su novela fue precisamente autobiográfica: en Las cenizas de Ángela narró con maestría, con ternura y humor, su propia infancia. La pobreza y las privaciones. “La mirada clara del libro
sobre la miseria infantil, su prosa incongruentemente melodiosa y optimista y su urgencia sincera tocaron una fibra sensible de lectores y críticos”, señaló el New York Times en la nota que dedicó cuando el profesor y escritor murió, a los casi 79 años de cáncer a la piel.
Carmen Herrera: Vender tu primer cuadro a los 89 y ser una estrella mundial a los 101
“Cuando era más joven nadie sabía que yo era una pintora. Ahora están empezando a saber que lo soy. Esperé mucho tiempo. Hay un dicho: ‘Si esperas el autobús, el autobús vendrá’. Yo digo que así es. Esperé casi un siglo para que el autobús viniera. Y vino”. Así resumió la propia Carmen Herrera su trayectoria como artista visual. Que primero pasó casi inadvertida –vendió su primer cuadro recién a los 89 años de edad, a pesar de haber pintado toda una vida– hasta terminar convirtiéndose en una estrella indiscutida del mundo del arte a los 100 años de edad. Cuando esta cubana radicada en Nueva York tenía 101, el Whitney Museum anunció una retrospectiva permanente de su obra. Pero antes de eso, trabajó casi en la total oscuridad, por seis décadas.
Herrera nació en Cuba en 1915. Sus padres, ambos periodistas, la inscribieron en clases de pintura a los ocho años, y cuando tenía 14, estudió en Paris. A los 24 años se casó con un profesor norteamericano y se mudó con él a Nueva York, donde siguió perfeccionándose en la pintura. También la pareja vivió cinco años en París, y se asoció con los intelectuales y filósofos franceses Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre. Herrera era una mujer tremendamente culta y formada, y en su campo artístico dominaba magistralmente la abstracción geométrica, así como el uso de las líneas simples y el contraste de colores. Pero nadie compraba sus obras. “Claro que me interesaba vender mi trabajo antes y me mortificaba no hacerlo, pero no soy comerciante”, dijo al diario El País en una entrevista que dio en 2010, cuando tenía 94 años y ya exponía en el Tate de Londres y en el MoMa de Nueva York.
“La gente se pregunta cómo el mundo del arte la descubrió tan tarde. En parte porque era mujer, cubana y no se vendía”, declaró su amigo pintor Tony Bechara en el diario La Vanguardia, luego de la muerte de Carmen Herrera, cuando ya había cumplido los 106 años. “Cuando le preguntabas si le afectaba que no la reconocieran decía que sí pero que esa situación le dio libertad para seguir haciendo lo suyo. Me decía: ‘Sigo explorando. Que te ignoren es una forma de libertad’”.
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