Como todas las tardes, esa tarde del 19 de marzo, el ingeniero civil y empresario Jorge Machicao recibió un beso de despedida de su mujer y de sus dos hijos menores, de 10 y 7 años, antes de salir de su casa en El Arrayán rumbo a su oficina en Toyotomi Chile, empresa de la que es socio y, hasta hace poco, gerente general.
–Que te vaya bien, papá– le dijo Lorenzo, de 7 años.
Jorge le guiñó un ojo. Luego, buscó con la mirada a Stefany, la enfermera, que de inmediato empujó la silla de ruedas hacia el jardín. El sol brillaba pero corría un poco de viento, por lo que Stefany lo cubrió con una manta de pólar de Colo-Colo, el equipo favorito de Jorge, y lo subió al furgón Ford, con ayuda de Poncho, el chofer que lo traslada desde que no puede moverse.
–¿Está listo?– preguntó Poncho mirando hacia atrás.
Jorge pestañó y el furgón se puso en marcha.
Jorge no puede mover ni un solo músculo de su cuerpo, salvo los ojos. Tampoco puede hablar ni comer por la boca. Se alimenta a través de una sonda en su estómago y cada una de sus inhalaciones suena amplificadamente: está con traqueotomía y respira con ayuda de un ventilador mecánico que siempre debe estar enchufado. desde que recibió el diagnóstico de esclerosis lateral amiotrófica, ELA, también conocida como Lou Gehrig Disease, una rara enfermedad degenerativa de tipo neuromuscular que afecta a una persona cada cien mil y que –aunque no hay cifras oficiales– padecen ochenta chilenos, según un cálculo estimado que lleva la agrupación ELA Chile. Se origina cuando unas células del sistema nervioso llamadas metaneuronas disminuyen gradualmente su funcionamiento y mueren, provocando una parálisis muscular progresiva. No se sabe por qué sucede. Tampoco existe un remedio para curarla o retrasar su evolución.
El furgón desciende por Las Condes, mientras Jorge observa por la ventana la congestión de Santiago. Tiene 47 años, dos matrimonios y seis hijos, con edades que fluctúan entre 7 y 19 años. Siempre fue un hombre sano –no fumaba, no tomaba, ni siquiera bebía café– y era muy deportista: dos veces por semana jugaba futbolito con los amigos y, el fin de semana, un partido de fútbol más competitivo en el Country Club. En lo profesional, fue el representante para Chile de los aviones para ejecutivos Falcon y quien trajo al país, junto a su primo y socio Bob Borovic, las estufas japonesas a parafina Toyotomi, que se han vendido como pan caliente. Estaba en la cresta de la ola, en 2008, cuando empezó a sentir que perdía fuerza en la pierna derecha. La enfermedad, diagnosticada meses después, siguió cumpliendo su nefasto pronóstico y fue paralizando, poco a poco, las extremidades, el diafragma, el cuello y la lengua, hasta quitarle el habla y la capacidad de tragar. Hoy mantiene un poco de movimiento en los labios que mueve pronunciando palabras sin sonido. Pero sus ojos están intactos, al igual que su mente, por eso puede seguir comunicándose: Jorge escribe mediante un computador llamado MyTobii, cuya pantalla reconoce el movimiento de los ojos, hoy, más que nunca, llenos de viveza y expresión.
A las dos de la tarde Jorge llega a su oficina en Las Hualtatas. Le toma varios minutos descender del furgón, con ayuda de Stefany y Poncho. Ya no se instala en la oficina de la gerencia, en el segundo piso, sino en una más accesible, en el primero, donde se realizan todas las reuniones con sus socios. Mantenerse activo es esencial para él, que siempre fue trabajólico. Por eso sigue trabajando de lunes a viernes, de dos a ocho de la tarde. "Estaría muerto si no hubiera seguido haciendo lo que me gusta. Continuar con mi vida lo más parecida a lo que era antes es un compromiso que tengo conmigo mismo", escribe Jorge en el computador, seleccionando con los ojos letra a letra en la pantalla. Hoy, acepta compartir sus vivencias y reflexiones pensando que puede animar a otras personas con ELA o con limitaciones físicas a salir del enclaustramiento y la depresión. Este es su testimonio, recogido durante un mes de conversaciones por mail y un encuentro en Zapallar, donde pasó las vacaciones con su familia.
La noticia
La noticia "Las primeras señales de que algo estaba fallando en mi cuerpo fueron jugando fútbol. Me caía en la cancha sin que nadie me empujara. Como se dice en la jerga futbolística, me marcaba solo, y los amigos con los que jugaba me echaban tallas por eso. Como a los seis meses, no podía levantar bien el pie derecho, me faltaba fuerza para subir las escaleras. Tenía 43 años. Pasaron cuatro o cinco meses para tener el diagnóstico formal, con un doble chequeo de exámenes de sangre en Estados Unidos. Fui con un traumatólogo compañero de curso quien me mandó a un neurólogo que me hizo exámenes. Se fue achicando el embudo y se barajaban tres posibles diagnósticos. Una noche de mayo me metí a internet y ahí caché para dónde iba la moto, caché que tenía ELA, lo que después se confirmó. Estaba acostado, era como la una de la mañana y mi señora dormía a mi lado. Debo haber llorado unas cuatro o cinco horas en silencio sin parar, al darme cuenta qué enfermedad tenía y dimensionar lo que se venía. Me acuerdo de ese momento y de nuevo me corren las lágrimas. Eran tantas cosas juntas que iban a cambiar radicalmente. En ese instante, todos los proyectos se fueron a cero. Yo estaba lleno de proyectos, vivía más en el futuro que en el presente. Ahora es completamente al revés. Hoy es hoy y punto. Ese fue un momento clave que marcó un antes y un después. El después es como esos juguetes a los que se les empieza a acabar la pila y se van moviendo más lento hasta que ya no se mueven más.
Con mi mujer fuimos a ver a dos sicólogos, uno de ellos infantil buscando consejo en cómo decírselo a mis hijos. El más chico tenía tres años recién y la mayor 15. Recuerdo que los sentamos debajo de un árbol. No les dijimos todo, porque había una parte que la iban a vivir y, además, no había certeza de cómo iba a avanzar la enfermedad y cuánto iba a durar. Pero sí les explicamos que iba a quedar inválido, que no iba a poder hacer más deporte con ellos y que era terminal. Fue uno de los momentos más dolorosos de mi vida. Los más chicos lloraban porque veían a los más grandes llorar sin entender bien por qué. Las reacciones fueron diversas: algunos pensaban que me podía recuperar, otros asumieron al toque, otros quedaron en shock".
No me siento preso
No me siento preso "No podría decir si el avance de la enfermedad es rápido o lento porque no hay un patrón. A cada persona se le propaga a velocidades distintas y en orden diferente. Por ejemplo, si te parte por la garganta, al poco tiempo no puedes hablar ni comer por la boca. A mí me partió por la pierna derecha, siguió con el brazo derecho y la pierna izquierda y ahí quedé en silla de ruedas. Hace dos años llegó al diafragma, lo que significó que dejé de respirar por mí mismo: me hicieron una traqueotomía y empecé a usar un respirador artificial. Hace un año llegó a la garganta y a la lengua, y dejé de hablar y de comer por la boca. Me alimento por sonda. Ahora han comenzado a fallarme los músculos de la cara. Y, como va subiendo, mañana será el pelo y después, no sé, el aura que se me va a doblar.
El cálculo de todo lo que no puedo hacer se lo dejo a los demás, porque la lista debe ser interminable. Yo no pienso en eso. Curiosamente, no me siento preso en mi cuerpo inmóvil. Debe ser porque salgo de mi casa a trabajar todos los días y hago actividades que me gustan. Siento que tengo una ventana, no sé si es grande o chica, pero escapo por ahí a hacer cuanta tontera se me ocurre. Es mi espíritu de niño que espero que no se agote. Soy el mismo, pero, como no puedo expresarme con rapidez, no tengo la chispa de antes, no puedo tirar tallas. Pienso el chiste y me río solo. Eso hace una gran diferencia en cómo me ven los demás. Yo siempre fui pinganilla, bueno pal hueveo. Ahora estoy para diplomático, pero todavía no me llaman de la Cancillería.
Hago todo lo que creo que soy capaz de hacer. Voy a la playa y me instalo en la arena bajo un quitasol, me baño en la piscina con mis amigos y mis niños, salgo a restoranes con mi mujer, voy a cumpleaños, y hasta acompaño a mis hijos a esquiar, no a la cancha, pero me quedo arriba con ellos. Mi forma de adaptarme es ver el vaso medio lleno. Nunca pienso en lo que no puedo hacer. Trato de hacer mi vida lo más parecida a lo que era antes, aunque eso signifique no darles ni un metro de crédito a los fatalistas, ya sean doctores, familiares, amigos o curiosos. Para mostrarte cómo aplico mi forma de abordarlo: el invierno pasado fuimos a Portillo y lo pasé pésimo por la sequedad del aire y la altura, que me afectan mucho por la traqueotomía. Y ahí tienes el dilema: no subo más y dejo de acompañar a los niños –uno de ellos es campeón de Freestyle Snowboard– o busco una opción. La Paty, mi señora, me ayuda en eso y ha estado viendo si el Valle de Las Trancas, en Chillán, reúne las condiciones para que yo pueda ir este invierno con los niños. Allá hay 200 metros menos de altitud que en Portillo, lo que se parece más ami hábitat en El Arrayán.
Todos los doctores me han dicho que no vaya a la nieve ni tampoco a la playa, pero no pienso quedarme encerrado en mi casa. Obviamente no les gusta mi postura pero, mala suerte, el perro es mío".
Vivir a concho
Vivir a concho "En mis relaciones comerciales tuve que bajar varios peldaños. Ahora voy de arroz a casi todas las reuniones, cosa que por mi personalidad no ha sido fácil. Con los amigos hay de todo: los que me han ayudado con las modificaciones de la casa, los que me administran la plata, los que me acompañan en vacaciones. Y también los que se complican con el tema y se alejan. Lo que más me complica es que son pocos los que me tratan como antes. Hay mucha compasión, que la entiendo por mi aspecto.
Los cambios en mi estilo de vida han sido graduales pero profundos. Primero, tener un chofer que me es indispensable en 75 por ciento de lo que hago: lo único que Poncho no hace es pensar por mí. Después, necesitar una enfermera porque varias veces hay situaciones complicadas con mi respiración. La silla de ruedas, las ramplas, tener que salir de nuestra pieza, a la que se accedía por un pasillo demasiado estrecho. Ahora, con mi señora dormimos en el living, para estar más cerca de la puerta de salida por si se presenta una urgencia.
Para mi señora ha sido un tremendo cambio. Hoy queda un porcentaje muy pequeño de todo lo exterior del hombre con que la Paty decidió formar una familia. No recibe cariño físico, no tiene al lado a un cómplice, no tiene un protector. No puede planificar lo que le gustaría hacer, sino solo lo que es factible. Está un poco viuda, un poco separada, un poco casada. Y al mismo tiempo, ninguna de las anteriores.
También para mi hijo más chico, Lorenzo, de siete años, ha sido muy difícil. Llora en las noches y se acuerda de las actividades que hacíamos juntos y ya no podemos hacer. Añora eso y yo también lo añoro. Muchas veces, al verlo así, lloro también.
Sin embargo, creo que con mi actitud puedo hacer un gran cambio en lo que sienten mis cercanos. No digo que sea fácil. Pero ver la sorpresa y alegría en la cara de mi mujer y mis hijos es infinitamente más gratificante que ver la cara de pena. Yo me puedo morir mañana, pero la sonrisa de Lorenzo y Romina cuando nos metimos a la piscina en Zapallar hace dos semanas, no me la borra nadie. Prefiero vivir a concho a echarme a morir. Si al leer estas líneas, alguna persona con ELA se anima a hacer un cambio, me doy por pagado. Ni siquiera me voy a referir a los que están sanos y se achican solos. Yo hace seis años estuve dos años sin pega y, sí, es duro, pero ¡that's nothing! Definitivamente, pase lo que pase, siempre será mejor ver el vaso medio lleno". Jorge tiene dos matrimonios y seis hijos, de entre 19 y 7 años.