"Desde hace unos cinco años, mi once en la semana es después de las seis de la tarde en el Espacio Ñuñoa, que queda en Jorge Washington 116, justo en el camino de regreso a mi casa. Siempre voy a ese lugar. Es como un oasis en verano y un refugio contra el frío y la lluvia en invierno, pero, sobre todo, lo siento como un remanso contra la áspera calle santiaguina. Me siento en una mesa solo y mientras me pongo al día con las noticias, me tomo un té con leche con un trozo de torta, de strudel o de cheescake. Si el cargo de conciencia es mucho, elijo una simple galleta u otro horneado pequeño.
A veces coincido con uno o más amigos y en más de una ocasión he terminado con ellos hasta la medianoche en otro local de la Plaza Ñuñoa tomando cerveza, para la que, debo decir, no soy muy bueno. De tanto venir a mi "Espacio Ñ", como le llamo yo, me hecho familiar para los cálidos anfitriones: don Carlos, de la librería, y Marcela, Ivonne y Diana, del café. Quizás algún día voy a estar con ellos detrás del mostrador.
Las primeras onces que recuerdo son de los años 50. Todavía escucho a mi mamá llamándome a la mesa y reclamando que me demoraba mucho. "¡Tan callejero que me salió este chiquillo!", me decía. Claro, lo que no entendía es que no era llegar e interrumpir así como así la pichanga, menos cuando se iba perdiendo. Allí, en el comedor de diario y con mantel de plástico, estaba la taza de loza corriente, esa con lados verticales y oreja grande, decorada en el borde con una franja fina y otra más ancha de color verde sobre fondo claro. Hasta ahora ese tipo cerámico representa mi concepto de taza.
Los seis tomábamos un dulce té con leche con tres cucharadas de azúcar y un toque de canela, acompañado de pan tostado con palta o mantequilla. De vez en cuando se incluía manjar, ese producto chileno al que los argentinos le cambiaron el nombre para decir que lo inventaron ellos. Y en las tardes de invierno, no faltaban las sopaipillas o los calzones rotos espolvoreados con azúcar flor, todo sin ningún odioso sello negro. Los domingos, los de mejor comportamiento, tomábamos once en la mesa de los grandes y en tiempos de vacas gordas, se sumaban diversas exquisiteces al menú. Había queso, paté, jamón, pan especial y lo más importante para mí, un queque recién salido del horno.
Las otras onces que viven en mis recuerdos son las de campañas, cuando como alumno o ya como jefe de una expedición arqueológica, volvía de las excavaciones o prospecciones al campamento. Primero nos bañábamos en el río y después íbamos llegando uno a uno a la carpa-cocina a servirnos un café o un chocolate con leche, un pan con mermelada, papitas fritas, galletas dulces, maní, almendras, salame y cuanta porquería deleitosa hay. La excusa, que nunca confirmamos científicamente, es que en terreno es tal el gasto de energía por el esfuerzo, el frío y la altura, que todo lo que hace mal en la vida diaria, allá hace bien.
Para mí la once, ese rito de media tarde que va siempre después de las 17:00 horas y que rara vez pasa más allá de las 19:30, es un pretexto para encontrarse y conversar. La de la semana suele ser más modesta y con menos comensales que la dominical, pero creo que ningún chileno se va a sentir mucho si se le dice que no a una invitación a tomar once. Lo más seguro es que la ocasión y la invitación se vuelvan a repetir. Junto con el "al tiro", la once es una de nuestras mejores contribuciones a la humanidad".
Pepe Berenguer (73) es arquéologo y curador jefe del Museo Chileno de Arte Precolombino desde hace más de 30 años.