Nashiro (34) se cambia de ropa cuando llega al departamento de uno de sus regulares.
Entra vestida con lo que se puso ese día, pero apenas le abren la puerta, pide ir al baño y saca un pijama de la mochila. “¿Qué tipo de pijama?” le pregunto. “Uno sugerente, pero no translúcido”, responde.
Desde que empezó a dedicarse al trabajo sexual presencial y virtual, fijó sus tres reglas fundamentales; no acepta encontrarse en casas, solo en departamentos y piezas de hotel. Tampoco se sube a autos. Y, por último, el pijama que se pone cuando empieza a trabajar nunca muestra más de la cuenta. Eso es estratégico, explica. “Mis clientes me llaman para regalonear, entonces con el pijama juego a que existe la ilusión de que puede llegar a pasar algo más. Si eso quieren, les digo que no entrego esos servicios, que me quedo en lo platónico. Si insisten, me hago la que puedo ceder y les planteo mis tarifas. Es una performace”.
Hace seis meses, Nashiro –como se hace llamar en redes– se hizo una cuenta en una página que, al igual que muchas que agarraron fuerza en tiempos post pandemia, conecta a clientes (en su mayoría hombres) a proveedoras de servicios sexuales y afectivos (en su mayoría mujeres). En esta en particular, se ofrecen citas virtuales y presenciales para regalonear. En eso, según advierten, son estrictos.
Por lo mismo, no se ofrecen, o al menos de manera explícita, otros servicios. Incluso a veces, como cuenta Nashiro, fiscalizan a las trabajadoras suscritas haciéndose pasar por clientes. “Si las pillan ofreciendo otras actividades, les cierran el perfil. Pero ¿qué se hacen? Si saben que ofrecer un abrazo o una sesión de regaloneo puede devenir en otra cosa”.
A la trabajadora se le cobra un fee mensual de 20$ USD (por la posibilidad de tener un perfil que le llega a todos los clientes suscritos) y una comisión del 15% de su tarifa por cada cliente que agende una cita con ella a través de la página.
Ahí, como explica, se ponen en marcha los trucos. “Se concreta la primera cita en la página, porque de ahí me llegó el cliente. Pero después le pido su número de celular y seguimos coordinando las próximas citas por fuera. Así me salto al intermediario. Así lo hacemos todas, porque solo así se gana plata”, explica.
La decisión de ingresar a ese sitio en particular la tomó luego de que una amiga, que por ese entonces había encontrado su nicho en los masajes eróticos, se la recomendara.
Nashiro titubeó, pensó en que no podría, que se la tomaría el miedo y el rechazo, y que hacerlo sería ceder frente a lo que siempre había querido subvertir. Que, en sistemas de explotación y abuso, dedicarse al trabajo sexual –en el entendimiento de que el 95% de los consumidores son hombres y el 90% de quienes entregan servicios y producen contenido son mujeres– es reforzar las lógicas de dominación y precarización que ella misma cuestiona. Que se había ido a otro país justamente para desarrollar su oficio.
Todo eso se le cruzó por la mente. Pero también se asomó la intriga. Su familia es de una localidad fuera de Santiago en la que vivió gran parte de su vida y desde los 20, cuando pudo ingeniárselas por sí misma, se movió de un lado a otro. En modo sobrevivencia, como dice ella. Hace dos años se fue a Nueva York con la esperanza de poder, finalmente, dedicarse a lo que le gusta. Al fin, pensó en ese entonces, una ciudad en la que se valoraría su amplio trabajo artístico, aun vislumbrando lo difícil y dura que llega a ser la realidad para una mujer migrante, latina, que no viene con intenciones de arrasar y derribar a todos aquellos que interfieran en su camino. Esa cultura ‘hustler’, como le dicen allá arriba, de la que muchos se jactan, pero de la que ella no quería ser parte.
Su familia e incluso algunos amigos no entenderían si después de toda esa vuelta, optara por un cambio de profesión. Pero tampoco habían entendido muchas de sus decisiones del pasado. Estaba sin documentos. Tenía deudas. Nunca lograría saldarlas, menos en una de las ciudades más caras del mundo.
Se hizo un perfil con cautela. Aun incierta de sus intenciones. Creó un personaje, apareció la curiosidad, la tentación que genera un sueldo más alto del que recibía trabajando cinco días a la semana en un restaurante, y la sensación de que había estado perdiendo el tiempo. Al menos después de sacar los cálculos iniciales y establecer su tarifa. 250 dólares la hora de regaloneo. Cualquier servicio adicional, por supuesto, tenía un cobro extra.
Empezó mandando fotos. Pero una tarde, concretó la primera cita presencial. ‘Es algo temporal’, pensó. Su amiga le había recomendado; ‘encuentra tu morbo y explótalo’. ¿Qué habrá querido decir?, se preguntó. Rápidamente lo supo.
Como ella, hay muchas mujeres que en contexto de crisis económica y social, vieron en las múltiples posibilidades del trabajo sexual –principalmente virtual– una segunda (y a veces primera) fuente de ingreso. “Algo pasó después de la pandemia. No se gana plata con ciertos oficios y hasta los memes advierten que la generación millennial nunca va a poder comprar una propiedad, para eso, debimos haberlo hecho cuando teníamos dos años, en los 90″, dice.
La vida es cara y los oficios que hemos elegido están mayormente precarizados. A eso, como concuerdan los sociólogos, se le suma que hemos naturalizado una sensación constante de ansiedad y agobio. En tiempos de crisis sociales, genocidios, pandemias y miseria desbordada, es de esperarse. Hay una ‘esquizofrenia’ propia de la era. También han cambiado las nociones que giran en torno a la sexualidad, en el amplio sentido, y con ello, el imaginario que bordea el trabajo sexual.
Y es que en un mundo en el que las redes sociales han facilitado la sobre exposición, y en el que el coqueteo es constante y en todos los ámbitos (así como la necesidad de gratificación inmediata y la cada vez más notoria incapacidad de dedicarle tiempo a una sola actividad), estamos todos a un paso de vender lo más íntimo. “Es un sistema que de por sí nos ha prostituido a todos, especialmente a las mujeres. Siempre hemos sido cosificadas y objetivizadas. ¿Por qué no sacarle plata a eso entonces?”, reflexiona Nashiro.
“¿Cuántas veces he sido complaciente con el otro y no he priorizado mi placer? ¿Cuántas veces he hecho cosas que no he querido tanto? Y gratis. Hago los cálculos en mi cabeza y algo no me calza”.
Esa reflexión, que ha surgido de manera transversal en grupos de mujeres jóvenes, que cuentan con otros oficios y quehaceres, de ciertos estratos sociales (no olvidemos que tuvieron accesos y pudieron sacar sus carreras) deviene en otra que da cuenta de una disyuntiva –o tensión– propia del tema. “A veces pienso que es una manera de darle la vuelta al sistema. Ciertamente este trabajo no es el único que nos precariza. Después pienso que trabajar en esto refuerza la misma lógica. Pero hay algo de morbo, algo de placer en poder elegir hacer esto. Quizás sea o no un acto de resistencia, pero ¿por qué exigirle eso? Quizás sea solo una manera más de ganar plata”, dice.
La discusión es histórica: En sociedades en las que la mujer ha sido sujeta, entre otras cosas, a la constante precarización laboral (en tiempos de crisis, somos nosotras quienes sufrimos un retroceso en términos de derechos sociales y laborales), ¿qué tan voluntaria y deliberada es la decisión de transar nuestros cuerpos en el mercado? Especialmente si el mercado –más allá de los fetiches– dictamina que la demanda está puesta en ciertos cuerpos. ¿O es una decisión que se da a falta de otras posibilidades?
Esas preguntas, a lo largo de la historia, dieron paso a una separación de las aguas en las distintas corrientes feministas. En 2018, la filósofa y activista italiana Silvia Federici, dijo en un seminario que el trabajo sexual no era el único en el que se explotaba el cuerpo femenino. ¿Por qué habría que abolir la prostitución si en los sistemas neoliberales hay muchas otras formas en las que se nos obliga a vender nuestro cuerpo? Partiendo por el matrimonio”.
A su vez, la feminista francesa Virginie Despentes, autora de Teoría King Kong, ve el trabajo sexual como una forma de liberación, autoconocimiento y una entrada al sistema cobrando por algo que igual las mujeres hacemos de manera gratuita. Ella misma se dedicó al trabajo sexual durante dos años –tema que relata en su libro– y defiende su legalización, aun cuando admite que su experiencia ciertamente no es la de todas. Nunca se sintió violentada, ni en peligro, ni sufrió abusos.
Pero bien sabemos que su postura, al igual que la de Federici, ha sido criticada por feministas abolicionistas quienes argumentan que la prostitución ocurre en sistemas regidos por relaciones desiguales y su mantención refuerza la constante mercantilización de mujeres y feminidades. Un cuerpo que, por lo demás, nunca ha sido del todo nuestro, porque siempre está (especialmente desde la sexualidad y el trabajo) en función de otro; otra persona, otro imaginario, otro placer y otro canon externo.
“Igual en esto hay de todo y gustos para todos”, dice Nashiro. “¿El fetichismo se traduce en una mayor inclusividad?”, le pregunto. “Igual no. En muchas cosas, hay una apertura, pero convengamos que cuanto más me acerco al canon hegemónico, mejor me va. Si soy más flaca, más curvilínea, más juvenil”.
A la fecha, la más conocida de las aplicaciones que le otorga un espacio al trabajo sexual virtual, OnlyFans, cuenta con más de 200 millones de usuarios (y 3.2 millones de creadores de contenido). En abril del 2020, un documental realizado por BBC Three reveló que, en un solo día, un tercio de los perfiles de Twitter a nivel mundial estaban promocionando nudes, o desnudos, que estaban a la venta en distintas plataformas, entre ellas OnlyFans. Números que solo se dispararon con la cesantía post pandemia.
Mariana Gaba, directora del Departamento de Género de la Universidad Diego Portales, reflexiona que lo primero, en estos temas, es no caer en una mirada binaria; “O es empoderante y subversivo del orden, o es más de lo mismo”.
“Creo que hay grados en esto y ciertamente si uno pasa del imaginario de la prostitución callejera a través de un proxeneta que te retiene gran porcentaje de tus ganancias, sometida a violencia física y sexual, las nuevas modalidades del trabajo sexual son un avance”, dice. “Claro que hay algo de sentirse en control, en el buen sentido, del deseo y de la propia sexualidad. Pero también me pregunto; ¿necesitamos que las que estén haciendo esto sean las encargadas de subvertir el sistema? ¿O de proponer una alternativa? Puede haber una sensación de autonomía, y eso es importante siempre, pero no sé si eso necesariamente equivale a subvertir el orden y tampoco sé si hay que esperar eso de nadie. Bien sabemos que nosotras tampoco lo hacemos. Además, por qué poner el foco en ellas. Por qué exigir o esperar algo de ahí. ¿Y los varones? El sistema también lo hacen ellos”.
Hay una tensión constante en la experiencia de mujeres y feminidades que tiene que ver con agarrar lo que el sistema nos da e intentar hacerlo nuestro, adueñarnos de eso de la forma que sea, explica Gaba. Desde ahí también surgen las retóricas del empoderamiento, que pocas veces tienen que ver con algo que realmente queremos nosotras. La mayoría de las veces, de hecho, se trata de ponerle un ‘nombre lindo al abuso y a las injusticias’, como dice Danitza Pérez Cáceres, académica de la Universidad Diego Portales e integrante de ABOFEM.
Pero no por eso hay que atribuirle cierta responsabilidad ni tampoco anular la experiencia; “Hay que tener ojo con caer en un discurso de que ahora son las trabajadoras sexuales las que tienen la culpa de no hacer caer el sistema o de no transformar las reglas del juego. Ahora encima les cae la retórica moralina feminista”, comenta Gaba. “Más que eso, lo que hay que tener en cuenta es que nuestra sexualidad ha sido construida desde lo pasivo y lo pudoroso. Salirse de ese imaginario entrega cierta seguridad. Pero las preguntas que se abren pueden ser; ¿Por qué tantas mujeres pueden hacer plata con este tipo de contenido y no con otras cosas? ¿Dónde va la plata que parece fácil y por qué está en un lugar y no en otro? ¿Cómo se relaciona eso con el mercado laboral y la brecha salarial? Y, por último, ¿por qué lo que se valora de nosotras es esto y no lo otro?”
Falta de regulación
Vesania Versátil (@vexaniav) es actriz, performer, trabajadora sexual y activista por los derechos de la comunidad. Fue integrante de la Fundación Margen (@somos.margen), la única en el país que, desde 1995, vela por las y los que ejercen el trabajo sexual, y que forma parte de la Red de Trabajadoras Sexuales de Latinoamérica y el Caribe. “Hay una definición nueva, desarrollada por fundaciones que nos agrupan, de lo que es el trabajo sexual y me gustaría exponerla: ‘El intercambio de dinero o bienes materiales a cambio de servicios, performance o productos asociados a la estimulación sexual directa o indirecta’. Esa es la que está hecha por nosotras, no por hombres de la RAE”, dice Vesania.
Y con eso, no deja de poner el énfasis en que es un trabajo que no está exento de explotación. “Muchas veces se roban nuestro contenido, nos violentan y hay hombres que incluso se hacen cuentas falsas ocupando fotos robadas y vendiéndolas más baratas que nosotras”, explica. “Al no tener derechos sociales, no tenemos derecho a reclamar. Si denunciamos a alguien a través de una página, a lo más le cierran la cuenta. ¿Qué entidad en Chile va a hacer algo al respecto?”.
“Hay muchas cosas –sigue reflexionando Vesania– que hacen de este trabajo uno peligroso, pero no son ni el sexo ni el erotismo. Desarrollar mi capital erótico nunca me violentó; el abuso de poder y las injusticias sociales sí”.
En Chile el trabajo sexual no está prohibido, pero tampoco está reconocido como tal. Por eso, se mantiene en una suerte de área brumosa que solo refuerza su precarización. Y por lo mismo, la fundadora y vocera de Fundación Margen, Herminda González, explica que lo primero es que se reconozca. “Solo así vamos a poder modificar las leyes que están redactadas de manera ambigua y permiten abusos de las trabajadoras por parte de las fuerzas de seguridad. Hay que reconocer y regular el trabajo sexual desde una perspectiva de derechos”, dice.
Hay algunas leyes que consideran el trabajo sexual de manera indirecta, pero no hay nada que aúne todos los matices; el Código Sanitario, por ejemplo, prohíbe que se realice en cualquier establecimiento y postula un control sanitario voluntario a quienes lo ejerzan.
El Código Penal no lo postula como un delito, pero sanciona las faltas a la moral y como no desarrolla al respecto, esa decisión queda en manos del criterio de la policía y los juzgados de turno, lo que muchas veces deviene en detenciones arbitrarias.
También se hace referencia a la prostitución de menores, eso sí planteado como delito, y a la trata de personas por razones sexuales. En la Constitución, en cambio, se reconoce ‘el derecho a la libertad personal y a la seguridad individual’ y se establece que, en consecuencia, ‘nadie puede ser privado de su libertad personal’ y ‘nadie puede ser arrestado o detenido sino por orden de funcionario público expresamente facultado por la ley y después de que dicha orden le sea intimada en forma legal’.
Pero, como profundiza Danitza Pérez, no hay un marco teórico desde el derecho que aborde la divulgación sin consentimiento de contenido personal, ni tampoco una ley que vaya orientada a la violencia digital. Tampoco tenemos una Ley de Educación Sexual Integral que, según explica, es lo primordial.
Como desarrolla Lieta Vivaldi, abogada y académica de la Universidad Alberto Hurtado; “Al no tener una ley de Educación Sexual Integral, la relación con nuestros cuerpos, nuestro placer, nuestra sexualidad, está permeada desde el principio. Estamos lejos de poder entender del todo nuestros cuerpos en una relación sexual. Y lo más paradójico es que hay muchas hipocresías de parte de ciertos sectores que crean un comportamiento moral sin preocuparse de la educación ni de las condiciones materiales para poder ejercer nuestros derechos”.
Vesania, que ha encontrado en el trabajo sexual una manera de desarrollarse integralmente en muchos aspectos que le gustan, como el erotismo y la performance –y que para desarrollar y recuperar su propio goce y placer aprendió a poner límites, a no trabajar ciertos días y a socializar el tema para que haya más información al respecto–, quiere que se sepa que siempre se está en peligro.
Porque teme que se romantice de sobremanera un trabajo que nunca está exento de posible explotación y abuso. Por eso lo dice claramente; “que lo estemos hablando no significa que lo estamos recomendado. En esto hay placer, hay gestión emocional y hay un autoconocimiento enorme, pero siempre hay alguien que nos puede pasar a llevar porque no tenemos como protegernos. Solo tenemos nuestras propias redes. Cuando el acceso a la educación sea equitativo, ahí sí podemos hablar de un trabajo más libre de riesgos”.
Hace unos años dos de sus videos se filtraron y circularon libremente en PornHub. “Nos dedicamos a esto, con sus riesgos, en su mayoría porque hay una precarización del trabajo, de la clase media, y de ciertas profesiones que están devaluadas. A eso se le suma que nos gusta y que sentimos placer haciéndolo, pero sabemos lo que implica. Y eso no es nada nuevo”, dice Vesania. Los desafíos, como explica, que se reconozca con perspectiva de derechos, equiparándolo a cualquier otro trabajo y que se hable del tema. Sin romantizarlo. Sin obviar sus implicancias.
Nashiro también la piensa así. “Desde que me dedico a esto aprecio mucho más lo real, todo lo que conlleva un vínculo profundo; trabajarlo, nutrirlo, darse el tiempo para conocer a alguien. Eso es real. Todo lo demás lo veo como performance”, dice. “Pero muchas solo estamos en esto para ganar plata y poder gestionar nuestro tiempo. Así como despertar ciertas vías de conocimiento personal. El problema es que cuando empiezas a ver esa plata, es difícil dejar de ganarla. Pero no vamos a hacer carrera de esto. Tampoco vamos a resolver las luchas de género ni de clase”.