Parir en un hospital público y sobrevivir para contarlo
Me llamo Carolina y soy mamá de Martín, que hoy tiene 2 años y 8 meses. Tuve a mi niño a los 38 años y fui, como me llamaron los doctores, una primigesta tardía. A pesar de eso, mi embarazo fue completamente normal, salvo por los pies hinchados como patas de elefante que tuve hasta el final del proceso. Fue el único inconveniente.
Martín pesó 4 kilos 390 gramos y midió 56 centímetros. Como dirían las abuelas, fue "una guagua criada". Con un niño tan grande en la panza era candidata a cesárea, pero el destino dijo parto natural y me deshice de dolor en ese intento. Me gustó que fuese así, porque sabía por mi madre que la recuperación es más rápida y que eso me permitiría dedicarle más tiempo al recién nacido. Pero sin exagerar, hice carne de eso de la maldición de Dios a Eva en el Paraíso: "parirás a tus hijos con el dolor de tu vientre". Así lo viví.
Yo cotizo en Fonasa y no alcancé a comprar el bono PAD, que te permite que tu parto sea en una clínica con convenio, por lo que di a luz, a la semana 38 de gestación, en un recinto de la red pública de salud: el Hospital San Borja Arriarán. Ello porque me aprobaron el programa a última hora. Era viernes y ese día Fonasa cierra a las dos de la tarde. Lo que más recalcó el joven del Hospital Clínico de la Universidad Católica que me atendió es que el programa no era retroactivo, es decir, tenía que tenerlo pagado para ingresar a la clínica.
Como muchas parturientas que tienen su experiencia de parto en un hospital público, viví lo que se llama violencia obstétrica: pasé las contracciones sin ninguna contención. Me dejaron sola, sin más compañía que unas abnegadas estudiantes de Obstetricia que se dividían para ayudar en lo que podían y trataban de enseñarme a manejar la respiración para sobrellevar los dolores. Los doctores y enfermeras brillaban por su ausencia. Dado que mi guagua era grande pienso que en cualquier otro centro hubiese sido candidata neta a una cesárea, pero no fue así. Pedí incontables veces que me viera un doctor, pero nadie me escuchaba y las horas pasaban. Me vi sumergida en interminables horas de un trabajo de parto que no se concretaba, mientras me dejaban ahí con mis dolores y angustia. El que debió ser un momento significativo en mi vida, se convirtió en una larga agonía. Y lo digo sin exagerar.
Al ingresar de madrugada a maternidad, luego de haber roto la bolsa, fui derivada a la sala de Alto Riesgo, puesto que llegué con la presión alta, creo que por la conmoción que me produjo la pronta concreción del parto. Creían las matronas del turno que tenía hipertensión y me llenaron el brazo de agujas para inyectarme medicamentos y controlarla. Mi embarazo lo controlé en un Centro de Salud Familiar (CESFAM) de la comuna de Santiago y también con una ginecóloga del Centro Médico San Joaquín, dependiente del Hospital Clínico de la Universidad Católica. De hecho, me dijeron que jamás supieron de una embarazada con tan completo historial médico, ello por la cantidad de ecografías de todo tipo y exámenes de sangre que tenía. Ya en el control de la semana 32 se vislumbraba que mi hijo sería una guagua grande, y en esa oportunidad los ecógrafos dijeron que por su peso era factible que naciera por cesárea, lo cual la ginecóloga que me atendía compartía aunque era partidaria del parto natural.
Mi hijo nació la noche del domingo para lunes, en turno de fin de semana, donde escasean los médicos en la maternidad. De hecho, el anestesista que debía inyectarme la epidural, que solicité con insistencia, era un joven canchero que se dedicaba a coquetear con las técnico paramédico en vez de atender los requerimientos de las parturientas que éramos, en ese entonces, dos chilenas y diez extranjeras, en su mayoría haitianas. Tras 12 horas de trabajo de parto, mi hijo se resistía a abandonar mi cuerpo.
A las 00:36 horas mi hijo llegó al mundo, con la ayuda de un enfermero patrón y dos jóvenes matronas. Al verle la carita se me acabaron los dolores, y me vino una sensación de paz y emoción. Hicimos apego y sentí que, desde ese momento, mi vida cambiaba. Ahora todo tendría un cariz distinto. Tuve una episiotomía de aquellas, alrededor de 20 puntos, pero nada importaba. Felizmente, mi recuperación fue rápida y ya a las horas de nacido podía caminar sin problemas, cosa que no puede hacer una mujer sometida a cesárea. Luego de ese batallar de casi medio día, sentí que tenía las fuerzas para tomar el mundo en mis manos. Me sentí aliviada de poder levantarme sin ayuda y sostenerme en esas primeras y vitales horas para atender a mi hijo.
Tras el parto, me llevaron a la sala 3. En ese lugar había dos mamás que habían parido a sus cuartos hijos, otra cuyo bebé estaba en la neonatología por una insuficiencia cardíaca y dos chicas peruanas que, al igual que yo, eran primerizas. Eran todas muy simpáticas e hicimos buenas migas. A ellas les llamaba la atención que yo hubiese ido a parar a un hospital para tener mi guagua, siendo profesional. Les conté que no alcancé a comprar el PAD y que no iba a encalillarme firmando cheques para pagar millones en una clínica por el solo hecho de tener a mi hijo ahí, y que si bien en una clínica la hotelería era mejor, la atención profesional, salvo contadas personas, acá no era mala.
Cuando me dieron el alta, al firmar mi egreso, el matrón de turno me dijo: "usted es periodista, por favor escriba un reportaje y de cuenta de las necesidades que acá tenemos, ya que las autoridades no nos pescan". Él se quejaba básicamente por tener que insistir por el envío de insumos médicos básicos, como gasas, algodón, alcohol o yodo, los cuales no llegaban a tiempo; de la falta de personal paramédico en los distintos turnos; y por los que hacen vista ciega a los grandes problemas sociales que se ven y viven en una maternidad. También hubo quejas por no contar con la tecnología acorde como, por ejemplo, un buen computador para emitir certificados médicos, dado que cuando redactó mi licencia postnatal demoró más de la cuenta por una falla en el programa computacional. Le prometí que lo haría. Y con esto cumplo mi promesa.
Carolina tiene 41 años. Es periodista y mamá de Martín de 2 años y 8 meses.
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