“Conocí a la que sería mi mejor amiga y pareja cuando estaba en tercero medio. Me acuerdo como si fuese ayer que nos pusimos a hablar en una fiesta cuando la vi entrar con unos CDs en la mano. Ya eso me llamó la atención, porque ¿quién seguía llevando CDs a las fiestas? Al tiro quedé intrigado y le fui a preguntar qué traía ahí. Tenía una mezcla que me pareció muy curiosa, y pensé que si su estilo musical errático decía algo de ella, por lo bajo sería una persona muy divertida. Esa noche hablamos de sus bandas favoritas –dentro de esa extensa lista entraba The Cure, My Bloody Valentine, Prince y Santana, entre otros– y de sus ganas de ir algún día a París a visitar la tumba de Jim Morrisson. Me hablaba entusiasmada y yo solo la miraba y escuchaba con detención cada una de sus palabras. Estaba fascinado con su cabeza y no quería perderme ni uno solo de sus pensamientos compartidos. La noche pasó muy rápido y cuando la gente se empezó a ir, le pregunté si la podía llevar a su casa. Me dijo que sí, pero solo si podíamos escuchar sus discos. Por suerte la radio de mi auto funcionaba.

A partir de ese día empezó una hermosa relación de amistad. No sabría decir ahora, tantos años después, si en realidad siempre nos gustamos. Yo creo que sí, a mí por lo menos me cautivó desde el primer minuto. Pero nos demoramos harto en decirlo. En cambio, nos preocupamos de forjar una sólida relación amistosa, de mucho cuidado, risas, llantos compartidos y aventuras. Un vínculo cercano, pero que realmente se mantuvo en eso durante casi dos años.

En esos dos años yo le abrí la puerta de mi casa muchas veces cuando ella venía llegando de un carrete sin ganas de ir a su casa. Y le armaba una cama en otra pieza, a escondidas de mis papás. Pero nunca nos dimos ni un beso. Hasta que un día, eso cambió. Tan natural como todo lo que fue pasando en nuestra relación. Estábamos en una de nuestras juntas en el parque –nos gustaba ir a pasear con su perro en la hora del atardecer– y mientras me hablaba de que ya no sentía absolutamente nada por su ex pinche –un ex, por cierto, con el que fingí llevarme bien– me miró y me dijo ‘creo que me gustas’. Así de simple y directa. Yo la miré y no pude contener la risa. Creo que fue una risa de nervioso pero también de emoción. Le dije que ella también me gustaba pero que contrario a ella, yo no lo creía. Lo sabía.

Teníamos 19 por ese entonces. Ambos en la universidad. Y ahí empezamos esa otra etapa de nuestra relación. Seguíamos siendo amigos, pero ahora además éramos pareja. De hecho, durante toda la relación siempre nos preocupamos de decir eso; que ante todo, éramos amigos. Creo que fue un buen lema, porque nos hacía acordarnos que inicialmente había un respeto, amistad, y cariño mutuo muy profundo e incondicional. El cariño de pareja no es incondicional, pero el de las amistades a veces es más fuerte.

Durante 11 años pololeé con mi mejor amiga. Y fuimos muy felices juntos. A ratos tuvimos momentos más bajos, como en toda relación. Y en 11 años, además, se cambia mucho; empezamos siendo muy jóvenes y terminamos con 30 años. En ese tiempo el amor mutó y pasamos por distintas etapas de la vida. Casi toda la etapa universitaria la vivimos juntos. Así también los primeros trabajos, los primeros matrimonios de amigos, los primeros fracasos laborales, los primeros miedos del mundo adulto y así también los primeros impulsos. Ella entre medio se fue finalmente a Francia –lo que siempre había querido– y yo la fui a ver lo que más pude. Al año, después de terminar sus estudios, volvió y nos fuimos a vivir juntos. Y esos años también fueron maravillosos. Todos los días un aprendizaje entre los dos.

Recién a mediados del año pasado terminamos, y creo que lo más sano para ambos es asumir que efectivamente, por más que a mí me cueste mucho decirlo, se terminó una era. Es difícil cuando terminas una relación de 11 años, con la que fue tu mejor amiga. Porque los códigos son otros. La separación no es inmediata y el distanciamiento es gradual. Especialmente porque entre nosotros no se rompió nada en particular. Simplemente dejamos de amarnos como pareja. El amor no faltaba pero se había transformado en otro tipo de amor.

De hecho, muchas veces mis amigos me dijeron ‘cuándo la vas a soltar’, pero al final me entendían. Y es que, más allá de la relación de pareja, el compañerismo y la complicidad es difícil de olvidar. No estaba perdiendo solo a una pareja de 11 años, sino que a una amiga. Y eso me dolió mucho. A ratos pienso que quizás el distanciamiento es por mientras, por un tema de salud mental para ambos. Porque no se puede simplemente ‘ser amigos’ después de que durante 11 años fuimos más que eso, pero también creo que más adelante volveremos serlo.

Quiero creerlo, de hecho, pero también me pregunto si no será solo un auto engaño. ¿Se puede? Siempre lo fuimos, pero también compartimos una vida juntos. Quizás aun me cuesta mucho reconocer que una vez que se difuminó ese límite, no hay mucha vuelta atrás. Quizás me estoy aferrando a una idea, y puede ser mejor soltar. Independiente de que después nos reencontremos”.

Gustavo Hassman (31) es artista.