Paula

Por qué decidí pasar la Navidad sola

Mi mamá murió de cáncer hace poco más de un año. El pronóstico siempre fue lapidario: seis meses de vida sin tratamiento y un año en caso de que optara por quimioterapia paliativa. Se opuso desde un principio a ese vaticinio y de alguna manera, esos seis meses se transformaron en dos años y medio de sobrevida.

Durante ese tiempo, ella mutó por completo. Mi historia familiar estuvo marcada por mucha violencia psicológica, fruto de una relación de pareja muy complicada entre mis padres. A veces escucho a mis amigos hablar de sus familias y la incondicionalidad con la que los trataron, y me demoré mucho tiempo en darme cuenta de que nunca recibí eso, ni de mis papás ni de mi hermano.

Pero la enfermedad de mi mamá nos unió, de cierta forma, y la enfrentamos en familia. La cercanía a la muerte te sintoniza con lo realmente importante en la vida. Siento que después de todo, el cáncer de mi madre fue una oportunidad para que ella se permitiera dejar atrás resentimientos y penas para por fin encontrarse con el goce de vivir.

Con todos los problemas que podamos haber tenido, para mi mamá fuimos lo más importante en su vida, y durante los dos años y medio que tuvo después del diagnóstico nos dedicamos a reparar muchos de nuestros quiebres, tratando de hacer de sus últimos meses un espacio grato.

Sin embargo, el equilibrio fue precario. Es imposible recomponer piezas que han estado rotas por décadas, más aún cuando te enfrentas a tantos dilemas prácticos por el contexto de la enfermedad. El momento de su muerte fue la rotura de la compresa, liberando todo aquello que por años se reprimió entre los que quedamos.

Mi hermano se peleó con mi padre y conmigo, mientras yo retomaba un largo proceso terapéutico. Recuerdo con ironía el Año Nuevo pasado: Acampando con mis amigos, pedí con todo mi corazón tener un año tranquilo. En marzo llegó la pandemia. Al principio fue chocante, pero pronto me conecté con las ventajas de pasar tiempo sola, o más bien con la idea de que el encierro me permitiría sintonizar con mis procesos internos.

Junto con el duelo, empezaron a emerger muchos sentimientos y emociones a las que nunca pude ponerle atención antes. Vivir en una familia quebrada me volvió invisible, incluso frente a mí misma. La prioridad siempre fue no crearle más problemas al resto y la sensación de vivir sin ese peso me permitió, por primera vez en la vida, pensar en mí y en mis necesidades sin distracciones.

Dentro de todo este proceso, uno de los hitos fundamentales fue conversar con mi papá. Había tanto daño acumulado y reprimido, que me demoré ocho años en entender que sólo iba a poder avanzar cuando me atreviera a enfrentarlo. Desde ahí él me planteó que intentáramos retomar nuestro vínculo cuando yo me sintiera lista.

Lo mismo pasó con mi hermano y la familia de mi madre: el llamado de la soledad ha sido una fuerza poderosa y paradójica, porque solo en la más absoluta soledad he logrado sentirme plena como nunca antes.

Hasta este año, lo normal era que pasara alguna de las fiestas en familia. Tratábamos de esconder nuestros conflictos profundos debajo de la alfombra y hacer como si todo estuviese bien. Pero por lo general no eran buenos momentos; al final lo hacíamos por cumplir con lo que se esperaba.

Cuando empezó diciembre, mis amigos me preguntaron qué iba a hacer para Navidad, y aunque sé que lo hacían desde el cariño, creo que también sentían un poco de lástima. Y pese a que recibí varias invitaciones, tomé la decisión de pasar las fiestas sola en casa. Siento que, pese a que hemos solucionado varios de nuestros problemas, lo más honesto que puedo hacer es tomarme estos días para mí, sin tener que hacer como si quisiera estar con alguien más.

Creo que es fuera de norma pasar la Navidad sola, más cuando estás viviendo un duelo. Se espera que quieras compartir con los demás, o quizás sentirte acompañada por quienes están en una situación similar. De hecho, muchos se sorprendieron cuando les dije que quería estar sola. Me interpelaron y me preguntaron “¿pero cómo?”. Lo cierto es que la idea me entusiasma. Lo veo como un regalo y una oportunidad. Es un momento simbólico para honrar lo que me ha regalado estar sola, ese encuentro conmigo misma.

Aún no sé bien qué haré: tal vez cocinar, tal vez pedir comida. O quizás llore un poco y está bien. Sé que pensaré mucho en mi mamá, probablemente converse con ella mientras miro la noche desde el balcón. Voy a mirar de frente mis sentimientos ha sido la herramienta más poderosa para transformar toda la pena en fortaleza. Esa fortaleza que hoy me permite decidir en paz por la sintonía conmigo.

Más sobre:SociedadVida sana

COMENTARIOS

Para comentar este artículo debes ser suscriptor.

¿Vas a seguir leyendo a medias?

Todo el contenido, sin restriccionesNUEVO PLAN DIGITAL $1.990/mes SUSCRÍBETE