¿Por qué nos comparamos con el resto?
En 1959 la psicoanalista austriaca Melanie Klein, cuyos estudios se centraron en el desarrollo infantil, planteó en su libro Envidia y Gratitud que la envidia es parte de un proceso natural que todos vivimos en la infancia, que nace del sentimiento de enojo y que se traduce en el impulso y deseo de poseer –algo o alguien– con el fin de que nos otorgue cierto placer. Pone como ejemplo la escena más gráfica y explícita que da cuenta de la primera vez que sentimos envidia; la que Freud denominó como triángulo edípico, entre niña o niño y sus padres. “En esa escena, el hijo o hija desea tanto a la figura materna, que cuando irrumpe la figura paterna y se da cuenta que ya no ocupa el lugar que ocupaba para su madre, aparece por primera vez la sensación de envidia”, explica el psicoanalista y académico de la Universidad Diego Portales, Felipe Matamala. “La comparación surge desde esa envidia, y es parte de un proceso natural”.
El especialista explica que en algunos casos le destinamos mucho tiempo a la envidia, ya sea a propósito de nuestra propia historia, sensaciones de ausencia o por deseos de logros transmitidos por nuestros padres. “A lo largo de nuestras vidas nos comparamos porque nos han ido transmitiendo ciertos estándares que sentimos que tenemos que cumplir. Ahí llegamos a otro concepto, que es el de querer parecernos a los demás, porque se nos atraviesa la idea del deber ser, pero a su vez de destacar y ser únicos”. Freud habló de hecho, en Psicología de las masas y análisis del yo (1921) del deseo que tenemos los individuos por identificarnos con el ‘ideal colectivo’ –basado también en nuestro instinto gregario de querer pertenecer– pero a su vez de un egoísmo que hace que queramos diferenciarnos y ser mejores que el resto. “Y esto, en una cultura hiperexitista como en la que vivimos, se acentúa, porque a su vez se profundizan más los sentimientos de envidia y celos”.
En sociedades capitalistas, en las que el valor del individuo depende en gran medida de su capacidad productiva, estamos mayormente preocupados de lo que los otros tienen y de lo que han logrado. Como explica la psicóloga de la Universidad de Chile e integrante del Family Relations Institute, Lorena Soto, esto tiene que ver en parte con cómo fuimos desarrollando nuestro autoconcepto y autovaloración, que a su vez tiene que ver con cómo nos definieron nuestros padres de pequeños. “La primera base de comparación tiene que ver con el vínculo fraterno; muchas veces los cuidadores primarios destacan ciertos rasgos del primer hijo y luego, cuando nace el segundo, destacan los opuestos, pero no es necesariamente porque los hermanos sean muy distintos entre sí, sino que porque dicotomizar es una manera de organizar el mundo. Uno es ordenado y el otro es desordenado, y así”, explica. “Cuando entran al colegio, en un afán por estimular la autosuperación, los padres empiezan a compararlos con los otros niños. Creen que es parte de un proceso que los incentiva, pero es un proceso mal entendido, porque lo ideal sería ayudarlos en la búsqueda de sus propios proyectos, intereses y cualidades. La comparación solo hace que se sientan frustrados, porque siempre van a encontrar a alguien que lo haga mejor, y ahí pierden el foco de sí mismos, y todo se vuelve en función del otro. Si empiezo a compararme con el vecino, desvío el foco y me desconecto de mi centro”.
A esto se le suma que en la cultura chilena, como explica la especialista, se le da más cabida a lo negativo. Existe una noción errada de que si los niños y niñas se creen más de la cuenta, van a ser soberbios. Pero eso es al revés. “Los niños que saben lo que valen y con buena autoestima, son niños que también van a ser capaces de identificar las cosas buenas en los demás. Al sentirse más inseguros, en cambio, se buscan más referentes afuera y no se continúa la exploración propia”.
La psicóloga de la Universidad de Chile y miembro del Instituto Chileno de Terapia Familiar, Patricia González, explica que si bien ahora hay más diversidad en estilos de crianza y colegiatura, todos nosotros crecimos siendo evaluados con notas. Y la nota implica que algún compañero sabe más o es más inteligente que otro. “Todo es una carrera, desde entrar al colegio a conseguir la pega con mayor estatus. Nuestros padres tienen expectativas de nosotros y luego la sociedad espera ciertas cosas con respecto a los roles tradicionales de género. Hay un ideal de mujer y un ideal de hombre. Y en un modelo neoliberal de consumo y de imágenes, también hay una expectativa con respecto a lo que es ser linda, sensual, talentosa y querible”, explica. “Y en esas presiones, uno también se valida frente al otro desde eso que se espera, y eso sigue perpetuando esa lógica. Si no cumplimos con esos estándares, nos frustramos, y eso es más fuerte hoy por las redes sociales, porque todos en Instagram son felices y bellos. Y si no lo son, hay filtros. Esto invita a una comparación constante”.
Pero más que eso, invita a una autodevaluación. “Pienso en la psicología positiva y el coaching; hay una invitación a ser felices y que lo podemos lograr porque depende de nosotros, pero si es así y el otro pudo y yo no, me siento más frustrada aun y más me voy a comparar desde lo autodevualuativo”, explica González. “Al final, que los padres quieran que sus hijos simplemente sean felices de la manera que quieran o puedan, invitaría más a que cada uno viva su propio proceso, sus propios tiempos y la posibilidad de elegir y estar satisfechos con el camino y resultado propio”.
Porque en definitiva, como explica Matamala, centrarnos en el otro, o en lo que nos falta, nos lleva a una sensación más profunda de ausencia y de nunca quedar satisfecho con lo que tenemos. “La ausencia de satisfacción es muy propia de esta cultura, porque siempre hay algo más que lograr y sentimos que nunca cumplimos los ideales. Se transforma en una voracidad que termina generando una sensación de vacío permanente con la que nos cuesta lidiar”.
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