En su libro El arte y la ciencia de no hacer nada (2014), el científico e ingeniero estadounidense Andrew J. Smart postula que el cerebro no solo permanece activo cuando no está concentrado en una tarea en particular, sino que bulle en actividad cuando está en un estado de aparente reposo. En sociedades en las que se nos enseña que nuestro valor como ser humano tiene una relación directa con nuestra capacidad productiva, este libro viene a desestabilizar la creencia común que determina que el ocio es perjudicial para nuestro desarrollo y que el “no hacer nada” implica una pérdida de tiempo. Y es que Smart plantea lo contrario: según él, la multiactividad puede ser nociva para el cerebro que más bien requiere de momentos de ocio para poder incurrir en la creatividad, porque son justamente esos momentos los que permiten que se activen ciertas regiones cerebrales que tienen que ver con el autoconocimiento.
Al plantear esto, Smart vuelve a tematizar un concepto del cual mucho se ha reflexionado que es que en sociedades modernas el aburrimiento ha adquirido una connotación negativa. Justamente, porque ha primado la noción del ’negocio’, cuya etimología deja claro que se trata de una negación del ocio, como explica el psicólogo y docente de la Universidad Adolfo Ibáñez, Claudio Araya. “Tenemos una tendencia muy fuerte hacia llenar los espacios supuestamente vacíos, hacer más y producir más. Al mismo tiempo tenemos una necesidad biológica por no hacer nada y descansar, y así permitir que el pensamiento no instrumental se manifieste”, explica. “Ahí aparecen cosas muy interesantes como la capacidad de ser conscientes respecto a cómo funciona nuestra mente e ir generando un espacio de quietud del cual puede brotar la creatividad y el pensamiento no instrumental. Por eso es tan valioso tener espacios establecidos en los que no se hace absolutamente nada, aunque sean unos minutos”.
El aburrimiento –y el ocio– han sido tópico central de muchos autores de la modernidad. Tolstói hablaba “del deseo del deseo”; Heiddeger lo categorizó –el aburrimiento mundano y el malestar inherente a la condición humana–; y muchos años después, el psicoanalista Adam Phillips lo definió en su libro On Kissing, Tickling and Being Bored (1993) como “un estado de animación suspendida en el que todo y nada comienza. Un estado de inquietud difusa que contiene el deseo más absurdo y paradójico: el deseo del deseo”. Y entre medio, muchos otros especialistas formularon sus teorías al respecto. Pero desde la revolución industrial en adelante el diagnóstico ha sido más bien negativo porque pareciera primar la idea de que el aburrimiento es un estado que hay que rechazar o del que hay que rehuir. O incluso más que el aburrimiento, aquellos momentos en los que nos permitimos no hacer nada –nada cuantificable–. De ahí que el tiempo de ocio ha estado encadenado inevitablemente al trabajo –supuestamente su antítesis, según postula el filósofo Theodor Adorno–, al punto de llegar a monetizar o sacarle el provecho a lo que antes se hacía por mera diversión o sin una finalidad específica.
Es, según plantean los especialistas, lo que se ha visto en los meses de cuarentena, en los que aquellos que no se vieron mayormente afectados en términos económicos o que no tienen familia, optaron por llenarse las horas libres de más actividades. Pudiendo, en algunos casos, hacer lo contrario. “Existe una intolerancia total a que nos aburramos. Todo lo que tiene que ver con reflexionar, contemplar, simplemente soñar despiertos, se lo ve como ‘no hacer nada’ o como una pérdida absoluta del tiempo. En ese sentido, el aburrimiento pasa a tener una connotación negativa, molesta, que se asocia a la falta de interés y a la insatisfacción”, explica la psicóloga clínica y académica de la Universidad Diego Portales, Guila Sosman.
Y esto, como señala la especialista, tiene que ver con el hecho de que desde pequeños se nos enseña que el ser humano es valioso en cuanto produce y si no produce constantemente, no es ni valioso ni válido. “Se nos socializa desde chicos en la productividad y con la idea de que hay que hacer rendir el tiempo lo más posible. Hemos sido educados para ser productivos y el tiempo se cuantifica en esos términos. Somos valiosos como hijos en la medida en que producimos, estudiamos, tenemos amigos y nos sacamos buenas notas. Y el no serlo nos genera culpa y una merma en la autoestima”.
El tiempo, según Sosman, se lo mide actualmente en pos de la producción. “Ya tenemos integrado dentro de nuestra subjetividad que para ser valiosos no podemos ser ni flojos, ni perezosos, y todos esos calificativos que los padres usan con sus hijos. Porque reina la idea del progreso, de que tenemos que estar constantemente progresando o mejorando”, explica. Pero ese ideal de progreso tiene que ver, según señala, con poseer más bienes y rendir más en el trabajo. “Ojalá uno de los aspectos de la pandemia sea que nos ayude a definir lo que significa para nosotros progresar. ¿Significa trabajar más? ¿Tener más? Creo que eso es importante para definir cómo administramos nuestro tiempo de aquí en adelante”.
Como plantea la periodista y columnista Margaret Talbot en un artículo reciente publicado en la revista estadounidense The New Yorker, el diagnóstico histórico del aburrimiento ha contenido un elemento de crítica social a menudo relacionado a la vida bajo el sistema capitalista. “El supuesto tiempo libre, los ‘hobbies’ y las vacaciones obligatorias que nos vuelven a conciliar con la jornada laboral son realmente una señal de nuestra falta de libertad”, escribe. O, como explica Sosman, basta con analizar que todas las palabras que tienen que ver con el tiempo parecen tener directa relación con la economía: “la administración del tiempo” o la “pérdida de tiempo”.
La brecha de género en el ocio
Como explica Sosman, al hablar de ocio es necesario entender cómo se asocia al género, especialmente en meses en los que las problemáticas que afectan a las mujeres se han agudizado y vuelto más visibles. Según el informe La dimensión personal del tiempo, realizado por el Instituto Nacional de Estadísticas (INE), mientras las mujeres le destinan en promedio 5,94 horas al día al ocio, los hombres le destinan 6,43. Cuando se trata de las labores domésticas y de cuidado, en cambio, las mujeres le dedican 3,21 horas más que los hombres al día. Es decir, las mujeres tienen menos tiempo de ocio porque le están dedicando más tiempo al trabajo no remunerado.
“La brecha de género no se ve solamente en el trabajo remunerado y no remunerado, se ve incluso en la distribución de las horas dedicadas al ocio. Todavía se considera que el hombre tiene que producir más en el ámbito público y por ende tiene descansar en el ámbito privado. En cambio, se piensa que las mujeres producimos menos en el ámbito público y por ende producimos más en el ámbito privado y nos hacemos cargo de todas las labores domésticas y de cuidado. Esto ha impactado en nuestra salud mental y física, porque tenemos menos tiempo de ocio y una doble o triple jornada laboral. Además, se nos permite menos el aburrimiento; vemos que el hombre tiene sus tiempos para ver fútbol, por ejemplo, y las mujeres están lavando o atendiendo. Esto puede sonar estereotipado, pero lamentablemente sigue siendo así”, explica Sosman.