Radiografía al bullying en tiempos de pandemia
Giselle (15) recuerda con fecha y horario exacto la vez que abrió su Whatsapp y vio que en el grupo de sus compañeros del colegio tenía 189 mensajes sin leer. Deslizó el dedo por la pantalla para poder leer la conversación desde el principio, y en la medida que fue subiendo, vio que su nombre había sido etiquetado varias veces. Se puso ansiosa y movió el dedo más rápido. Hasta que se detuvo. Ahí, en su pantalla, vio que había una foto de ella –probablemente sacada en la clase online a la que habían asistido media hora antes– con un texto que acompañaba y decía ‘esto es lo único que sabe hacer’. En la imagen aparecía ella con la boca abierta comiendo un plátano.
Estuvo helada durante varios segundos. Sintió pena y rabia, pero por sobre todo vergüenza. Tanta, de hecho, que no quiso seguir leyendo. Pero en paralelo su amiga le había escrito por interno que no se sabía quién había sido el autor de la imagen pero que juntas lo iban a averiguar. Le prometía que se trataba de un pantallazo inoportuno, sacado de contexto, pero que no tendría mayores repercusiones. Pero Giselle solo podía pensar en los 189 mensajes que había suscitado la foto. Una foto, por cierto, tomada sin su consentimiento, en la que ella realizaba un acto totalmente mundano e inocuo. Y una foto que finalmente se viralizó y estuvo dando vueltas durante meses. Cada vez que la situación lo ameritara, alguien volvía a mandarla por mensaje. Y a Giselle se le apretaba el pecho cada vez que la veía.
No dijo nunca nada y no le contó ni a sus papás ni a los coordinadores del colegio. Por lo contrario, se aseguró de no prender nunca más la cámara durante los meses de clases virtuales. Y cuando su amiga le dijo que podían denunciar, mostrar los pantallazos y contarle a sus papás, ella solo le pidió que lo olvidaran.
Esta no era la primera vez que Giselle sufría una situación de acoso. A los 14, luego de pelearse con la que hasta ese entonces había sido su amiga más cercana, fue víctima de una serie de hostigamientos en la sala de clases. Recibió durante mucho tiempo notas anónimas con mensajes agresivos respecto a su apariencia física. Que tenía caspa, que había subido de peso y que nunca iba a tener pololo. Un día, de hecho, encontró un cuaderno en el laboratorio de ciencia y cuando lo abrió encontró una conversación escrita entre varios en la que se comentaba lo que se había puesto el día anterior, cuando presentó frente a todo el curso. ‘Esa polera la hace ver más pechugona’, decía un comentario. ‘Eso es lo que quiere’, decía otro. Esa vez, sintiéndose expuesta y movida por una tristeza e incomodidad profunda que nunca antes había sentido, trató de acercarse a su ex amiga para preguntarle si había sido ella, pero solo fue ignorada y objeto de risas por parte de todo el grupo. Desde ahí en adelante decidió que no sacaba nada con enfrentar estas situaciones. Las soportaría en silencio y haría su mayor esfuerzo para hacer de cuenta que no ocurrían. Total, algún día tendrían que pasar.
El problema es que no dimensionó que en tiempos de pandemia, lo que antes lograba delimitar a un único espacio físico –el colegio–, la perseguiría durante todo el día. Y es que es eso lo que caracteriza al ciberacoso y ciberbullying; que se vuelve omnipresente, porque las plataformas tecnológicas por las que se realiza también lo son.
Giselle no es la única. Los estudios internacionales demuestran que 1 de cada 3 niños estaría implicado –siendo víctima, victimario o testigo– en alguna forma de acoso. Mientras que 1 de cada 5 en alguna forma de ciberacoso. Y es que el bullying como fenómeno ha estado presente siempre, pero recién en las últimas décadas se lo denominó, clasificó y empezaron los estudios. El psicólogo, académico de la Universidad Diego Portales e investigador de Núcleo Milenio, Álvaro Jiménez, explica que si bien el fenómeno ha variado a lo largo del tiempo, hay ciertas características que son definitorias: Para que se trate de acoso o bullying, tiene que haber una intención de dañar al otro. En segundo lugar, tiene que haber un desequilibrio de poder, porque el agresor es o físicamente más fuerte o tiene mayor influencia social que la víctima. En tercer lugar, tiene que ser repetitivo y sistémico y, por último, que predomine la ley del silencio. “Yo agrego esa cuarta definición porque es transversal a todos los casos; en esa lógica de asimetría de poder, tanto los participantes como los testigos se quedan callados y por ende se genera un círculo vicioso y se invisibiliza el acoso”, explica.
A eso se le suma que el ciberacoso puede tener incluso mayor impacto o alcance por el solo hecho que se da en plataformas digitales. Como explica el Doctor en psicología y educación y Director del Centro de Estudios de Bienestar y Convivencia Social (CEBCS), Jorge Varela, existe hoy en día un debate con respecto a si el ciberacoso es un subtipo de acoso escolar o si derechamente forma parte de un tipo de agresión por sí sola. “Estudios han demostrado que cuando en la dinámica de acoso escolar hay además acoso cibernético, eso aumenta los impactos negativos en las víctimas. Lo que queda claro es que se trata de un correlato; en un mundo pre pandémico, era muy raro encontrar a alguien que lo hostiguen virtualmente sin que haya un correlato de eso en la sala de clase”, explica.
Es eso, justamente, lo que le ocurrió a Giselle. Y como muchas y muchos, la opción suele ser la de no contar. “Pocos piden ayuda porque las dinámicas de abuso son vividas por las víctimas como algo culposo y desarrollan la idea de que por algo será que les ocurre. También existe un temor a la represalia y consecuencias, y muchas veces no saben a quién recurrir. Además estamos hablando de una edad en la que es poco probable que tengan una comunicación fluida con adultos, es un momento en el que están en plena búsqueda identitaria y van a tender a ser más introspectivos”, explica Varela. A eso, Jiménez le suma que una de las barreras más importantes para la ayuda en salud mental suele ser la de los procesos de estigmatización y auto estigmatización.
En tiempos en los que gran parte de nuestras vidas se ha volcado al espectro digital y en los que, en muchos casos, las autoridades del colegio no han podido estar al tanto de lo que ocurre en esa dimensión, ¿qué está pasando con el bullying y quién se hace cargo?
¿Un tema de género?
Un niño que no quiere prender la cámara durante su clase virtual porque sus compañeros le toman fotografías que luego convierten en memes. Una adolescente avergonzada porque tras terminar un pololeo su ex difundió packs o imágenes íntimas por las que recibe insultos en sus redes sociales de quienes incluso consideraba amigos. Una joven universitaria que envió un audio de desahogo a un grupo de Whatsapp que terminó viralizándose entre conocidos y desconocidos.
Padres, profesores, autoridades y expertos en el área ven con preocupación que las prácticas de ciberbullying pueden ir ganando terreno debido a la pandemia, y las cifras ya muestran una tendencia: pese a que en el 2020 las denuncias por maltrato entre estudiantes disminuyeron con respecto al 2019, las de ciberacoso fueron en aumento. Si en 2019 las 421 denuncias de ciberacoso representaban un 13,6% de las de maltrato físico y psicológico entre estudiantes, en 2020 las 72 denuncias relacionadas con esta materia representaron un 25,8% de la misma categoría, según comenta el superintendente de Educación, Christián O’Ryan.
Por otro lado, si en 2019, 14 de cada 100 denuncias de maltrato entre alumnos correspondían a ciberacoso, en 2020 este número aumentó a 26 ¿Su principal diferencia con el bullying tradicional? Que este se puede producir las 24 horas al día afectando a la víctima no sólo en el colegio, sino también en su hogar, lo que provoca una sensación “de entrampamiento y de no poder escapar”, según explica Jiménez. “Ya no hay espacios seguros, el acoso los persigue en todas partes y te acompaña en todas las dimensiones de tu vida”, agrega.
Las manifestaciones de este tipo de bullying también son diversas y van evolucionando a la par con el desarrollo de nuevas aplicaciones: puede darse a través de la publicación de textos o imágenes dañinas de una persona en redes sociales como Whatsapp, Instagram o Tiktok; a través de la suplantación de identidad; de la divulgación de información privada o rumores sobre una persona. Además, algo que lo caracteriza es la soledad en la que los jóvenes viven estas situaciones. “Las chicas no quieren ni contarle a los papás ni a los colegios y nos escriben a nosotros. Sienten ansiedad, angustia, miedo y una sensación de culpa”, explica Emmanuel Pacheco, director ejecutivo de la Fundación Kathy Summer, organismo que todos los días recibe testimonios de adolescentes que están enfrentando situaciones de acoso a través de las redes sociales.
“Cuando son menores de edad guardan lo que les pasa por bastante tiempo y no le cuentan a nadie hasta cuando ya no son capaces de soportarlo más solas y se atreven a pedir ayuda. Las que tienen mayor edad tienden a apoyarse en sus amistades, pero prefieren eso antes que buscar ayuda concreta o denunciar a quienes las están agrediendo”, aclara. En la experiencia de la fundación Summer, acuden en búsqueda de contención emocional principalmente mujeres entre los 14 a los 24 años, de orígenes socioeconómicos diversos. Según Pacheco, durante la pandemia “ha aumentado el ciberacoso sexista y sexual”, y manifiesta preocupación que estas situaciones afecten cada vez a chicas más jóvenes.
Desde la Superintendencia de Educación explican que justamente en 2018 y 2019 se identificó a las mujeres como las más afectadas con un 75,1% y 70,3% respectivamente. Sin embargo, durante el año 2020, esta cifra se igualó, alcanzando un 47,2% para los niños y un 51,4% para las niñas. “En 2020 este escenario cambió y ahora tanto los niños como niñas están sufriendo de igual manera este acoso, por tanto es de suma importancia que las familias y los establecimientos busquen estrategias para abordar esta situación en conjunto”, comenta el superintendente de Educación.
Por su lado, el Estudio Nacional sobre Ciberacoso en Pandemia -presentado por la Secretaría General de Gobierno y la Fundación Summer el 23 de marzo de este año- reveló que un 49% de los participantes (de un total de 2.370 personas) reconocieron haber sido acosados virtualmente al menos una vez en los últimos tres meses.
De ellos, un 88% declaró haber sido amenazados por internet o redes sociales al menos una vez dentro del mismo período de tiempo. Respecto a los ciberacosadores, el 18% de la población de adolescentes y jóvenes confirmó que ha acosado en los últimos tres meses una vez o más. De ellos, el 73% son hombres. Además, el 44% de este segmento de la población presentaba sintomatología indicativa de un trastorno depresivo mayor al momento de ser aplicada la encuesta.
Al ser consultados los ciberacosados sobre sus reacciones frente a esta práctica, un 42% dice que prefiere ignorar lo que está pasando. Le siguen las opciones “decirle que se detuviera por el mismo medio” con un 27% y “hacerme daño” con un 27%. Esta última opción es indicada como reacción por el 47% de los ciberacosados entre 15 y 19 años. Mientras que pedir ayuda a terceras personas es una opción poco frecuente, ya que un 16% prefiere hablarlo con sus amigos, un 4% con sus padres y un 1% prefiere decirle a un profesor o inspectores. ¿Quién se hace cargo entonces?
Según explica Jiménez, son todas y todos los que deben hacerse cargo. En el caso de las escuelas es toda la comunidad escolar la que tiene que estar involucrada en la prevención y respuesta. “Hay que fomentar un uso responsable de las tecnologías y redes sociales, enseñar a proteger información personal y a resguardar la privacidad, lo que en caso de los adolescentes es difícil porque cuesta establecer ese límite entre el mundo virtual y presencial”, explica. “También los adolescentes tienen que saber que no hay que responder a los mensajes de acoso porque eso podría aumentar la espiral de ofensa, pero sí hay que buscar ayuda, por eso es tan clave socializar este tema y sacarle el tabú. Y por supuesto, no participar o fomentar las burlas por redes, sino que denunciarlas”.
Además explica que hay ciertos programas que han demostrado ser efectivos a nivel internacional, y que en su mayoría tienen un carácter integral que no ponen el foco únicamente en uno de los actores involucrados, sino que asumen el bullying como algo sistémico que afecta a todos. “Son programas que tienen un componente de formación de profesores en las escuelas y de los padres para detectar y responder”, explica.
Y es que en Chile existe la Ley de Violencia Escolar que promueve la buena convivencia y busca prevenir todo tipo de violencia física, psicológica, agresiones u hostigamiento en los establecimientos escolares, por la cual, según explica Jorge Varela, se ha creado un cargo –el encargado de convivencia escolar– en los colegios. Algo que hace 15 años atrás, cuando él empezó a estudiar el tema, no existía. Además, la ley establece que todo colegio debiera contar con un protocolo y política anti violencia. “En ese sentido hemos avanzado, pero todavía falta capacitar a los profesores. La falta más grande está en empoderarlos, porque al final del día, teniendo las capacidades, lo que se puede hacer es cambiar la cultura entera dentro de la comunidad escolar. Una cultura que normaliza el maltrato y naturaliza que en una sala se hagan comentarios o se lo llame a alguien con un sobrenombre ofensivo, es una cultura en la que se perpetúa el acoso. Pero si hay adultos que están con una postura de cero tolerancia frente a esto, los alumnos entienden que no se hace”, explica.
Por su lado, Miguel Ángel Guelet, coordinador de la Fundación Todo Mejora en Los Lagos y orientador del Colegio Domingo Santa María de Puerto Montt, llama a las familias y comunidades educativas a estar alerta ante ciertas conductas de los menores de edad que podrían indicar que están siendo víctimas de acoso virtual: aislamiento en la casa; dificultades para interactuar socialmente; alteraciones en sus hábitos del sueño y alimentación; desmotivación general y no querer participar de las clases, lo que tiene relación con deserción y abandono de sus actividades comunes. En casos más severos, se puede observar un aumento en el consumo de alcohol o drogas, cambios en el estado de ánimo y comportamientos o pensamientos auto lesivos o suicidas.
Pacheco lamenta que la mayoría de los establecimientos no hayan adaptado sus protocolos de acción ante estos casos a la situación pandémica: “Hay una intransigencia de parte de muchas instituciones educacionales de entregar el contenido a toda costa, sin intervenir psicosocialmente con sus alumnos. Los protocolos que se siguen implementando son los que existían antes de la pandemia y dudo que algún colegio los haya tocado, o esté incorporando las temáticas de Zoom. Lo que han logrado hacer es establecer normas de convivencia en la sesión de Zoom pero no en una lógica de protocolo de acción”. Por eso Guelet es enfático al comunicar que los jóvenes no están solos: “Normalmente la red de apoyo está más cerca de lo que uno cree. El paso de hablarlo va a ser la liberación de ese miedo o esa amenaza que puede generar el ciberacoso. Hay que hablar, denunciar, expresar lo que pueda estar pasándole a alguna persona de su red de confianza o a alguna persona importante en su vida. Al comunicarlo se va a activar una red de amor que va a impedir o mejorar la situación que está viviendo en internet”.
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