Paula 1149. Sábado 7 de junio de 2014.
El 27 de abril, al despertar, Macarena Ibacache Guzmán (17), alumna de cuarto medio del colegio Saint George's, de pelo castaña, personalidad fuerte y siempre llena de actividades –es presidenta del centro de alumnos, voluntaria de Un Techo para Chile, está pololeando y quiere estudiar Medicina– se fue directo a la pieza de sus padres para abrazar y saludar a su mamá, Andrea Guzmán, que ese día cumplía 48 años.
Ese domingo había celebración en la casa. Vendrían a almorzar la abuela, todos los tíos y primos y Macarena quería ayudar a su madre, que está inmovilizada, a verse bonita. Tomó la caja con maquillaje y se sentó al lado de Andrea.
–¿Cuál sombra de ojos te gusta más? ¿Esta? Y le mostró una en tono tierra.
Andrea pestañeó y Macarena entendió de inmediato que eso era un sí. Después le aplicó la sombra en los párpados, puso un poco de rímel en las pestañas y un poco de rouge y brillo en los labios. Le arregló la chasquilla con las manos, le dio una mirada final y le acercó el espejo.
–¿Te gusta cómo quedaste?
Andrea pestañeó de nuevo y Macarena supo que le había gustado. Luego Andrea miró hacia arriba y entornó los ojos, señal de que algo pasaba.
–¿Quieres decir algo?, preguntó Macarena.
Andrea pestañeó. Había un abecedario impreso sobre el velador, pero su hija ya lo sabe de memoria, así es que empezó a deletrear letras.
–¿Vocal? Vocal. A, E, ¿A? La A. ¡Ah, ya sé! ¡Los aros! Se me había olvidado...– Macarena fue a buscarlos y se los puso. Entonces Andrea pestañeó de nuevo y sonrió, señal de que ahora sí estaba lista.
Andrea Guzmán sufre desde hace diez años de esclerosis lateral amiotrófica, una rara enfermedad neuromuscular que afecta a una persona cada 100 mil y que se origina cuando unas células del sistema nervioso disminuyen gradualmente su funcionamiento y mueren, provocando una parálisis muscular progresiva. No se sabe por qué sucede ni tampoco se ha descubierto una cura.
Progresivamente, desde que recibió el diagnóstico en 2004, ha ido perdiendo la movilidad de su cuerpo. Primero perdió la movilidad de sus manos. Luego tuvo que usar bastón para caminar, después silla de ruedas. Los músculos del tronco también se fueron adormeciendo y llegó un punto en que ya no pudo sostenerse por sí sola. Pero lo más duro, asegura, fue perder la capacidad de hablar.
"Me duele no poder ir a la cama de mis hijas a acompañarlas mientras se duermen; ahora son ellas las que se meten en mi cama y me cuentan sus cosas para que me duerma. Me cuidan, me peinan, me maquillan. Me ayudan a elegir los aros y en todo lo que no puedo hacer con mis manos".
Andrea solo puede mover sus ojos y algunos músculos de su cara. Se alimenta a través de una sonda y respira con ayuda de un ventilador mecánico. Pero su mente y sensibilidad siguen intactas. Entiende perfectamente lo que le pasa y ha pasado por todos los estados posibles: rabia, pena, miedo, impotencia, frustración.
Pero también entiende –aunque ha sido un proceso difícil– que, pese a todas las renuncias y limitaciones, ella sigue ahí y su familia la necesita. Por eso decide el menú de la semana junto a su nana Carmen. Interroga a sus hijas sobre cómo va el colegio y, a la mayor, por su pololeo. Opina sobre la ropa de su marido, advirtiéndole cuando la camisa no combina con el pantalón. Y se queja de su estado con su asistente, Paula, quien la ayuda a revisar y contestar los mails. Por eso escribió un libro de 368 páginas, llamado Diario de mi sombra, que se lanzó en abril, tarea que le tomó cinco años. Lo comenzó tecleando ella misma en su computador y después, cuando perdió la capacidad de moverse y de hablar, lo terminó pestañeando letra a letra, mientras sus hijas o su marido tomaban nota. Andrea lo explica así en su libro: "Escribir fue la forma de exorcizar mis demonios. Escribí para distraer mi mente del cuerpo en el que está encerrado. Escribí para dejar de sentirme como una momia… Para soportar esta tortura casi insoportable… Para que mis hijas y las personas que quiero conozcan el profundo amor que siento. Escribí porque es una forma de vivir, de estar presente, de dejar mi testimonio".
LA DEPREDADORA
Hasta 2004, cuando comenzó la enfermedad a manifestarse (se caía sin motivo alguno en la calle), Andrea Guzmán fue una mujer sana, deportista, que rara vez tomaba remedios o iba al doctor. Tenía 37 años y era directora de Estudios del programa Enlaces, del Ministerio de Educación. Sus hijas tenían 7 y 5 años. "Tocaba guitarra y cantaba canciones de Silvio Rodríguez, se bañaba en la piscina con nosotras, nos contaba cuentos antes de dormir", dice Macarena, la mayor.
El diagnóstico, luego de consultar a varios traumatólogos, neurólogos y especialistas, llegó varios meses después. Y el golpe de esa noticia fue feroz. Andrea lo anotó así en su libro: "lloramos juntos con mi marido, abrazados, sentados en el suelo de nuestra habitación... Me dio pavor, angustia y desesperanza pensar en la posibilidad de morir y dejar a mis dos hijas".
Antonia, la hija menor, de ojos azules y largo pelo rubio y rizado, que ahora está en segundo medio del colegio Saint George's y es scout, se acuerda de que sus papás un día la sentaron a ella y a su hermana en un sillón. Los dos empezaron a mirarlas fijamente hasta que su papá rompió el silencio y les dijo que su mamá estaba enferma, que le dolía mucho la columna y que a partir de ahora había que cuidarla y regalonearla mucho. Sus papás no quisieron asustarlas con más datos, porque aún no sabían a qué velocidad iba a evolucionar la enfermedad.
Las niñas no se alarmaron. "Al principio creíamos que mi mamá tenía un problema en la columna y tenía que sentarse y descansar, pero que se le iba a pasar. La veíamos probando gotas para caminar mejor y nosotras jugábamos con eso. Nos sabíamos de memoria las dosis de sus remedios y a qué hora había que dárselos", recuerda Antonia.
Pero la enfermedad avanzaba, implacable. Como una depredadora –dice Andrea en su libro– que va engullendo cada una de sus funciones y capacidades.
"Un día la vi bajando la escalera sentada. Ahí entendí que su enfermedad no era un simple dolor de espalda", recuerda. Antonia dice que cuando niña, en los dibujos escolares, retrataba a su mamá sentada, siempre, porque no la recordaba de pie. "Rezaba todas las noches, tenía un altar en la pieza, me iba a confesar hasta por las cosas más chicas. Pensaba que si era muy buena, mi mamá se iba a mejorar. Después, a los 12, como lo único que hacía mi mamá era empeorar, pensé: tal vez no es que yo no haga lo suficiente, sino que tampoco hay nadie que me escuche. Y dejé de creer en Dios", dice Antonia.
A medida que Andrea perdía la función de sus manos y sus piernas, su marido y sus hijas la asistían en todo lo que podían. "Me duele que ya no pueda ir yo a sus camas a acompañarlas mientras se duermen; ahora son ellas las que se meten en mi cama y me cuentan sus cosas para que me duerma", describe Andrea. Pero su peor golpe vino cuando perdió la función de sus cuerdas vocales y ni siquiera sus hijas podían entender lo que decía, por más que se esforzaran.
Andrea se derrumbó anímicamente. Lloró por varios días seguidos. El sistema de señalar cada letra con un pestañeo era agotador y, además, frustrante, porque no podía evitar pestañear naturalmente, lo que llevaba a confusiones. Lo único que aliviaba su angustia era la rapidez y sintonía fina con que sus hijas aprendieron a leer sus gestos y pestañeos. "Cada vez que mis hijas entraban a contarme sus anécdotas, era tanto lo que me reía y disfrutaba con ellas, que desaparecía todo propósito delirante de mi mente", dice.
A sus hijas les gusta hacerla reír. "Mi mamá cuando es irónica, sonríe y mira para arriba", explica Antonia. "Es la máxima señal de que en verdad la hiciste reír. Cuando más se ríe es cuando yo y la Maca peleamos en broma. O cuando mi papá le dice que la quiere mucho, lo mira irónica, con esa risa y ojos para arriba", dice.
Hasta 2004, cuando comenzó la enfermedad a manifestarse, Andrea Guzmán fue una mujer sana, deportista, que rara vez tomaba remedios o iba al doctor. Tenía 37 años, era directora de Estudios del programa Enlaces, del ministerio de Educación y en sus tiempos libres le gustaba tocar guitarra y cantar canciones de Silvio Rodríguez.
"DÉJENME SOLA"
El verano de 2012 Andrea fue internada de urgencia en la UTI por una insuficiencia respiratoria aguda. Las primeras 72 horas estuvo con alto riesgo vital, sedada y conectada a ventilación mecánica. Tuvieron que hacerle una traqueotomía, para mantenerla conectada al ventilador mecánico y una gastrostomía. "Mi papá estaba con los ojos llorosos y, aunque no me decía que mi mamá se podía morir, igual se le notaba. La primera noche me la lloré entera. La noche siguiente me tomé una pastilla para dormir, porque sabía que tenía que estar todo el día con mi mamá, para ayudarla a comunicarse en caso de que despertara", cuenta Macarena, que entonces tenía 14 años y su hermana Antonia, 12. "Hicimos la función de traductoras y por eso nos dejaban entrar a la UTI, al principio, aunque no se permitían menores de 15 años", agrega. Desde las 8 de la mañana hasta la medianoche, Macarena y Antonia se turnaban para estar junto a su mamá. Se llevaban una mochila con colación, libros y calcetines de pólar. Para poder pasar sin problemas, todos los días espiaban la nueva clave que tecleaban las enfermeras, la repetían y entraban de nuevo. Si alguien se asomaba, se escondían debajo de la cama. "Mi mamá estaba muy mal, pero esas cosas le daban risa", dice Antonia. Después del trabajo llegaba el marido, Luis Ibacache, a pasar la noche al lado de su mujer.
En total estuvo quince días en la UTI y siete en la UCI. Pero, al regresar a casa, la angustia de Andrea se agravó. Ahora debía estar conectada a un ventilador mecánico para poder vivir y la pieza se transformó en una clínica domiciliaria, con cuidadores que se turnan 24 horas al día y la cama matrimonial donde hasta entonces dormía con su marido fue reemplazada por un catre clínico. Para todos en la familia fue difícil que de un día para otro entrara gente extraña a habitar su casa. Y para Andrea fue peor, porque lo vivió como un abandono. Ella relata en su libro: "Mi marido optó por irse de la pieza dejándome en la agonía del aislamiento total y en la extrema dificultad de comunicarme con mis auxiliares en plena oscuridad… Los meses que siguieron a mi hospitalización fueron una tortura. Mi marido hace lo que quiere. Sale, llega tarde, no avisa… Él no quiere irse y yo ni siquiera puedo llamar a los carabineros para denunciarlo por violencia intrafamiliar. Él actúa en total impunidad". Luis Ibacache matiza estas líneas, explicando que a los pocos días instaló una cama de una plaza, con doble colchón, para dormir de nuevo junto a Andrea. Pero ella estaba furiosa. "No es que yo me hubiera ido, sino que ella me echaba a cada rato de la pieza. A mí y a las niñas. Fue el periodo en que peor lo pasó y le dio una rabia horrible, que descargaba principalmente conmigo. Y como andaba de mal genio, a las niñitas las retaba y castigaba por cualquier cosa", dice.
En su libro, Andrea Guzmán reconoce: "Por cierto, nadie lo pasa bien. Mi familia tiene que soportar mi continua angustia. Estoy permanentemente enojada por lo que considero es el egoísmo de ellos. No quiero que me hablen ni quiero que estén en mi pieza. Muchas veces busco las cosas más hirientes para enrostrárselas. Los llamo 'egoístas', les reclamo por su 'crueldad', les digo que 'preferiría que me internaran en una institución para inválidos'... Por supuesto, después les reclamo porque me dejan sola".
"Escribir fue la forma de exorcizar mis demonios. Escribí para distraer mi mente del cuerpo en el que está encerrado. Escribí para dejar de sentirme como una momia… Para soportar esta tortura casi insoportable… Para que mis hijas y las personas que quiero conozcan el profundo amor que siento. Escribí porque es una forma de vivir, de estar presente, de dejar mi testimonio".
Estas acusaciones se las hacía con pestañeos, que sus hijas traducían simultáneamente. "Su palabra favorita en el minuto era 'cruel'. Por lo que sea que hiciéramos, éramos todos crueles. O si estaba enojada con mi papá, nos mandaba a decirle mensajes como 'díganle que es un imbécil y que se vaya de la casa'", dice su hija mayor, Macarena. Y agrega: "lo más difícil es que uno la ayudaba a decirnos esas cosas. Me empezaba a dar cuenta de la palabra que me iba a decir y se me quebraba la voz. Pero claro, si me negaba a traducirla, me sentía culpable, porque la estaba privando de su capacidad para comunicarse. No sabíamos qué hacer ni cómo reaccionar".
Intentaron varias estrategias. Tuvieron conversaciones serias, los cuatro juntos, en que terminaban todos llorando. Las niñas le decían: "mamá, somos tus hijas, no nos hagas esto" y Andrea no respondía, a veces ni siquiera las miraba.
La menor, Antonia, que ya tenía 13 años, fue la primera que se quebró ante el ambiente tóxico de esos meses. Le dio depresión y lloraba todos los días. Estaba con apoyo de un siquiatra y sicólogo. Terminó refugiándose en la casa de su abuela materna durante dos meses.
En ese momento todos se enojaron con todos. Andrea con Antonia, por "abandonarla", y con todos los demás, por ir a verla adonde la abuela. Macarena se enojó con su hermana Antonia, porque "qué se creía ella al irse de la casa cuando la que lo estaba pasando mal era la mamá". Todos estaban desgastados, atrapados en un círculo vicioso, sin saber cómo actuar. Finalmente, la familia empezó a enfrentarse a Andrea, a tratar de hacerla razonar. Ella describe: "A raíz de un castigo absurdo a mi hija mayor, mi marido me lanzó todo lo que sentía desde que salí de la clínica. Me dijo que para mí nunca nada es suficiente y que no era capaz de ver las necesidades de él ni de mis hijas. Entonces, esa vez sentí que debía oír y reflexionar".
CANCIONES PARA LA ANGUSTIA
Durante todo ese tiempo, los amigos más cercanos ayudaron a mitigar esta crisis familiar, bombardeando a Andrea de libros y textos espirituales. Se reunían con ella a meditar, a hacer terapias, a cantar. Para dejar la rabia de lado y encontrar de nuevo espacios de paz, Andrea se concentró mucho en hacer meditación y en terminar su libro. "Recé mucho, pensé que en cualquier circunstancia, aún la más adversa, todavía es posible optar por vivir en la luz... En estos largos meses de trabajo terapéutico, de meditación y contemplación, me fui desprendiendo, como una cebolla, capa a capa, transformándome", escribe.
Poco a poco, la relación con sus hijas volvió a ser cariñosa y risueña como antes. Su hija menor volvió a vivir a la casa.
"Cuando nos reconciliamos con mi mamá, me di cuenta de que las dos somos parecidas. Somos más sensibles y emocionales, mientras que mi papá y la Maca son más racionales. Quizás por eso yo soy la que ayuda a mi mamá con sus crisis de angustia. A veces la veo llorando sola y trato de distraerla para que se le pase. Le pongo un CD que le guste de Serrat o Sabina y empezamos a concentrarnos en la letra. Es una terapia musical que inventé", dice Antonia, que hoy tiene 15 y todos los días llega del colegio a conversarle a su mamá sobre sus series y libros favoritos. "Es la única que me escucha mis cosas nerds. Me mira con su risa irónica. Y después me sorprende con regalos que solo se le ocurren a ella, como un póster gigante de Harry Potter que encargó de Inglaterra", dice Antonia.
El día del lanzamiento del libro, mientras Macarena ayudaba a su mamá a peinarse y a maquillarse, Antonia se dedicó a ensayar en su pieza un texto que había escrito especialmente para la presentación. Lo corrigió y reescribió varias veces en los días anteriores. Estaba muy nerviosa. ¿Le gustaría a su mamá? Partieron al colegio en un transporte especial para sillas de ruedas, el mismo que han usado estos años para ir con su mamá al teatro, exposiciones y recitales como los de Silvio Rodríguez y Manuel García. Cuando llegaron, había más de 400 personas que no cabían en el salón y tuvieron que abrir una segunda sala con pantalla gigante. Se sentaron los cuatro en la primera fila. En la presentación, el ministro Nicolás Eyzaguirre, primo de Andrea, cantó canciones de Violeta Parra en guitarra. Antonia estaba con el corazón acelerado. Pero cuando le tocó su turno, leyó con voz clara su texto, que finalizaba con estas palabras: "Gracias, mamá. Gracias por contar tu historia, gracias por enseñarme todo esto y más, gracias por pelear por nosotros, gracias por ser mamá. Simplemente, gracias por estar viva". Entonces levantó la vista del papel y lo primero que vio fue la sonrisa cómplice de su mamá.