Mi segunda hija nació de un parto cálido, en una sala acogedora. La experiencia fue muy distinta a un quirófano. Estaba rodeada de muy poca gente y no sentía los miedos ni que cometería los errores que viví en el parto de su hermano mayor. Mi hija tuvo la suerte, la buena estrella de los nuevos, de encontrarse con una mujer de 31 años que estaba más fuerte y era más intuitiva. Nada que ver con la que parió a los 23.
Su nacimiento fue en un primaveral día de invierno. El trabajo de parto comenzó con contracciones suaves que rápidamente se intensificaron. Me habían dicho que "el segundo es más rápido", y así fue. Desde que sentí que ese día llegaría mi hija, me tomé muy en serio todo lo que leí tras mi primer parto ocho años atrás. Conceptos como "violencia obstétrica", "el parto es nuestro", "apego", "doulas", "asesoras de lactancia" y "la hormona del amor" vinieron a mi consciencia como una anestesia en esos momentos de dolor.
Sabía que mi cuerpo se adaptaba al tránsito de mi guagua, a su ritmo sabio. Sabía que el calor de mi casa y la compañía de mi pareja e hijo eran el mejor escenario para abrir paso a mi niña. Todo lo que leí en estos años me hizo bien. Llegué a la clínica con ocho centímetros de dilatación, preparada para que el parto fuera a mi manera, completamente mío.
Mi ginecólogo y la matrona me guiaron con cariño, y la instalación era soñada para tratarse de un centro hospitalario, mucho más parecido a un living que un box. Y las pocas mujeres que participaron respetaron mi momento, sumándose a la buena energía de mi parto. Esta ecuación perfecta culminó con el descenso suave de mi guagua, quien apareció con ternura y con la elegancia de quienes no tienen miedo. Me enderezaron un poco para que la viera salir de mí. Fue mágico. Aún con su cordón húmedo y caliente, la pusieron en mi pecho y desde entonces no nos separamos más. Tuvo suerte, al menos más fortuna que su hermano. Nació de un parto respetado y se encontró con esta nueva versión de mí como madre. Empoderada y dueña de mi cuerpo.
Si el primer hijo llegó para cambiarme la vida, la segunda me hizo renacer. No solo parí a mi cría, siento y pienso que parí una versión mejorada de mí misma también. Ésa es la oportunidad que nos dan los segundos hijos. Con el primero me transformé en una mujer invencible, valiente, más cariñosa y honesta. Y en los ocho años de crianza, ahora puerpera, siento cómo a cada instante voy cambiando la piel, sigo en transformación, empoderándome, conociéndome. Voy mejorando.
Es cierto, los segundos hijos no pagan los errores que cometemos cuando somos primerizas. Nos encuentran más sabias. Mi hija me ha sentido segura, ha oído mi voz clara, ha escuchado mi manifiesto de vida sin titubeos. Tiene y tendrá la seguridad que puedo entregarle solo si yo estoy segura también. Se alimentará de mi pecho sin oír que los demás digan si es mucha o poco lo que le doy. Vivirá libre, porque tiene una madre que no permitirá que otros la dobleguen. Le enseñaré desde el ejemplo, que si se trata de su cuerpo, sus deseos, sus sueños y anhelos, solo ella decide. Intentaré criarla desde mis errores y mis aprendizajes, sin grandes pretensiones, con amor y con los ojos abiertos, atenta a los lobos. Podré criarla desde la nueva perspectiva que solo ella y su hermoso nacimiento me han permitido.
Los segundos hijos nos permiten renacer. Nos permiten parir para parirnos, sin miedos.
Jimena (32) tiene dos hijos y es periodista.