El amor y su fragilidad. No importa dónde mires, en todas partes se rompen amores. Rupturas, divorcios, pateos, gorreos, hartazgos, noviazgos que llegan a su fin. Tan frágil es. Hay que saber de antemano que el amor se fractura con poco. Un rasguño, un pellizco, un ojo que se desvía. Un pozo séptico que puedes cavar, pero no siempre limpiar.
Es tan fácil centrarte en el defecto y quedarte ahí a vivir un rato, incómoda en tu intolerancia, pero tan acostumbrada que cualquier otra cosa resulta inimaginable. Cuando llegas ahí probablemente ya es demasiado tarde, excepto quizás por aquellas parejas que se siguen amando porque en el fondo aman al otro también con sus oscuridades.
La famosa antropóloga canadiense Helen Fisher lleva más de 30 años estudiando el amor romántico, y según su teoría, este no dura más de tres años. Lo natural, dice, es la monogamia sucesiva. Formar una relación, criar a un hijo hasta que pueda valerse por sí mismo y buscar una nueva pareja. "Esa fue la norma durante millones de años, porque el ser humano tiene un tremendo deseo de emparejarse y una cierta tendencia a divorciarse y reemparejarse", asegura.
Pasa que, sobre todo en estos tiempos líquidos y vertiginosos, los hombres y las mujeres queremos una vida de verdad. Queremos amor y ternura y lujuria y montañas rusas de emociones. No queremos matrimonios que terminan siendo acuerdos fraternales por el bien de la familia ni mucho menos parejas que se acostumbran a vivir en guerra. Queremos el derecho a respirar aire fresco y a nunca ser demasiado viejos para enamorarnos. Tenemos ese derecho. Por supuesto que podemos equivocarnos al escoger o simplemente el camino que tomó el vínculo se alejó demasiado de quien sientes que eres hoy. Pero no debería haber liviandad en la decisión de desechar lo que construiste.
Solía pensar que el ser humano no nace para ser monógamo y que lo demás era un cuento de hadas. Pero con el tiempo, o quizás con la experiencia del amor en equilibrio, me he transformado en creyente. Digamos que quiero creer en el amor y las Helen Fisher me tienen sin cuidado. Y me gusta pensar en ese amor de viejos que ya no se vuelven locos el uno por el otro pero que siguen sintiéndose orgullosos y seguros y a gusto juntos, en la vida lenta de los últimos años. Una paz compartida que se ganaron, que es un premio a décadas de insistencia. Puede sonar pragmático y conservador, pero de muchas maneras formar una pareja es empezar un emprendimiento e implica asumir responsabilidad. Para que funcione hay algunas cosas que uno debe estar dispuesto a hacer y que van más allá de la compatibilidad o la atracción o el romanticismo. Una es poner energía en el amor, estar atento, pensarse uno mismo en pareja, además de familia e individuo, e invertir tiempo y espacio en hacer cosas juntos, en hablar de los sentimientos, en erotizar, cosas que con los años van perdiendo el atractivo de la novedad y la sorpresa. La otra es tratar de ser mejor persona, siempre, porque en la medida en que te conoces y te amas y le muestras al otro lo mejor de ti, eres capaz de dar y aprendes a recibir.
Al final, el amor duradero es un asunto de dar y recibir en equilibrio. Leí en algún lado -lamento no recordar dónde ni quién lo dijo- que el mundo se divide entre los que tienden en mayor medida a dar y los que son más dados a recibir. Y cuando en una pareja se juntan dos dadivosos, las probabilidades de que construyan un vínculo sólido y bello y duradero son altísimas.