Sacrificar a mi perro, la decisión más difícil
En mi familia siempre tuvimos perros, pero el Raco fue mi primer perro propio. Me lo compré cuando me fui a vivir con amigos. Era un pastor australiano, que es una raza bien activa, y al principio todo se dio de la mejor manera. Yo quería un perro partner, que me acompañara a hacer deporte, a subir cerros, y así fue. Ya de más adulto, cuando se inició sexualmente, cerca del año y medio, empezó a tener problemas con otros perros. Con las personas era súper bueno y como buen pastor, era muy guardián. No era agresivo, pero sí avisaba. Los problemas empezaron después de una caída que tuvo desde un segundo piso en la casa de un amigo. Se pegó fuerte en la cabeza y se quebró una pata. En esa ocasión, el veterinario me dijo que no había que hacer nada y que sólo se iba a recuperar. Me recomendó inmovilizarlo, pero para estos perros tan activos eso es lo peor que les puedes hacer. Además, después de la caída quedó con mucho miedo –como es de esperarse– y cualquier ruido o estímulo lo ponía en un estado de alerta, entonces la manera de reaccionar empezó a ser mordiendo.
A la primera que mordió fue a mi mamá. Fue al poco tiempo del accidente. Estaba amarrado y se empezó a enredar con la cuerda hasta que llegó un minuto en que se empezó a ahorcar. Mi mamá se dio cuenta y lo fue a ayudar. Al levantarlo para soltar la cuerda le mordió la cara. Fue muy terrible y le tuvieron que hacer muchos puntos. Como me empecé a preocupar, le pregunté a un par de etólogos (veterinarios expertos en comportamiento) si era normal, y me dijeron que efectivamente cuando un perro está agonizando es probable que reaccione así, porque sienten que todo es un ataque y que tienen que defenderse. De todas formas me recomendaron, por el trastorno que tuvo, que le diera remedios para la ansiedad.
A los meses se recuperó de la pata y empecé a sacarlo de nuevo, pero generalmente lo tenía que tener amarrado porque se ponía agresivo con otros perros y a mí también me daba miedo que fuera atacar a alguien. Decidí castrarlo para que se calmara un poco y dejara de ser tan 'macho alfa'. El carácter efectivamente mejoró, pero seguía con esas hiperreacciones, que según la veterinaria en ese momento no eran graves, pero se notaba que era un perro con miedo. Y eso me dolía profundamente. No sabía muy bien cómo ayudarlo, ni cómo mejorar esta situación, pero hasta entonces estaba convencido de que lo podíamos lograr.
Después vinieron tres ataques más. Primero mordió a un amigo que fue a jugar con él mientras estaba amarrado, y le quebró un dedo. Luego a otro amigo con el que vivo lo atacó mientras le daba un remedio. Esa vez no estaba amarrado, y mi amigo era muy cercano a él. Y el último episodio fue con mi hermano. Nos habíamos ido a la playa con mi familia, se había portado súper bien y no habíamos tenido ningún problema. El día que nos íbamos, el Raco estaba arriba de la camioneta y mi hermano se fue a despedir. De la nada le mordió la cara y le rajó el párpado. Ahí se volvió más complicado, porque en mi casa ya nadie lo quería tener y en la de mis papás tampoco. Fui a ver a uno de los mejores etólogos de Santiago para ver qué podía hacer, si podíamos trabajar con él para cambiar ese comportamiento, para ayudarlo, pero cuando lo examinó y vio su historial, me dijo que no había muchas alternativas. Me explicó que un perro agresivo es tratable con remedios, pero un perro que tiene miedo y que reacciona a los estímulos sin ningún aviso, es un perro muy peligroso. Me dijo que lo más probable era que volviera a atacar a alguien al menos dos veces al año, y que por lo tanto las opciones eran estas: o lo tenía con bozal las 24 horas o lo sacrificaba, y para que un etólogo –que se dedica a trabajar las conductas de los perros– diga eso, es porque realmente era un peligro y ya no había vuelta atrás.
Después de pensarlo mucho, y con una pena muy profunda, decidí sacrificarlo. Al principio no quería, intenté buscarle un lugar, pero al final entendí que esa era una solución que me iba a dejar más tranquilo a mí, pero no iba a solucionar el problema del Raco, porque en el fondo, iba a ser un peligro en cualquier parte. Y tenerlo con bozal no iba a ser vida. El etólogo me dio una orden y una veterinaria fue a mi casa. Podría haberlo llevado al veterinario, pero sabía que para él, que le cargaba ir, era mucho mejor en la casa conmigo al lado. Aunque para mí fue un momento súper triste y duro, porque el Raco era parte de mi familia, fue una muerte súper tranquila. Le dieron una sobredosis de anestesia, así que se fue quedando dormido mientras yo lo tenía abrazado, de manera paulatina. A mí me costó mucho su partida, pero estoy tranquilo porque hice todo lo que pude. Hoy día tengo a la Luna, una perra de la misma raza; y cuando la veo siempre me acuerdo del Raco.
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