Paula 1189, Especial Felicidad. Sábado 19 de diciembre de 2015.
Es 7 de octubre de este año y Marcela Sigall, radio en mano, organiza la parrilla y los choripanes que acompañarán esa tarde a los empleados del Hotel Explora en la transmisión de un partido Chile-Brasil.
Lleva pantalones beige, mocasines, cortavientos naranja, pelo corto y bien peinado. Ni una gota de pintura, solo un poco de rouge, el mismo que ocupa hace 40 años. El sol del desierto cae sin piedad en Atacama.
Marcela está en pie desde las 6:30 a.m. "Tengo que ser consecuente con mis ideas", explica. "Cuando Pedro Ibáñez recién partió con esta aventura de hoteles en lugares remotos y me integró a su equipo, en 1994, a mí se me ocurrió que sería grato y que marcaría una diferencia en los Explora que se recibiera y despidiera a cada pasajero en la puerta. Es una manera de darle una sensación hogareña a la atención, así es que tengo que apechugar. Pero sigo pensando que es buena idea", explica.
"Atenta señora Marcela, atenta" –suena una voz en la radio. "La necesitamos en recepción". Marcela se levanta del sofá de lino a pocos metros del bar y comenta: "Esto nunca es nada bueno. Nunca es un tío viejito que acaba de morir y te dejó una herencia". El asunto es un pasajero alemán apunado tras el paseo a los géiseres del Tatio. Marcela se hace cargo.
"Lo paso súper bien sola. No hay nada mejor que la soledad elegida".
Ocupa el cargo de asesora de imagen, cultura empresarial y calidad de servicio ("inspectora de atmósfera", lo llama ella) desde 1994, con una interrupción de siete años. Cuando ya creía que estaba para disfrutar de su agitada tercera edad, murió su hijo Felipe en el accidente aéreo de Juan Fernández, el 2 de septiembre de 2011, y decidió volver en marzo de este año. Para retomar y reconstruirse.
Un extraño símil con el hotel que tanto quiere. Dos semanas después de esta entrevista, un incendio destruyó en un par de horas buena parte de sus instalaciones. Hoy lo están levantando.
La muerte de Felipe Cubillos no ha sido el único golpe en la vida de esta mujer a la que no se le despintan la sonrisa ni el humor negro. En el silencio del desierto y en la placidez de sus tardes teñidas de naranjo y lila, Marcela habló de la felicidad, de por qué y para qué reinventarse después del dolor, de volver a disfrutar de las pequeñas alegrías cotidianas y de cómo el trabajo fue el que, de cierta manera, la salvó.
"Sé feliz, madre", parece un mantra que ella ya conocía.
Felipe Cubillos también se sentía reflejado en su madre. Decía que ella era una hippie a la que enseñaron a ser formal.Ambos en 1964.
LA GENÉTICA Y LOS TROTES DE LA VIDA
Al colegio las Monjas Francesas de Viña del Mar fue poco y nada. Era bien porra, dice. Entraba y salía, les hacía de chofer a las monjas, tenía su propio horario. Sus papás la consentían. Eran otros tiempos. El colmo fue cuando su padre, el doctor Luis Sigall, regidor y presidente del Festival de Viña durante más de dos décadas, y su madre, Oriana Ortúzar, partieron a Europa con su hermana. "Mi papá debe haber estado con un poco de culpa, porque al partir me dice: 'Si amanece muy nublado, no vaya a clases'. ¿Tú has visto algún día en que Viña amanezca con sol...?".
Su casa era entretenida, "llena de cuento", de música, de cultura. De su papá heredó el rigor, la perseverancia y la preocupación por lo demás. De su madre, el humor negro y esa capacidad infinita de reírse de sí misma.
A los 18 Marcela conoció a "el marino", Hernán Cubillos Sallato, y a los 19, un día de marzo de 1960, salió de su brazo de la parroquia de Viña bajo un arco de espadas. Estaba enamorada y pensaba que la suya sería una vida tranquila, quitada de bulla, con niños por supuesto, más bien solitaria, mudándose de un lugar a otro según las destinaciones que decidiera la Armada para su marido.
"La falta de rencor también te salva; tratar de entender las razones e intentar no envenenar alrededor, para no envenenarse uno".
Excepto los hijos, que llegaron rápidamente, nada de eso ocurrió.
Cubillos dejó la Armada entusiasmado por la vida empresarial. En 1962 se fue a trabajar con Agustín Edwards.
Eso significó un giro muy radical, aunque probablemente ni Hernán ni Marcela calcularon cuánto cambiaría realmente en los años venideros su estilo de vida ni las posibilidades profesionales que a él se le abrirían.
La familia se trasladó a Santiago. Para entonces, ya tenían dos niños, Luis Hernán, de dos años, y Felipe, de 6 meses. Se instalaron en una casa pareada de ladrillos y dos pisos en el barrio El Golf. "Yo, provinciana total, me perdía una y otra vez en esa calle redonda, Alsacia. No entendía nada, hasta la plancha la mandaba a arreglar a Viña, las guaguas las iba a tener allá, mis amigas estaban en Viña".
Pronto nacieron Nicolás y Marcela.
Para 1978, cuando Pinochet le pide que asuma como canciller, Hernán Cubillos había construido una sólida situación económica y era un empresario de primer nivel con importantes contactos en el mundo. Marcela estuvo a la altura: no solo se convirtió en una anfitriona 24/7, creativa y sofisticada, sino que su encanto y su inteligencia le valieron ganarse su propio espacio en ese mundo.
La familia Cubillos Sigall el día en que Hernán Cubillos asumió como canciller, en 1978.
Fueron los años del conflicto del Beagle, la cuasi guerra con Argentina, y en la casa de los Cubillos Sigall, ahora en Vitacura, entraba el cardenal Ángelo Sodano por una puerta y por otra, los amigos de los niños, en masa, siempre bien recibidos. "Era lo más parecido a un hotel que yo tuve", dice Marcela hoy. "Siempre prediqué que las cosas materiales son para disfrutarlas y para compartirlas. En Algarrobo nunca hubo una cama vacía".
El 29 de marzo de 1980, y a pesar de que había liderado la estrategia que permitió evitar el conflicto armado con Argentina, Hernán Cubillos salió de la Cancillería. La decisión fue sin anestesia. Pinochet y su círculo íntimo lo responsabilizaron del fracasado viaje a Filipinas, visita de Estado que Ferdinand Marcos canceló cuando el general y su comitiva ya iban en vuelo.
Fue un impacto tremendo para un hombre con ambiciones grandes y a quien muchos ya auguraban un rol protagónico en la política chilena de la transición.
Para Marcela, sin embargo, el golpe más duro vendría un par de días después, cuando su único hermano hombre se suicidó en Viña del Mar. "Jaime era jugador y había llegado a una situación desesperada", cuenta. "Y fíjate lo que son las cosas.
Gracias a que el regreso de Filipinas se adelantó, yo pude estar en ese momento junto a mis padres. Fue mi primer encuentro cercano con la muerte, pero, a pesar de la tristeza, logramos encontrar una razón muy generosa de parte de mi hermano para tomar una decisión tan terrible. Mis papás se volcaron a criar a la nieta que había quedado huérfana, lo que te demuestra una vez más que pensar en los demás siempre es una gran manera de salir de las penas".
"Yo soy un poco como los monos porfiados, vuelvo a levantarme. Creo que gracias a una buena dosis de humor muy negro (lo sé, debe ser una autodefensa), salgo a flote de nuevo".
"TENGO QUE SALIR A TRABAJAR"
Cae la noche en San Pedro. Brillan millones de estrellas en el cielo. Marcela revisa los últimos detalles de un mega asado preparado bajo un gran quincho de adobe. Las carnes llevan horas al fuego. Cuando comienzan a llegar los pasajeros, los saluda a todos, les recomienda el pisco sour con rica-rica, les pregunta cómo ha ido el día, les explica las excursiones de la mañana siguiente; para cada uno tiene un comentario simpático y lúcido. Nada de lugares comunes, siempre algo original. Y siempre su sonrisa.
Ya alejada del choclón, frente a un plato de cuscús y un trozo de lomo, sigue recorriendo su vida. Volvemos al pasado, a 1989, cuando se separó después de 30 años de matrimonio. Fue inesperado y demoledor.
¿Cómo viviste el desamor?
Fue muy doloroso, lo sabemos todos los que hemos pasado por una separación; los planes de futuro quedan detenidos. O en el suelo. Es muy duro para la autoestima también. Duele profundamente el fracaso de un proyecto familiar en el que todos creíamos, pero que se trunca en la mitad. Duele como herida abierta. No hay edad buena ni para los hijos ni para la propia.
¿A qué te aferraste?, ¿qué te rescató?
Desde el primer día supe que tenía que salir adelante, que no podía instalarme en el papel de víctima de las circunstancias o encerrarme en el análisis de qué había ocurrido o en qué habíamos fallado, porque íbamos a quedar todos dañados.
Victimizarse o culparse es un camino sin retorno. Yo creo que en el juicio eterno, si me juzgan por la tincá que uno les pone a las cosas, por el esfuerzo que he hecho por tratar de hacer las cosas bien, tengo algún mérito. Lo otro, los resultados, no dependen de uno.
Tus hijos reconocen o agradecen la imagen que siempre conservaste de su padre. ¿No tuviste rencor?
Es honestidad, porque él fue un súper buen papá. Me ha tocado de cerca ver gente que destruye esa imagen y eso, ¿a qué te conduce? El otro sigue funcionando y al final la rabia te la llevas tú. En el momento hay mucha pena, hay momentos en que uno dice: por qué me tocó esto a mí. Y bueno, te tocó nomás, a otros les tocan cosas mucho peores. Pero la falta de rencor también te salva; tratar de entender las razones y siempre intentar no envenenar alrededor, para no envenenarse uno.
"Tengo que salir a trabajar", se dijo a sí misma con determinación a pocas semanas de la separación. "Un día tienes, otro día no tienes y a mí no me importó nada. Te das cuenta que es mejor pararte en tus zapatitos y empezar a pensar qué vamos a hacer. Y ahí viene la maravilla que yo tengo, donde sí me considero súper millonaria, que es en amigos. Amigos de verdad".
Junto a varios de ellos trabajó produciendo eventos, remates de antigüedades, estuvo varios años en el BCI como una suerte de dueña de casa prémium y viajó harto. "Eso se lo debo a Carmen Errázuriz (la madre de Jaime Guzmán), quien me ofreció inmediatamente que la acompañara en estos tours con jóvenes a Europa. El primer verano me vino estupendo, o sea, no fui la 'pobre mamá, qué va a hacer'".
Hasta que llegó el llamado de Pedro Ibáñez, que la invitó a pasar unos días a la Patagonia para que le diera algunas ideas respecto de levantar un hotel cinco estrellas en el fin del mundo. "Parece que mis ideas le gustaron, porque me contrató".
Era 1994. Sus hijos –que heredaron su humor negro– la despidieron regalándole un hacha por si el aislamiento le producía alguna sicosis como la de Jack Nicholson en El resplandor.
"Creo que en el juicio eterno, si me juzgan por el esfuerzo que he hecho por tratar de hacer las cosas bien, tengo algún mérito".
Si bien en un primer momento necesitaba generar ingresos, con los años su trabajo en Explora se convirtió en mucho más que eso, en algo profundamente gratificante y sanador para ella: "Me vino todo bien. Fue como un salto, porque aproveché las pocas cualidades que yo podía encontrarme, capacidad de formar personal, enseñar cómo recibir, cómo atender, disponer comidas y hacer de la calidez una cultura que caracteriza a nuestros hoteles. Vi que podía hacer algo, que tenía soluciones para los desafíos del Explora que otros no habían encontrado. Y además está la cosa humana, lo que uno puede aportar a toda la gente que trabaja con nosotros, son vidas difíciles también. Para mí este trabajo significó darle una vuelta al destino".
¿Nunca pensaste en rehacer tu vida con otra pareja?
¡Jamás se pasó por mi mente! Bueno, tampoco he recibido demasiadas propuestas –suelta una carcajada–. Mi auténtico gusto por la soledad sin duda ayuda.
Tampoco el trabajo le dio tregua: en 1998 se inauguró el Explora de San Pedro de Atacama y en 2007, el de Rapa Nui. Marcela trabajó durante 16 años, una semana acá, otra semana allá. Nunca necesitó el hacha que le dieron sus hijos, muy por el contrario, gozó intensamente cada uno de esos días y el contacto con la gente y con la naturaleza y fue juntando historias.
En una oportunidad le tocó recibir a Pinochet en el hotel de la Patagonia. No lo veía desde el episodio de Filipinas.
"Me llamó un comandante de Punta Arenas para avisarme que vendría. Ya nos habíamos dado cuenta, porque teníamos un helicóptero sobrevolándonos hacía rato y varias ambulancias desperdigadas por el parque. Entonces me preguntó: "¿Usted es la misma..?". "La misma", le dije yo. Y me comentó si yo tendría algún problema con la visita del general. "Cero problemas, que venga nomás". A Pinochet lo habían pauteado regio, porque sabía de cada uno de mis hijos. Cuando ya partían, se me acerca y me dice: "Y nosotros que no nos veíamos desde aquél viaje"; y yo le respondí señalando a la distancia algo como: "Mire qué lindos están los cuernos de las Torres. Disfrútelos antes de irse".
EL DOLOR MÁS GRANDE
Cuando cumplió 70 años, Marcela decidió que ya era hora de jubilar. Costó que la dejaran ir, pero lo logró. Quería descansar, pasar tiempo con sus muchas amigas, viajar y dedicarse a la familia. En eso su hijo Felipe resultó privilegiado. Vivió su propia separación en esos años y durante un tiempo se fue a vivir con Marcela. "Creo que parte de mi tranquilidad frente a su muerte es que, al menos conscientemente, no le fallé", dice. Pasó por momentos duros, pero siempre encontró mi puerta abierta. Lo quise mucho, quiero ser optimista, siempre contaba conmigo, a pesar de que no somos en mi familia de grandes demostraciones de cariño. Por eso te digo que Dios ha sido bien bueno conmigo, me ha pegado sus buenos palos también, pero tenemos un arreglín entre los dos".
La fe ha jugado un rol bien fundamental en tu resiliencia.
Súper importante, para la aceptación de todo lo que nos toca y la confianza de que algún día nos reuniremos con los que tanto hemos querido aquí en la tierra. Nadie nunca nos ha dicho que el camino sería fácil, no hay que frustrarse, los esfuerzos pueden ser grandes y los resultados, ¡nunca son proporcionales!
Felipe Cubillos se salía de toda norma. No había molde que le calzara, tenía muchos intereses, pero también era disperso y desordenado, fue deportista y empresario por partes iguales, valiente y temerario en todo lo que hizo. Tuvo sueños gigantes y acaso por eso logró cosas como Desafío Levantemos Chile. Marcela siempre lo empujó, a pesar de los sustos y malos ratos que la hizo pasar más de una vez.
Cuándo se le ocurrió esa locura dar la vuelta al mundo en ese barco diminuto para competir en la Portimao Global Ocean Race, ¿tú no intentaste disuadirlo?
No, porque pensé que nunca iba a poder levantar la cantidad de plata que necesitaba en auspicios. Pero lo hizo. Se me olvidó la capacidad que tenía de convencer e incorporar gente en sus proyectos. Yo sabía que era un hombre absolutamente feliz en esa locura y así descartaba cualquier mal pensamiento nocturno. Y los tenía, no te creas.
Marcela lo vio cruzar el cabo de Hornos desde un patrullero de la Armada. "Para él fue el momento cúlmine de esos esfuerzos titánicos y para mí, en forma muy especial, demasiada emoción".
Felipe Cubillos también se sentía reflejado en su madre. Decía que ella era una hippie a la que enseñaron a ser formal.
"Felipe vibró con mis aventuras laborales y con que fuera capaz de irme a la Patagonia acompañada tan solo por una maleta".
El día en que Felipe murió, Marcela estaba en su casa cuando recibió el llamado de su hija contándole del accidente. "Fue un momento dramático. Gracias a Dios, nunca me aferré a la esperanza de que estuviera vivo". Su primera reacción fue reunir a la familia, ocuparse de sus nietos. Un par de horas después, ya instalados en la casa de Felipe, en el cerro San Luis, su yerno Andrés Allamand, entonces ministro de Defensa, les confirmó que el impacto del avión hacía virtualmente imposible que hubiese sobrevivientes.
Tras el impacto inicial de su muerte, la preocupación por sus cuatro nietos fue el motor que la impulsó. Muchas veces sintió que ya no estaba en edad de volver a empezar, pero esos niños la "obligaron a seguir en la batalla". Pensar en los demás y no sentir que, dada la dimensión de la tragedia, tenía el monopolio del dolor, han sido claves en este trance, dice.
"La muerte de un hijo son palabras mayores y sinceramente, solo puede entenderlo alguien que haya sufrido lo mismo. El paso del tiempo, incluso, te juega al revés. Al comienzo está el shock, lo que hay que hacer, pero luego viene el aceptar lo definitivo y que nunca más la vida será igual. Aquí mucho me ayuda el ejemplo de sus hijos, valientes y capaces. Si los veo bien a ellos, yo estoy bien". Sus momentos tristes, dice, solo los conoce Rita, la perra west highland terrier que hace unos años le regaló su cuñado Marco Cariola. Y algunas de sus muchas amigas. Frente al mundo, a sus hijos, a sus nietos y bisnietos, nunca.
"Felipe vibró con mis aventuras laborales y con que fuera capaz de irme a la Patagonia, acompañada tan solo por una maleta".
EL MISMO REMEDIO
Cinco años le duró a Marcela la jubilación.
En 2014 comenzaron a seducirla con la idea de volver a Explora. Varias personas habían pasado por su cargo, ninguna dio el ancho. Ella se hizo de rogar, pero Pedro Ibáñez la convenció y la "inspectora de atmósfera" regresó en marzo pasado. Algún rincón de su cerebro debe haber recordado lo reparador que fue trabajar después de su separación. Tras la muerte de Felipe, esta era una nueva oportunidad. Dice que solo lo hará por un tiempo, que ya está vieja.
"De repente pienso que en vez de tanto Parque Nacional más bien me toca el Parque del Recuerdo", –se ríe.
¿Qué haces cuando escasean las energías?
Los bajones son parte de nuestra vida, debemos aceptarlos, eso es lo primero. Ahora, yo soy un poco como los monos porfiados, vuelvo a levantarme. Creo que gracias a una buena dosis de humor muy negro (lo sé, debe ser una autodefensa), salgo a flote de nuevo. También ayuda el pecado de orgullo, para no transformarme en víctima y no amargarle la vida a nadie a mi alrededor. Reconozco que algo que he tenido siempre, y espero no perder, es que soy feliz con cosas muy simples, soy ubicada, no tengo grandes ambiciones ni siento envidia por nadie.
"Gozo con una junta familiar, bien desordenada; lo paso súper bien con excelentes amigas o frente a un sándwich y una buena película, paseo con mi perra y, muy importante, lo paso súper bien sola. No hay nada mejor que la soledad elegida. Todo esto puede sonar muuuy fome y quizás se deba a que ya he tenido una vida muy movida, con hartas responsabilidades y parafernalia, así es que ahora trato de no hacer cosas obligadas".
¿Se trata de dosificar las expectativas?
Eso es para mí la clave, tampoco se trata de grandes renuncias, sino de estar contenta con lo que a uno le tocó y no pensar que voy a reemplazar a la Angela Merkel, porque como las probabilidades son un tanto remotas, seguro que me voy a frustrar. En cambio, si soy la Marcela Sigall, con todo lo bueno y lo malo que eso significa, estoy en paz. Eso se lo oí a un jesuita, en una charla que trataba justamente sobre la felicidad y el rol que cumplen las expectativas en ella. Y bueno, además está esa frasecita de despedida de Felipe, que siempre fue la misma y que no me suelta: "Sé feliz, madre".