Esa mañana Andrea (57) partió su jornada laboral revisando sus correos en uno de los computadores de su oficina. Lo que encontró en su bandeja de entrada fue algo que nunca imaginó ver: En un mail enviado desde una cuenta desconocida, venían más de 10 fotos adjuntas de una de las colaboradoras de su equipo teniendo relaciones sexuales con su pareja. “No supe qué hacer. Yo los conocía a ambos. No sabía si me correspondía decirle o no”, explica. Finalmente decidió no decir nada. Y nunca recibió más imágenes. Ningún texto o amenaza acompañó ese único correo. Ni si quiera había descripción en el asunto. Solo las fotos íntimas de su colega. Andrea se enteró, a través de otros compañeros, que la afectada supo que sus fotos habían circulado por internet y tenía sospechas de quién las había compartido. Nunca se confirmó nada.
De acuerdo a cifras publicadas en un informe emitido por ONU Mujeres en 2020, en Estados Unidos dos de cada diez mujeres entre 18 y 29 años han sido acosadas en la web y una de cada dos afirma haber recibido imágenes con contenido sexual no solicitadas por vía electrónica.
La violencia sexual digital es definida por el Comité de América Latina y el Caribe para la Defensa de los Derechos de las Mujeres (CLADEM), como “las interacciones en el ámbito […] digital, cibernético y redes sociales, con la finalidad de lograr algún contacto de tipo sexual con otra, sin que esta última otorgue su consentimiento de manera consciente e informada”. Este tipo de agresión por la web incluye acoso y extorsión sexual, sex trolling, pornografía online, amenazas y zoom-bombing —la irrupción en videollamadas grupales o privadas por parte de desconocidos que muestran contenido de carácter sexual explícito no solicitado a los participantes—.
Según el reporte de la ONU durante la pandemia la violencia digital o facilitada por tecnologías de la información y las comunicaciones en contra de mujeres y niñas tuvo un fuerte alza. Y si bien son precisamente niñas y mujeres quienes, cuando acceden a internet, se encuentran más vulnerables a sufrir ciberviolencia sexual, nadie está exento.
Cristobal tenía 25 años y una cuenta con más de 10 mil seguidores en Instagram cuando supo que las fotos íntimas que había compartido con algunas de sus ex parejas estaban circulando por internet. La primera vez que recibió las imágenes fue desde un número desconocido a través de Whatsapp. Estaba en su casa y no supo cómo reaccionar. Sabía que había enviado las fotos a varias personas en distintas oportunidades, con quienes había mantenido una relación y existía confianza. “En algunas fotos se veía mi cara, en otras solo el cuerpo”, recuerda. Luego su pareja de ese entonces comenzó a recibir las fotos también y algunos conocidos les alertaban que estaban siendo utilizadas para crear perfiles falsos en aplicaciones de citas. Cristobal nunca quiso contestar los mensajes o tratar de averiguar quién estaba detrás de la divulgación de las fotos que siguieron circulando por casi un año en distintas redes sociales y aplicaciones.
Violeta Belhouchat, consejera en sexología y resiliencia, miembro del equipo multidisciplinario Sorored, explica que para muchos, es difícil reconocer la violencia sexual como tal en el mundo digital. “En cada tecnología se van dando nuevas formas de violencia, por lo que no existe un punto final. Mañana podría existir una forma de publicar tu imagen en tres dimensiones y eso tendría un nombre diferente”, comenta. Y agrega que muchas veces —sobre todo cuando no existe un marco legal—, las víctimas no identifican de inmediato la violencia que viven bajo ese concepto y no se reconocen ellas mismas bajo el estatuto de víctimas. Además, a la dificultad que representa nombrarla, Violeta agrega que para cualquier afectado, conceptualizar la violencia toma tiempo. Pero cuando ocurre, la consejera en sexología explica que finalmente son las propias víctimas quienes reconocen su experiencia como algo violento. “Lo reconocen en su cuerpo, en sus sensaciones y emociones”, comenta.
Según el informe de la ONU, las consecuencias de este tipo de agresiones se asocian con impactos en las relaciones sociales y la salud psicológica de quienes la sufren. Dentro de los efectos que produce este tipo de violencia se encuentran altos grados de ansiedad, trastornos por estrés, depresión, traumas, ataques de pánico, disminución del autoestima y, en general, un sentido de pérdida de control frente a la habilidad de responder al ataque sufrido.
Violeta Belhouchat explica precisamente que en situaciones de ciberviolencia sexual la pérdida de intimidad ocurre frente a un número indeterminado de agresores y eso hace que para algunas víctimas el episodio pueda resultar tan violento como una agresión física. “Para muchas víctimas la agresión digital es igual de grave que la física. Todas las violencias sexuales son un ataque al sistema nervioso autónomo y, en ese sentido, la ciberviolencia no se distingue de otras”, aclara la especialista. “Cuando un ser humano se siente en peligro frente al ataque, la reacción es la huida o el combate. Pero del internet no podemos huir ni combatirlo físicamente. Entonces si se publica una foto tuya desnuda en Twitter, te paralizas”.
Belhouchat y el documento emitido por ONU Mujeres concuerdan en que, además de las secuelas emocionales y psicológicas de este tipo de agresiones, existen efectos físicos de corto, mediano y largo plazo tan concretos y tangibles como los de una agresión cara a cara. “La violencia online generalmente ocurre en un continuo entre episodios online y offline y, en la mayoría de los casos, es difícil diferenciar las consecuencias de las acciones que son iniciadas en ambientes digitales de las realidades offline y vice versa”, señala el reporte. Además, el documento agrega que existen impactos en la salud reproductiva que muchas veces van acompañados de violencia sexual y física.
Violeta Belhouchat explica que existen secuelas psicosexuales y que son muy comunes tras una agresión sexual online. Algunas de las más frecuentes son las aversiones sexuales — sensación de asco frente a los genitales o los comportamientos eróticos—, pánico sexual, —reacción de alerta, tensión o sobresalto frente a situaciones de carácter sensual o sexual— y agrafobia o miedo omnipresente e intenso a sufrir una violación.
Pero además Belouchat agrega que, además de los efectos biológicas en nuestro cerebro, producto de cualquier agresión sexual, incluso si no es física, existen secuelas corporales, las que tampoco se circunscriben exclusivamente a la parte del cuerpo que ha sido violentada. La especialista agrega que dentro de las secuelas físicas que se pueden experimentar producto de un episodio de ciberviolencia están aquellas que impactan la vida sexual de la persona afectada. La consejera comenta que el deseo sexual se puede ver comprometido ya que disminuye con la ansiedad y el estrés. La sensación de placer producto de las relaciones sexuales puede verse reducida y la capacidad de sentir excitación también podría verse afectada. Violeta explica que los efectos de una agresión online en algunos casos llegan a ser tan concretos a nivel corporal, que pueden generar síntomas como dispareunia o disfunciones sexuales como anorgasmia o vaginismo.
“Nuestra sexualidad funciona con un imaginario erótico”, explica Violeta. Tal como ocurre con las tecnologías de realidad virtual que emulan nuestro entorno, este imaginario erótico permite que las personas sientan excitación sexual sin necesidad de un estímulo físico. Pero también permite sentir otras emociones como terror y pánico cuando alguien nos amenaza a través de internet. “Cuando alguien te dice que te va a violar, incluso si es por internet, eso tiene un impacto real en la sexualidad. El cerebro no hace diferencias”.