"Estoy sin trabajo, ya no puedo darte la pensión de alimentos, así que ve tú cómo te las arreglas ahora". Mónica, una sicopedagoga de 45 años que ha pedido cambiar su nombre, escuchó a su ex marido e hizo un rápido cálculo mental. Ella, que había privilegiado durante su matrimonio su labor de madre, tenía algunos pacientes a los que atendía a domicilio, pero lo que ganaba no era suficiente para cubrir todos los gastos: el colegio particular de los tres niños, el arriendo del departamento, la nana, el supermercado. "No me va alcanzar", pensó. "Si quieres vuelves a vivir a la casa mientras encuentro una nueva pega", agregó el ex marido, que hasta ese momento había sido un exitoso profesional con un ingreso de varios millones. Mónica lo dudó. Le había costado mucho irse de la casa, lo que había ocurrido hace apenas seis meses, luego de descubrir que él le había sido infiel.

En 16 años de matrimonio no era primera vez que ella descubría que tenía una amante y eso había terminado por matar la relación. "Piénsalo", agregó el ex marido. Mónica lo pensó mucho hasta concluir que estaba entre la espada y la pared y no tenía más alternativa que volver a la casa. Pero puso una condición: dormirían en piezas separadas. Y así se lo explicó a los niños, que entonces tenían entre 7 y 15 años. "Seguimos separados, pero vamos a vivir en la misma casa un tiempo", les dijo ella. Los dos niños menores, ambos hombres, recibieron bien la noticia. No así la hija mayor. "Mamá, no vuelvas a vivir en la misma casa con el papá. No va a resultar", le advirtió. Pero Mónica pensó que podía funcionar, desarmó el minúsculo departamento que arrendaba y volvió a la casa familiar, a mediados de 2008. Ella se instaló en una pieza del segundo piso. El ex marido, ocupó el dormitorio matrimonial, en el primero.

Tendencia en alza

Estar separados pero bajo el mismo techo, es una fórmula que en Chile ha comenzado a ser cada vez más frecuente. No hay cifras oficiales que lo cuantifiquen, pero expertos en separaciones han detectado un aumento. Uno de ellos es Ricardo Viteri, fundador de la agrupación Separados Chile. "En el último año apareció esta situación, que es inédita. Entre enero y junio de 2011, 12% de las consultas correspondieron a parejas que están separadas de hecho, pero siguen viviendo juntas. Es una tendencia en alza. Entre agosto y noviembre de 2011, volvimos a hacer la medición y las consultas de parejas separadas bajo el mismo techo había subido a 18,8 por ciento ". Según lo que ha podido apreciar, las razones que esgrimen para seguir viviendo en la misma casa son principalmente económicas. "Se han separado de mutuo acuerdo y tienen claro que no quieren seguir siendo pareja, pero están pasando por un mal momento económico como para sostener dos hogares. Muchos han comprado departamentos o casas con aporte de ambos y ninguno de los dos quiere dejar la casa", explica.

La abogada de familia Ximena Campodónico, del estudio de abogados Jottar y Campodónico, también ha percibido un aumento de estas situaciones. "No es algo masivo, pero se está dando con más frecuencia. He visto parejas que llegan a tramitar el divorcio tras cuatro años de vivir separados en la misma casa: cada uno hace su vida, separan los espacios y los tiempos con los niños. Para mí, es una forma de postergar lo inevitable: uno de los dos tendrá que salir tarde o temprano de la casa", dice la abogada.

Mala experiencia

Mónica describe que el año y medio que duró esa convivencia forzada fue en extremo desgastante. " Cada uno hacía su vida. Yo seguía muy volcada en los niños y él llegaba muy tarde o a veces no llegaba. Los niños preguntaban dónde estaba el papá y yo les respondía que no tenía idea", dice. Al cabo de un año, el ex marido –que ya estaba nuevamente trabajando– le contó a Mónica que tenía una nueva pareja. Entonces, ella le pidió que se fuera de la casa. Pero él se negó. "Me decía que si quería me fuera yo, pero me resistía, sentía que me correspondía a mí quedarme en la casa con los niños. Entonces, se desató la guerra. Yo lo odiaba y me odiaba a mí misma por haber regresado a la casa", cuenta.

Y continúa: "Las peleas eran cada vez más frecuentes: cada vez que lo veía lo echaba de la casa y él me descalificaba: decía que yo estaba loca, que era una fracasada porque había estudiado una carrera y ganaba muy poco, que quería vivir a costa de él. Era un maltrato constante. Yo estaba deprimida y los niños también estaban mal. Los tres tuvieron que ir al sicólogo y bajaron las notas del colegio. Al menor, de hecho, le fue tan mal que tuve que cambiarlo de colegio", dice. Mónica intentó una medida desesperada. Interpuso una demanda por violencia familiar en Carabineros. "Preocupado de que la demanda llegara a conocerse en su trabajo, él me pidió retirarla.

La condición que le puse fue que se fuera de una buena vez. Y, al final, se fue. Tuve que dejar muy claro que esto se había terminado definitivamente, porque él siempre había jugado al elástico conmigo: me era infiel, me pedía perdón; desaparecía de la casa, volvía. Habíamos tenido varios episodios así, y no quería entender que mi deseo de separarme, ahora sí, era para siempre". "Recién entonces, cuando dejó la casa, con mis hijos pudimos empezar un proceso de reparación. Lo primero que hice fue pintar las paredes y arreglar el jardín. Todo estaba horrible, era el recuerdo del campo de batalla. Necesitaba sentir que volvía a empezar. Los niños subieron las notas y dejaron el sicólogo", dice. Un año después, Mónica reflexiona sobre esa experiencia: "Yo pensaba que una pareja luego de decidir separarse, eventualmente podía vivir junta bajo un mismo techo. Pero para mí fue muy dañino, fue como estar viviendo con el enemigo", dice.

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Voces expertas

"¿Para qué es una pareja?" se pregunta María Olga Solar, asistente social y mediadora familiar del equipo de mediación, Deconsenso. "Para tener sexo, para compartir, para pasarlo bien. Si eso se acaba, y hay situaciones conflictivas de cosas que no resultaron en el matrimonio, entonces seguir viviendo juntos puede ser muy tenso. En los casos que me ha tocado ver, esa tensión termina por deprimir a las mujeres, por estresar a los hombres y por dañar a los hijos", dice. Y relata un caso que le tocó conocer de una pareja que vivió por años en la misma casa estando separados. "Tenían un hijo grande que hacía de intermediario, llevando recados de un lado a otro, porque los padres no se hablaban; si se encontraban en el pasillo, se ignoraban, como si el otro no existiera.

Ahí el que vino a verme fue el hijo: estaba agotado, porque era él quien cargaba con el conflicto de los padres", cuenta. Ana María Valenzuela, asistente social y mediadora familiar del centro de mediación Andalué, concuerda que en estas situaciones los hijos salen perjudicados. "Son observadores pasivos de una dinámica perversa: sus padres no se miran, no se hablan, no se toleran, pero viven juntos. Al final, los hijos suelen ser más sabios y muchas veces son ellos los que les piden a sus padres: 'por favor, dejen vivir juntos, para que esto se acabe'", señala. La sicóloga y mediadora familiar Deborah Levit, una de las autoras del libro La separación, una experiencia de vida con sentido (Planeta), reflexiona: "Cuando un hombre y una mujer dejan de quererse y no hay una convivencia afectiva, mantener la convivencia bajo un mismo techo se convierte en una fuente de conflicto mayor. En todos los casos que he visto terminan enfrentados".

Dame lo que es mío

"Se me acabó el amor", le dijo. Luisa (su nombre ha sido cambiado), alta, rubia, ejecutiva en un banco, 44 años, lloró al escuchar esa frase dicha por quien había sido su marido durante 20 años. La dijo en 2009, poco después de que ella sufriera, con seis meses de embarazo, la pérdida de una hija a la que le había costado años de tratamiento concebir. La experiencia había sido devastadora para ella y para la relación. Más, incluso, que la infidelidad en que había pillado al marido años antes. Luisa lloraba. Pero mantenía la cabeza fría. Internamente, también lo sabía: su matrimonio estaba muerto. "Entonces, separémonos. Tenemos que vender el departamento", dijo Luisa entre sollozos.

El departamento, de 120 metros cuadrados en Ñuñoa, lo habían comprado juntos: ambos habían puesto el pie y aunque él era el titular del crédito hipotecario, ella era codeudora. Llevaban ocho años pagando la hipoteca. "No quiero venderlo. Quiero quedarme aquí", insistió él y ella, dejando a un lado su pena, le respondió firme: "Quédate, pero dame mi parte para comprarme algo". Y recalcó que no se iría hasta que le entregara su porción. Al día siguiente interpuso la demanda de divorcio, sacó su ropa del clóset y la puso en la pieza que había decorado para la guagua que perdió. Desde entonces, durmió ahí, en una cama de una plaza, sola con su poodle negro. "Nunca más volví a mirar a mi ex marido como hombre.

Era como vivir con un amigo, un hermano. Yo seguía pagando las cuentas y él, el dividendo. En la semana nos veíamos poco; los fines de semana yo cocinaba y le ofrecía que almorzáramos juntos. Lo único que compartíamos era el amor por el perro", dice. El divorcio salió en solo tres meses, porque los dos estaban de acuerdo. Pero el trámite de sacar a Luisa de la escritura y que él consiguiera un crédito para devolverle su parte, demoró dos años, en los que vivieron separados bajo el mismo techo. En octubre, a Luisa le entregaron el departamento de un ambiente que acaba de comprar, donde se fue a vivir con Valentín, el poodle. "Mi ex marido me ayudó a cambiarme. Fue una mudanza rápida, porque me llevé pocas cosas. No quería recuerdos", dice.

Somos respetuosos

Raquel, ingeniera comercial y coach, siempre tuvo con su ex marido una buena relación. Estuvieron 16 años casados y tienen dos hijos, de 17 y 19 años. Por eso, quiso darle una mano cuando él, luego de 3 años divorciados, quedó cesante. "Llevaba seis meses sin encontrar trabajo y se estaba comiendo los ahorros. Ya no tenía plata para el dividendo de la casa en La Reina Alta, donde vivía yo con mis hijos. Entonces, le ofrecí volver a la casa un tiempo, para así no botar más plata manteniendo dos hogares", dice. Hablaron con sus hijos y con la nana. Les dejaron en claro que no estaban volviendo como pareja y que esta convivencia respondía a una situación coyuntural. "Lo entendieron bien", dice. Raquel pactó reglas de convivencia con su ex marido. "Cada uno en su pieza. Si uno de los dos pololeaba, que fuera puertas afuera. Y mantuvimos el sistema de turnos fin de semana por medio, para estar cada uno a solas con los niños.

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Graciela Vallejos.

Cuando le tocaba a él, yo salía. Cuando me tocaba a mí, salía él", dice Raquel. La convivencia duró 5 meses y cesó cuando a él lo contrataron nuevamente. "Funcionó porque somos amigos, nos tenemos cariño. Y porque fuimos claros y respetuosos siempre. No porque los padres se separen dejan de ser familia", dice. Graciela Vallejos (55) licenciada en Biología y terapeuta de Shiatsu, también ejercita una forma peculiar de ser familia. Vive hace dos años con su ex marido y el hijo de ambos en un departamento donde ella ocupa una pequeña pieza que antes era la sala de tv.

Desde hace un año, además, vive con ellos la pareja de su ex marido. "Somos una especie de comunidad, una extraña familia que, sin embargo, funciona bien", dice. Vivir de esta manera fue una posibilidad que apareció en un momento difícil. Había dejado su trabajo y, para hacer viable su proyecto laboral como independiente, necesitaba disminuir gastos: "Mi ex marido, que sabía que estaba complicada, le propuso la idea a mi hijo menor, que vivía con él: '¿Y si invitamos a vivir a la mamá?', y a mi hijo lo alegró mucho la idea, porque era una forma de tener a sus dos papás con él", dice Graciela, que entonces llevaba 7 años separada. Dudó, pero terminó aceptando porque tenía claro que como pareja el capítulo estaba cerrado y no había segundas intenciones en la invitación. "Fue fácil porque el trato con mi ex es cordial. Los espacios comunes se comparten y comemos juntos", dice. Lo que no fue igual de fácil, fue adaptarse a que la pareja de su ex marido se viniera a vivir con ellos. "Él me explicó que ella necesitaba una mano. Racionalmente lo entendía, pero igual me enrollé mucho. Lo conversamos harto y decidí probar. Si me sentía incómoda, me iría", explica.

Ha salido mejor de lo que pensaba. "Ella es una persona ubicada que mantiene en la intimidad las demostraciones de afecto con mi ex. Ha comprendido que, a pesar de que soy la ex señora, no soy su competencia y estoy ahí por algo circunstancial. Hasta diría que ha tenido ciertas ventajas. Las veces que he estado enferma, ella me lleva los remedios y me prepara tecito", dice Graciela que, sin embargo, en poco tiempo terminará de pagar sus deudas y cree que entonces dejará esta peculiar comunidad.