Hace unos días circuló en redes sociales una publicación que decía: “Ser excesivamente independientes y autosuficientes es señal de haber sufrido grandes decepciones, a tal punto que sentimos que no podemos confiar en nadie más que nosotros. Pero la verdad es que nos necesitamos; somos interdependientes y no podemos sobrevivir sin la ayuda de los demás”.
La publicación, como muchas otras de auto ayuda y salud mental que han circulado en tiempos de pandemia, y cuya intención es la de dar a conocer de manera digerible y viralizable conceptos de la psicología clínica, venía a recordarnos que los seres humanos somos gregarios y que, en muchas ocasiones, cuando mostramos ser hiperindependientes –y no recurrir a la ayuda de terceros– en realidad estamos develando algo más profundo. Una suerte de mecanismo de defensa asimilado para protegernos frente a la eventual posibilidad de rechazo, daño o sufrimiento. A lo que muchos se sintieron aludidos: “Me cuesta mucho relacionarme de manera íntima y mostrarme vulnerable y creo que de base hay un profundo miedo a ser rechazado”, fue una respuesta. “Desde los tiempos de la universidad, siempre consideré que yo podía hacer todo sola. Nunca pedí ayuda, incluso cuando se trataba de trabajos en equipo, porque incluso creía que me saldrían mejor. También pensaba que así no tendría que enfrentarme a la posibilidad de que alguien lo hiciera mal o no entregara su parte, pero me doy cuenta que esa falta de confianza en el resto dice más de mí que de ellos”, fue otra.
Pero, ¿qué es lo que esconde realmente la hiperindependencia? ¿Es, como plantean algunos, señal de algo más? El psicoanalista y docente de la Universidad Diego Portales, Felipe Matamala, explica que esa característica podría dar cuenta de varias cosas: En una primera instancia, las experiencias emocionales tempranas, que como plantea el psicoanalista y pediatra inglés, Donald Winnicott, en su libro El proceso de maduración en el niño (1965), sientan la base y en parte definen la manera en la que nos desenvolvemos y relacionamos a futuro. “Estas experiencias tempranas generan nuestro ‘yo’, o como plantea Winnicott, nuestro self, porque es a través de la relación con la o el cuidador primario que las guaguas aprenden a interpretar y relacionarse con el mundo. Pero si el niño no es acogido por el cuidador primario cuando se empieza a separar, o si esa interacción fracasa porque ese cuidador primario no sabe apoyar o interpretar al niño, se produce el falso yo”, explica Matamala. “Ese niño empieza a ocultar su propio yo para protegerse, y empieza a mostrar solo lo que su cuidador quiere ver. En ese sentido, se trata de una manera adaptativa en la medida que ese niño o niña no sabe realmente relacionarse con la realidad, entonces intenta protegerse de ella”. Eso da paso a que, ya de adulto, esa persona pueda tener dificultades para relacionarse de manera íntima, porque le es difícil también leer la emocionalidad del otro.
Contemporáneo a Winnicott, el psicoanalista inglés John Bowlby formuló su teoría del apego, que postula que los vínculos iniciales que se forman entre el niño y sus cuidadores primarios dan paso a modelos internos operantes que se mantienen a lo largo de su vida, teniendo una incidencia a la hora de vincularse de manera afectiva siendo adultos. La psicóloga especializada en apego y miembro del Family Relations Institute, Lorena Soto, explica que la teoría se basa en que establecemos vínculos desde que nacemos con algunas figuras significativas y con ellas vamos configurando la base neurológica de la personalidad. “Estas figuras de apego lo que hacen en enseñarnos a establecer relaciones de intimidad. En ese sentido, los temas no resueltos con nuestros cuidadores primarios van a influir en cómo nos vinculamos después”.
Son cuatro los principales tipos de apego: seguro, inseguro-evitativo, inseguro ansioso-ambivalente y desorganizado. En el seguro, los cuidadores primarios están disponibles para la hija o el hijo a nivel cognitivo y afectivo, son predecibles, coherentes, cariñosos y se preocupan de contener y guiar sus necesidades emocionales. Este tipo de apego, en la mayoría de los casos, da paso a personalidades confiadas e individuos con habilidades emocionales.
Son, en cambio, la falta de consistencia y predictibilidad por parte de los padres lo que podría dar paso a un apego evitativo. “Los padres que generan apegos evitantes con sus hijos son en su mayoría cuidadores que no están del todo disponibles emocionalmente para ellos y por ende están preocupados de que funcionen desde la autonomía. Eso hace que el niño actúe de cierta manera, o para atraer a esos papás no disponibles, o para tratar de complacerlos”, explica la especialista.
No se trata de una falta de amor; tiene que ver con una dificultad por parte de los cuidadores con la conexión afectiva, por lo que estos niños aprenden a sobre adaptarse y ser complacientes. Con el único fin de agradarles. Porque en definitiva, el objetivo del apego tiene que ver con la sobrevivencia de la especie. “Esa niña o niño va a autodescalificar sus necesidades emocionales y no les va a dar cabida dentro de su interacción. Pero a la base hay una sensación de desesperanza aprendida, porque en lo emocional no hay nadie disponible para ellos. Entonces, frente a la posibilidad del rechazo, además de tratar de agradarle a sus padres, se aferran a lo más tangible, como los estudios y, de más grandes, a los trabajos o logros profesionales”, explica Soto. “A la vez, estos niños idealizan a los padres y sienten que ellos nunca van a ser lo suficientemente buenos, por ende se autoexigen cada vez más.
Luego, de adultos, se aferran a sus carreras y a lo que sienten que pueden controlar. Los vínculos profundos e íntimos devienen en amenazas. Mostrarse vulnerables no es una opción, porque si en esa exposición o apertura son rechazados, puede que se vuelvan a encontrar con la soledad que conocen bien. “Cuando crecen, las personas que se vinculan desde el apego evitativo tienen dificultades para reconocer sus propias necesidades. Se muestran tremendamente independientes, que pueden hacer todo solos, pero realmente le temen al no ser suficientemente buenos para otros, y, en definitiva, al rechazo. Son personas adaptativas, que socialmente pueden incluso ser muy exitosos, pero a la hora de relacionarse íntimamente, se les hace difícil superar esas barreras”, señala Soto.
A eso, Matamala agrega que hay otras razones por las que un individuo puede mostrarse excesivamente independiente y rehuir de la cercanía, optando por no recurrir nunca a los demás, incluso si de base, y como especie, somos gregarios. “Esta hiperindepenencia puede estar ligada a situaciones traumáticas, de manera inconsciente incluso. Esas experiencias pueden traducirse en una mayor dificultad a la hora de armar proyectos de pareja o de trabajo, o de comprometerse con alguien o algo”, explica el especialista. Porque claro, comprometerse también implica mostrarse vulnerable. “Muchas veces pasa que esta autosuficiencia es producto de una experiencia traumática que vamos silenciando. De ser así, al establecer conexiones de mayor cercanía con otros, inmediatamente sentimos rechazo o una sensación de incomodidad. Al final, son mecanismos de defensa”, reflexiona Matamala. “Porque nuestra historia, experiencias y relaciones tempranas, dan cuenta de cómo nos relacionamos, pero también de cómo de un momento a otro nos empezamos a defender de las experiencias dolorosas. Asumiendo, muchas veces internamente, de que la única forma de hacerlo es dependiendo únicamente de nosotros mismos”.