Ser la madre de un niño “raro”




10 de Septiembre, casi las 11:00 a.m., en una sala de parto respetado, en total penumbra, nace un niño histérico, con un llanto desgarrador, con un temblorcito impaciente en el cuerpo, con unos enormes ojos negros que lo entienden todo. La madre ha llorado el parto completo, porque es su primer hijo y lo ha esperado desde que tiene uso de razón.

El niño va creciendo y se va convirtiendo en un niño raro. La madre llora y llora. Esa madre soy yo.

Siempre quise ser “mamá”, nunca quise ser “mamá del niño diferente”. No estaba preparada para eso. Sólo ocurrió, como ocurre un capítulo inesperado de la serie que está de moda.

El niño raro lloraba por todo, y al decir todo, me refiero a cada acto de cada actividad que comprende un día corriente en la vida de una primeriza y su retoño: lloraba al mudarlo, lloraba al bañarlo, lloraba al vestirlo, lloraba en el coche, lloraba en la silla del auto, lloraba de hambre, lloraba de frío, lloraba por los ruidos fuertes, lloraba de día, lloraba de noche. Nunca dormía, con suerte tres horas cuando salía la Luna. Siempre quería estar despierto, en brazos, sentado, mirando de frente. Siempre quería que yo le hablara y que le explicara cada cuadro que había en la pared, cada fruta que colgaba de un árbol, cada luz que se reflejaba por el ventanal.

Me llamaron loca, me dijeron que lo hiperestimulaba, y yo por dentro les respondía: “¡socorro!, no soy yo la que lo estimula, es el quien me exige”. Pero soy lo suficientemente lista como para saber que de haber dicho esa frase, me hubiesen internado en El Peral. ¿Cómo podía, un bebé de días de nacido, estar pidiendo conocimientos a gritos? Literal, gritos desesperados. Nadie lo entendería ni aquí ni en ningún multiverso paralelo.

Pero el niño raro siguió creciendo, y al poco andar aprendió a leer, a sumar, restar, dividir, multiplicar, aprendió la primera Ley de Newton, la segunda y la tercera; aprendió ecuaciones, factorial, aprendió cientos de animales y sus nombres científicos, aprendió a tocar el piano y aprendió un poco de programación. Todo esto antes de los cinco años y de forma autónoma. A la vez el niño raro, seguía llorando, en el supermercado o en los malls, tirándose histérico al piso, abriendo y empuñando sus manos, agitado por su respiración, mordiéndose y volviendo a gritar... una pataleta corriente de un niño corriente, amplificada por mil revoluciones, pasando cambio a quinta.

Las miradas indolentes, juiciosas y críticas de todos los espectadores que lo vieron en los espacios públicos, me las tragué cientos de veces. Como si la culpa de tamaña desregulación la tuviese la mujer que parió a ese niño tan raro y tan caótico.

Perdí la cordura un par de veces y continúe llorando por este niño raro que vine a traer al mundo.

Un día extraño, bajo extrañas circunstancias, mi hijo comenzó a ser derivado de un profesional a otro, y de otro a otro más, y la situación comenzó a caer, como cuando una cascada encuentra su cauce y por fin cae y cae imparablemente por varios metros. “Tu hijo tiene Altas Capacidades” me dijeron, en un tono dulce como la miel. “Su IQ está muy por sobre la media y el test que tomamos ni siquiera es para su edad, es para niños mayores”. Seguí cayendo con la cascada por algunos días, y caí en cuenta de que toda la vida de este niño raro, se explicaba en la sencilla razón de ser un genio.

Llegué a la Fundación donde acogen a muchos niños como el mío y me fui sacando la mochila de la “mamá del niño diferente”. Sentí un alivio como el del paracetamol con ibuprofeno cuando estás febril. Y lo entendí todo.

10 de Septiembre, casi las 11:00 a.m., en una sala de parto respetado, en total penumbra, nace un niño histórico, con un llanto vividor, con un temblorcito curioso en el cuerpo, con unos enormes ojos negros que no entendían nada, porque su pequeño cerebro ya trabajaba a un ritmo brutalmente diferente al nuestro. La madre ha llorado el parto completo, porque tenía miedo de nunca entender a su pequeño gigante.

El niño fue creciendo y se fue convirtiendo en un niño maravilloso. La madre que llora y llora, esa sigo siendo yo, pero esta vez llena de orgullo y de admiración ante tamaño tesoro del cielo que recibí en mis brazos.

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* Eileen es la mamá de Emilio. También es lectora de Paula y nos compartió su historia al mail hola@paula.cl. Si tienes una historia que contar, escríbenos. Queremos leerte.

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