Ser madre de hijos adolescentes
“Como madre de dos hijas adolescentes, de 14 y 16 años, me siento bajo una lluvia incesante de emociones y vivencias nuevas. Y sin paraguas. Lo resumiría así: pasamos del clima templado y predecible de los últimos años de la niñez, a una etapa de tornados, lluvias torrenciales y días en que la neblina no me deja ver. Luego, inesperados momentos en que el sol brilla en todo su esplendor y de pronto, de la nada, una tormenta de nuevo.
Lo primero son las puertas cerradas. El desconcierto de que tu pequeña ya no está siempre disponible, siempre queriendo estar contigo. Hasta hace poco te quejabas de lo absorbente que es la maternidad, que no tienes tiempo para ti y de repente, no sabes cómo, la tortilla se te da vuelta y te encuentras tú mendigando y ofreciendo sobornos para pasar tiempo juntas.
Luego vienen las malas caras. Se hacen cada vez más frecuentes las expresiones de desagrado y hasta de odio cuando les dices cualquier cosa que les moleste, incluso un “hola”. La verdad es que de un momento a otro casi la totalidad de tus comentarios se vuelven inoportunos o un ataque personal hacia ellas. “Sólo cuando tienes un hijo adolescente te das cuentas de que puedes hasta respirar mal” decía un meme que vi ; lo encontré dramáticamente cierto. Tú, madre poderosa y omnipresente, que tenías el don de curar las heridas con un sanasana, hacerlos dormir con una canción y despertar su interés con un cuento, de repente resulta que haces todo mal, no sabes nada y no entiendes nada.
Luego viene el miedo. Empiezan a aparecer nuevas situaciones, nuevos amigos, nuevos panoramas y actividades; todas `amenazas´ que tienes frente a ti, porque bajo tu responsabilidad está el ser humano que más amas en el mundo, que a la vez acaba de transformarse en una persona que no conoces. Después de todos estos años de maternidad, te vuelves a sentir una total y absoluta primeriza.
La adolescencia de mis hijas me ha transportado a esos primeros meses con mi primera guagua: cuando tenía millones de dudas sobre cómo hacer las cosas, sorpresa de lo difícil que es, terror de que le pase algo, ansiedad por no saber si estaba haciendo suficiente por cuidarla. Tal vez la única pequeña gran diferencia es que no estás con una tierna criatura en brazos, sino con una persona que ya es de tu porte y no le gusta que la toquen.
Desde mi humilde experiencia creo que hay que aguantar lo más posible. No enganchar demasiado, como se dice, pero no desde la falta de cariño, sino como una forma de esperar que pase el chaparrón. Respirar profundo, no trenzarse en discusiones irrelevantes y menos aún intentar sermones. A estas alturas la mayoría de las cosas importantes ya se dijeron y lo demás se modeló con el ejemplo.
Y junto con aprender a cultivar el nuevo arte de estar disponible sin ser invasiva, llegar a acuerdos de convivencia y respeto mutuo. Recordarles siempre que confiamos en ellos y de vez en cuando recordarles también, que aunque crean que no sabemos nada de la vida ni entendemos las cosas que les pasan, nosotros también tuvimos su edad. Y no somos dueñas de la verdad, pero hemos vivido más años, algo hemos logrado aprender de nuestras experiencias y, como las amamos, intentamos que se ahorren algunos de los porrazos que nos dimos nosotros.
Esto último es importante recordárnoslo especialmente a nosotras mismas, ya que si nos esforzamos un poco podemos ponernos en su lugar de verdad, para intentar darles un buen consejo o aún mejor, escucharlas sin juzgar.
Es bueno no estar tan enojadas, porque cuando menos te lo esperas un día tendrás una conversación espontánea “de grandes”, se querrá probar ese vestido que usabas cuando eras más joven y le gustará, reirán con complicidad, compartirán algún secreto. Porque el clima cambiante e impredecible de la adolescencia, también significa que a veces las nubes se despejan y no querrás perderte ver a tu hija brillar como el sol”.
Marcela es Periodista y tiene 40 años.
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