Ser virgen a los 29: “Comprendí que no soy más ni menos mujer por no haber tenido sexo”

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Un bicho raro. Una niña. Así me sentía hasta hace un año, porque a mis 29, aun soy “virgen”. Y no dejé de sentirme así porque ya haya tenido relaciones sexuales con un hombre, sino que ahora entiendo que eso no me define, eso no me hace ni más ni menos mujer.

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“¿Eres virgen?”. La pregunta llegó de pie, en un autobús, en el lugar más público, donde la más mínima frase se escucha. Él –el chico que me gustaba– la hizo susurrando en mi oído, yo no me atreví a pronunciar ninguna palabra. Solo asentí con la cabeza con vergüenza, como si estuviera sacando a la luz mi secreto más íntimo. “Pero, ¿has visto pornografía?”, siguió. Le respondí que no, y él insistió en las preguntas: “¿Antes te gustaban las mujeres?”. Le dije que no, que siempre me han gustado los hombres. Y en cada respuesta me fui sintiendo más y más extraña, como una especie en extinción, como el bicho raro.

Antes el tema de la virginidad no era un problema para mí. Crecí con la idea de que debía perderla el día que me casara y ya está, nunca me lo cuestioné. Hace unos diez años tuve un novio muy amoroso. La primera vez que, más o menos asomó la idea de que tuviéramos sexo, me dijo el clásico: “tranquila, cuando tú estés lista”. Pero esa vez le respondí que me gustaba, de verdad, pero que mi decisión era no tener sexo hasta el día que me casara.

No sé por qué soy tan estricta con las reglas, quizás son los cuatro planetas que tengo en Capricornio en mi carta natal, pero siempre pensé que esperar hasta el matrimonio era una norma que todas las mujeres de mi familia, de mi clan, respetaban, sobre todo aquellas que yo relacionaba como autoridad. Cuando me enteré de que no era así, el mundo, las estructuras, lo que creía, todo se me vino abajo.

Recuerdo que mi novio de aquel momento me decía: “esas frases no son tuyas”, “no estás tomando tus propias decisiones”. Y aunque yo no era capaz de entender a qué se refería, algo se empezó a mover dentro de mí. Comencé a averiguar y cuando finalmente me enteré de que prácticamente yo era la única del clan que seguía esa norma de llegar virgen al matrimonio, aquellas frases que me decía mi novio regresaron. Lo vi muy claro.

Comencé a pensar en las experiencias que me había perdido, me cuestionaba la razón de seguir reglas como ésta; también me pregunté por qué no lo vi antes, por qué nadie me dijo que esa regla se podía romper. Hablé con las mujeres de mi familia y me dieron respuestas como: “me daba vergüenza decírtelo porque eres muy rígida con eso” o “no sabes guardar secretos”. Me sentí totalmente traicionada. Desde entonces el sexo pasó a ser un sinónimo de secreto y vergüenza.

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“¿Prefieres estar arriba o abajo?”. Otra vez y en otro momento de mi vida, una pregunta me dejaba expuesta. Esta vez llevaba algún tiempo compartiendo mensajes eróticos con otro chico. Solo texto, nada de audio ni fotos. En esos mensajes yo no mentía, los dos estábamos compartiendo lo que le gustaría hacerle al otro en un momento de intimidad. Sin embargo, cuando llegó esa pregunta, no pude decirle si prefería una cosa o la otra, porque no es algo que haya experimentado. Otra vez me tocó admitir mi virginidad.

Estos dos hombres que pasaron por mi vida fueron muy amorosos. Los dos, con sus propias palabras, me dijeron que debía conocerme primero yo, conocer mi cuerpo, sentirme, descubrir qué me gusta, qué no, y después, a partir de ahí elegir estar con alguien más. Ahora miro hacia atrás y agradezco su respeto, pero me costó mucho entender esto como tal, al comienzo pensaba que no se quedaban conmigo porque era virgen; me auto castigaba pensando en que nadie nunca querría estar conmigo porque venía con la “mochila” de la virginidad. Pensaba que todos saldrían corriendo una vez que se enteraran.

Y no me ocurría sólo con los hombres. No le podía admitir que aún no había tenido relaciones sexuales a mis amigas u otras mujeres. Sentía que también me juzgarían. No me atrevía a hablar del tema ni siquiera con mi hermana. No lo podía decir en voz alta. Afectaba mi confianza al momento de relacionarme con otros hombres.

Finalmente decidí abordar el tema con mi coach. Una manzanilla para calmar mis nervios, temblor de manos y mucho llanto, acompañaron esa sesión. Con ella aprendí que las creencias son opiniones que manejamos como verdades, forman parte de nuestro vivir y condicionan nuestros actos. Y en mi caso, se convierten en limitantes cuando pierdo mi capacidad de acción. Vienen a mi mente las frases de aquel novio: “esas frases no son tuyas”, “no tomas tus propias decisiones”.

Así, de a poco, empecé a informarme más sobre sexualidad y mi ciclo menstrual. Me di cuenta de que la virginidad no existe, que solo es un concepto cultural, principalmente religioso, así que no puedes “perder” algo que no existe; y ¿por qué hay que verlo como una pérdida?, y de paso esa pérdida ¿sería solamente del lado de la mujer? Aprendí que no se debería hablar de “la primera vez”, sino que de “primeras veces”, porque la primera vez no es perfecta, hay miedo ante lo desconocido, hay que quitarle peso a ese primer momento; que las relaciones sexuales no son solo penetración, sino que influyen otros elementos como besos, caricias, masturbación. Que un coito no me debería hacer sentir más o menos mujer.

Me animé, con muchos nervios, a hablar de esto con otras mujeres y, como me enseñó mi coach, una acción cambia la opinión; al notar que ellas no me juzgaban yo dejé de hacerlo también. Comprendí que no soy más ni menos mujer que otra por haber o no haber tenido sexo, que nadie va más lento ni más rápido que otra u otro, todos simplemente vamos adquiriendo experiencias y nuevos niveles de consciencia.

Dejé de culpar a aquellas mujeres que reflejaban autoridad para mí. Entendí que todos siempre actuamos desde lo que conocemos y con las herramientas que tenemos a la mano. Que las situaciones no podían suceder de otra manera. Me enfoqué en conocerme y disfrutarme todos los días. Todavía siento nervios al relacionarme con chicos, pero mi diálogo interno ya no es tan negativo. Le saco valor a lo que sé que realmente me define: la alegría que transmito, mi expresividad, mi apoyo y ayuda hacia el otro, mi honestidad, mi sentido de justicia, mi mezcla o dicotomía entre la impulsividad y la necesidad de tener un plan antes de actuar.

Estoy recuperando mi rol protagónico, tumbando creencias limitantes y estableciendo mis propias reglas, mi propia estructura. No me arrepiento del pasado. Abrazo y agradezco mi proceso de vida, eligiéndome todos los días, reconociéndome y reencontrándome conmigo como mujer todos los días, creando espacios seguros para habitar dentro de mí.

Milángela Balza tiene 29 años, es periodista y escribe en @historiasdeverdad.info

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