Sin celos, ¿es amor?
Desde chica crecí con un ideal de pareja bastante dañado. Mis papás se separaron cuando tenía ocho años porque los dos habían sido infieles y nunca se esforzaron por esconder la realidad. Me tocó ver a una familia –que hasta ese entonces creía perfecta- destruirse de un día para otro. Y aunque ellos jamás buscaron hacerme daño, terminé por transformarme en una mujer muy celosa, controladora e insegura. Una que hasta el día de hoy está luchando por controlar su miedo a la traición.
Mi segundo pololeo me marcó bastante, ya que fue la primera vez me enfrenté a mis celos. Si mi ex salía con sus amigos me dolía la guata y dejaba de comer. Lo pasaba pésimo porque mi cabeza pensaba todo el tiempo en las desgracias que podían pasar: que él conociera a otra persona, que le diera un beso a alguien o incluso que lo miraran más de lo normal. Me ponía en los peores escenarios y me dañaba a mí misma, sin tener alguna excusa para desconfiar. Una vez -y esta es una de las cosas de las que más me arrepiento y avergüenzo en mi vida- llegué a un nivel tan alto de locura que le fui infiel por miedo a que él lo hiciera primero. Sentía que algo extraño podía pasar y preferí adelantarme. Esa situación me hizo tocar fondo y darme cuenta de lo enferma que podía llegar a estar.
Creo que una de las cosas más importantes es aceptar que los celos, sin importar el grado de intensidad, son una enfermedad. Una a la que la gente no le toma el peso. A mí siempre me molestaron por este problema. Si salía algún meme, me etiquetaban o me lo compartían por WhatsApp. Y yo me moría de la risa. Encontraba cómico cumplir con el rol de la celosa en mi círculo de amigos, ya que como está tan normalizado, no veía la gravedad. Sin embargo, era algo que, a puertas cerradas, me hacía sufrir y pasarlo mal todos los días.
Con mi pareja actual llevamos cuatro años pololeando. No voy a mentir y decir que después del episodio que me mandé con mi ex hubo un cambio rotundo en mí. Al principio fui la misma bruja de siempre. Le revisaba el celular todo el tiempo y siempre creía encontrar algo. Como él salió de un colegio de hombres, si una mujer le hablaba, yo me alteraba. Y resulta que siempre terminaba siendo alguien que le escribía por trabajo. Tampoco lo dejaba salir a bailar. Una estupidez porque a mí me encanta hacerlo. Hasta ese momento todavía no me daba cuenta del daño que estaba provocando, pero hubo un episodio que fue como un balde de agua de fría. Un día armé un escándalo muy grande porque encontré unos calzones que no eran míos en su clóset. Y resulta que terminaron siendo de mi hermana porque se los había robado sin darme cuenta. Ahí dije 'ya no más. Esta locura se acabó'. Toqué fondo y decidí hacerme cargo de mi problema.
Me di cuenta que no podía seguir con esto. Que no era sano, ni para mí ni para el otro. Que no quería ser la loca que estaba controlando todo porque es un desgaste totalmente innecesario. Eso solo provoca malos ratos y es súper humillante. Sabía que no podía seguir atascada en esa 'comodidad' de poder controlar todo y normalizar algo que está mal. Estaba cansada de manipular cada situación a mi favor. Así que decidí meterme a terapia para hacerme cargo de mi problema. Ahora, que han pasado un par de meses, me siento mucho mejor, pero también reconozco que cada día es un nuevo desafío para tratar de soltar.
Con el tiempo aprendí que, además de mi historia familiar, gran parte tiene que ver un tema de inseguridad. Creo que si uno no se ama a sí misma, se empieza a cuestionar el por qué el otro lo debería hacer. Yo crecí en un ambiente donde siempre se habló mucho del físico, sin medir las consecuencias de lo que eso significa. En un ambiente donde todos podían opinar si uno estaba muy gorda o muy flaca. Y pienso que eso puede pasar la cuenta. Mi abuela fue una mujer muy dura para decir las cosas y mi mamá heredó un poco eso. Una parte de mi terapia fue dedicada a tratar ese problema. A dejar de compararme y sentirme menos que el resto. Ahora dejé de seguir a cientos de mujeres en Instagram que solo me provocaban ganas de ser como ellas. Creo que si uno no hace un buen uso de las redes sociales, termina metiéndose basura en la cabeza.
También aprendí a dejar de pensar que los celos pueden significar una muestra de amor. Que nunca una dosis de control va a ser sana en una relación. Yo muchas veces me cuestioné el por qué mi pareja no era así conmigo, sin embargo, él siempre se preocupó de aclararme que el amor no significa eso. Que no se trata de ejercer poder o control sobre otro. Sino que todo lo contrario: amar, aunque algunas veces pueda ser complicado, solo debería brindar cosas positivas. Eso lo sé ahora, pero también sé que aún me queda mucho por superar.
Javiera Díaz tiene 25 años y es chef.
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