María tiene 28 años, es soltera, vive con sus padres, y hace tres años trabaja en una conocida empresa de retail. Hace poco empezó a ir a terapia porque siente una incomodidad. No sabe qué es precisamente, pero se siente desanimada.
A su terapeuta le dice que le gustaría cambiarse de trabajo, pero no sabe a dónde ni cómo empezar a buscar. Mientras se lo plantea, reconoce que tiene miedo de que sus padres se decepcionen de ella si se cambia a un trabajo que no esté a la altura de lo que esperan, ni que tenga tanto prestigio como la empresa que actualmente trabaja. María está confundida. Finalmente decide mantenerse en el lugar de trabajo en el que sabe que no quiere estar, del que no se atreve a salir y su cabeza le repite una y otra vez las mismas preguntas: ¿Qué debería hacer? ¿Y si tomo una decisión y no soy exitosa? ¿Se decepcionarán de mí? Su mente rumea preguntas sin parar, pero a la psicóloga algo le llama la atención. Nunca se plantea lo único que debería cuestionarse: ¿Qué es realmente lo que yo quiero?
Monserrat tiene 21 años y, hace cinco, pololea con Carlos. Con los años se ha convertido en uno más del clan. Le gusta porque lo considera un hombre inteligente, buen alumno, deportista y pronto se recibirá de abogado, al igual que el padre de ella, a quien ella adora. Su pololo pasa horas conversando con él y se han hecho muy cercanos. El padre le ha comentado a ella recurrentemente la suerte que tiene a su corta edad de estar con un hombre tan completo y ella sonríe, pero no dice nada. A veces piensa que lo que más le gusta de su novio es que se siente cómoda con él, tal como se siente cuando está con sus hermanos. ¿Lo que los mantiene unidos es realmente el amor o es más bien la expectativa familiar? Mientras no esté segura de la respuesta, prefiere seguir con él.
Estas dos mujeres tienen mucho en común: anteponen las necesidades y gustos de los otros antes que las propias y buscan agradar constantemente a las personas que quieren. Ambas son parte de las miles de personas que padecen el “Síndrome de la chica buena”, un patrón de comportamiento que afecta habitual y mayoritariamente -aunque no únicamente- a mujeres. Son aquellas que priorizan siempre el deber por sobre el propio placer.
El origen y sus características
Insatisfacción vital provocada por nada en particular, o al menos eso parecería. Eso es lo que sienten muchas de quienes padecen este síndrome que tendría relación con el hecho de ser personas que no se han tenido nunca como prioridad en sus propias vidas.
Valentina Gerstle, psicóloga clínica y socia fundadora de Grupo Clínico Sur (@grupoclinicosur), reconoce que este síndrome -o trastorno sobreadaptativo como también se le conoce en psicología-, es un comportamiento muy común y se origina la mayoría de las veces en la infancia como un mecanismo de defensa frente al rechazo, la exigencia y/o la poca disponibilidad emocional de los cuidadores principales. “En palabras simples, son personas que desde muy temprano se hacen ‘expertas’ en percibir lo que el otro quiere, para así agradar y lograr lo que llamaremos ‘satisfacción mutua’: por un lado, tenemos una madre o padre felices con esta niña buena, bien portada, que no causa problemas, y por otro, una niña feliz de saber y percibir que sus padres están contentos con ella”, señala la profesional.
Son varias las características de quienes padecen este síndrome. Para Jennifer Conejero, psicóloga de la Clínica Santa María, estas personas destacan por lo general por su perfeccionismo, factor que se mezcla con la necesidad de que otros aprueben sus conductas y que haya retroalimentación constante, además del miedo a decepcionarlos. También suelen mostrar una necesidad constante de complacer a la gente, intentando anticiparse a los deseos y necesidades del resto y mostrando dificultades para poner límites, por ejemplo, preparando celebraciones sin evaluar el propio cansancio, o elegir a la pareja según el gusto de la familia. Asimismo, otra de las características de estas personas es la abnegación, entendida como una dedicación total a los demás y una disponibilidad permanente a ayudar a sus amistades y familia; también la preocupación por la imagen corporal, porque sería parte de lo que se espera de una chica buena; y suelen muchas veces presentar dificultades sexuales, porque lo que se espera de las chicas buenas es que no expresen abiertamente sus necesidades y, por ende, la mayoría de las veces tienen poca capacidad de autoconocimiento.
Este patrón de comportamiento es muy frecuente entre las personas, y no habría una edad en que se vea con más frecuencia, porque son dinámicas relacionales aprendidas desde la infancia y que se manifiestan durante toda la vida, pues se instala como un patrón de relación interpersonal, explica Gerstle. “Nadie se salva. Esto se activa con nuestros padres, amistades, cuidadores significativos, parejas, etcétera, porque es el modo que tienen las personas para asegurar el vínculo, el afecto, la aceptación y el reconocimiento”, afirma.
¿Cómo saber si eres parte de esto?
Hay muchos estereotipos asociados a lo “femenino”, en cuanto a esta debiese relacionarse con la dulzura, responsabilidad, fragilidad, complacencia, entre otros, que podrían de alguna forma relacionarse con este “síndrome”. Jennifer Conejero reconoce que esto puede ser parte de todo eso, porque ser una “chica buena” incluye ser dulce, frágil, elegante, responsable, el problema es que exige que sea todo a la vez. “No es de ‘chica buena’ ser acogedora, pero no estar arreglada, criar y ser gorda, etcétera”, explica.
Gerstle agrega también que como mujeres debemos preguntarnos cuánto afecta o influyen estos estereotipos en mi manera de ser, en cuanto a lo que se espera como sociedad que las mujeres sean en diversas situaciones. Sugiere preguntarse, por ejemplo: ¿esa forma de ser “dulce” o “femenina” es algo natural en mi o en realidad es lo que siempre se esperó?
Las terapeutas coinciden que una manera de saber si uno padece de este síndrome en alguna medida, es hacerse ciertas preguntas.
¿Cuántas de las cosas que hago son porque me gustan o porque quiero hacerlas? ¿Por qué y para qué hago lo que hago? ¿Cómo me relaciono con el deseo? ¿Qué quería de mi vida y qué cosas he logrado? ¿Cómo me siento hoy con mi vida? ¿La cambiaría en algo? ¿Qué quiero lograr en el futuro? ¿Dejaría algunas responsabilidades?
Con esas respuestas se podría esclarecer más si nos movemos en dinámicas relacionales que tienen que ver más con lo que las personas que quiero esperan o quieren de mí, o nos movemos más por lo que realmente como personas queremos hacer.
Para resolver este patrón de comportamiento, Valentina Gerstle, de Grupo Clínico Sur, dice que es fundamental la terapia porque da la oportunidad de resolverlo de manera más profunda en cuanto se trata de un mecanismo de defensa para protegerse del rechazo, exigencia y expectativa del otro. “Este es el punto más profundo y doloroso, necesario de trabajar en terapia… y es que en el fondo, tengo la inseguridad y temor constante de que mi genuina forma de ser, no será suficiente ni merecedora del orgullo de mis ma/padres. Y esto es importante porque necesito ese reconocimiento y amor para sentirme segura”, indica.
Conejero dice que si bien la adultez está marcada por las decisiones que hemos tomado, se puede replanificar, reestructurar la vida para que sea más auténtica y satisfactoria. Por lo tanto, sugiere “atreverse a decir que ‘no’ a compromisos y obligaciones que nos autoimponemos, equilibrar nuestros deseos con las necesidades de quienes cuidamos o, las obligaciones que hemos asumido”.