Tamara Merino, fotógrafa documental: “Cuento historias para que exista un cambio”
¿Qué historias le estamos contando al mundo? Y, por consecuencia directa, ¿cuáles están quedando al margen?
Esas fueron las preguntas –según reflexiona hoy la fotógrafa documental y exploradora de National Geographic, Tamara Merino– que encabezaron el proceso de creación de Ayún, un colectivo de mujeres latinoamericanas y narradoras de historias –entre las cuales hay fotógrafas, escritoras, investigadoras y audiovisuales– que fundó en 2020, en plena pandemia.
Por ese entonces la principal inquietud se había vuelto evidente; las temáticas sociales y culturales abordadas en los medios de comunicación parecían ser siempre las mismas, porque quienes las contaban, también lo eran. Y en esa dinámica viciada, de percibir el mundo a través de una sola óptica, muchas voces, y por ende muchas experiencias de vida –como siempre ha ocurrido en los procesos de construcción de conocimiento–, estaban quedando fuera.
Frente a eso, tenía que hacer algo. Se puso entonces a contactar a mujeres que admira, a mujeres sensibles y creativas de distintos países de la región y les propuso hacer tribu. Porque a esa necesidad de diversificar los relatos que se estaban poniendo sobre la mesa, se le sumó otra; la necesidad –a ratos ineludible en oficios cuyos procesos creativos son solitarios– de agruparse.
De ahí en adelante, esas preguntas pasaron a ser una suerte de brújula indispensable al momento de navegar por sus quehaceres. Una guía y dirección para ella y sus colegas de Ayún, quienes hoy se enfrentan a sus oficios desde la urgente necesidad de darle cabida a narrativas históricamente invisibilizadas. Temas que les incumben a ellas, porque los viven a diario y porque son igualmente importantes de contar.
“Ahora, por ejemplo, estamos abordando la salud materna en la región. Esa es una temática que si no lo toca un grupo de mujeres, ni siquiera se abordaría”, explica Tamara. “Somos ocho y creamos en conjunto, ya sea por un tema que nos interesa y decidimos abordar cada una desde nuestro territorio o por un encargo que recibimos de un medio internacional. Eso es importante porque al final lo que pasa en Chile se replica, aunque con variaciones, en Argentina, en Honduras, en México. Y ahí da lo mismo quién sacó la foto o quién investigó qué; nos desligamos de la autoría –algo que nos atormenta a los creativos– porque finalmente estamos todas trabajando en función de algo más grande. Somos una simbiosis de voces contando una misma historia en nuestro territorio”.
El objetivo de Ayún, al igual que el de su trabajo personal –cuyo foco siempre han sido los derechos humanos, los cambios sociales y la constitución de identidad de distintas comunidades–, está en que todas esas narraciones tengan una plataforma de visibilidad para eventualmente encontrar solución. Que se discutan y que gatillen un potencial cambio, por más indirecto que sea. Porque a eso aspiran los que hacen un registro de las historias humanas. Aun cuando saben que en lo concreto, hay poco que se pueda hacer para generar un cambio sustancial y de base.
Una suerte de encrucijada constante que hace que muchas veces se ponga en duda hasta qué punto llega el oficio; o hasta qué punto se es un vehículo por el cual las historias encuentran su lugar y hasta qué punto se es simplemente un ser humano.
“Ese es uno de los grandes conflictos al que nos enfrentamos los narradores; nuestro fin último tiene que ser contar la historia para que cambie algo, pero en la interna sabemos que como persona individual, no hay nada que podamos hacer. Aun así, ese es nuestro motor”, cuenta.
Tamara tenía ocho años cuando heredó de su abuelo materno –un viajero apasionado por la fotografía y un documentalista de corazón, como ella misma lo describe– su primera cámara. Registrar los viajes y escenas cotidianas y fortuitas, en poco tiempo se volvió habitual. Ir a Kodak con su papá para revelar las fotos y luego archivarlas en álbumes, también.
Hoy dice que fueron ellos dos quienes le pegaron el bichito de recorrer el mundo y documentar todo. Pero no fue hasta que viajó a Nueva York para estudiar actuación que supo que se dedicaría a la fotografía. “Mi primer año de teatro no fue lo que esperaba y en el verano, para despejarme un poco, decidí tomar un curso de foto y revelado, solo para volver a hacer algo que sabía que me había hecho feliz. Me compré una cámara análoga con lente de 50 mm –que hasta el día de hoy es mi favorito– y salí a retratar a las personas en la calle. Cuando llegué al cuarto oscuro y pude ver cómo aparecía la imagen llena de textura y de movimiento, me enamoré del proceso”.
En oficios como el tuyo está la necesidad de reflejar la realidad para que tenga un espacio, pero también hay un factor humano y sensible. A la larga, como dices, se sabe que no hay mucho que se pueda hacer pero aun así se cuenta la historia. ¿Cuál es ese límite?
Los que contamos historias humanas somos un motor de cambio, o un puente entre esas historias y el resto de la humanidad, que de otra forma no tendrían cómo salir. Pero yo siempre prefiero ser humana antes que fotógrafa; prefiero conectar con las personas de manera íntima, honesta, y ser muy horizontal en la manera en la que cuento esa historia. Porque estamos tratando con personas, y es muy importante el cómo nos acercamos a ellas.
Nosotros como fotógrafos o periodistas no vamos a generar un cambio directo, no vamos a acompañar a esa mujer a que cruce la frontera, por ejemplo, pero sí vamos a darle un espacio a su historia y con eso esperar que se genere algún movimiento. En ese sentido, sí creo que somos un motor de cambio aunque sea indirecto. Y por eso el fin último debería ser contar la historia de una manera honesta. Todas las personas tienen una historia que contar y nuestro rol es contarla de manera humana.
Que te la cuenten o no depende de cómo uno se acerca.
Por eso hay que ser humanos antes que fotógrafos. Nosotros no le venimos a robar la historia a nadie, sino a estar abiertos a escucharla. Algunos se involucran más y otros menos. En ese sentido, por mi personalidad, me involucro mucho en cada proceso; me enamoro de la gente y me gusta sentarme en la mesa y escucharlos. Y siento que eso, a la larga, se refleja en el resultado.
Siempre tiene que haber un límite, porque también son tantas las historias con las que uno se cruza que puede llegar a afectar anímica y emocionalmente, pero la falta de interés en tu historia, se nota.
Una vida bajo tierra
En 2015, mientras cruzaba el desierto de Australia con su ex pareja, Tamara se detuvo en un pueblo aledaño a la carretera llamado Coober Pedy. Había visto ya unos carteles que advertían la existencia de restaurantes y hoteles subterráneos, pero no fue hasta que vio un cerrito de tierra con una puerta y una cruz –en la mitad de lo que parecía ser un lugar inhabitado– que supo que se trataba de un pueblo minero construido bajo tierra, donde antiguamente se extraía ópalo. Fue ahí que empezó lo que a la fecha es una de sus series documentales más importantes, Underland, un registro de comunidades de distintas partes del mundo que viven bajo tierra, desde el desierto de Australia hasta las cuevas de Granada, España.
En esta serie se cruzan muchos temas. Hay pueblos fantasmas que alguna vez fueron ricos; gitanos expulsados; desplazamientos humanos; migración y pobreza. ¿Qué es lo que finalmente quieres transmitir con ella?
Cuando llegué de casualidad a Coober Pedy y entré a la iglesia ortodoxa bajo tierra, en ese día de verano en el que había más de 50 grados, supe que tenía que quedarme ahí. Al sexto día conocí a una mujer alemana y su pareja que me invitaron a alojar a su casa y cuando crucé la puerta del desierto a su cueva, no había duda de que tenía que contar esa historia.
Empecé a entender las dinámicas de habitar bajo tierra y me di cuenta que todas esas cuevas armadas por esa comunidad, estaban vivas; en las mañanas cuando despertaba, mi plumón estaba lleno de piedritas que se habían caído del techo durante la noche. Sentí que ese lugar era un útero que albergaba a toda una comunidad totalmente invisible a los ojos del turista, y que todas esas casas tenían su propia personalidad y estaban en movimiento constante.
Ahí surgió la pregunta respecto a cuál es la relación de estos seres con el medio ambiente que habitan. En el caso particular de ellos, se trata de una decisión tomada netamente por las altas temperaturas que hay en el desierto; de tener 50 grados afuera, en las cuevas la temperatura baja a 20. Finalmente quise investigar dónde había más comunidades viviendo bajo tierra y me hice un mapa detallado de todas. Cuando fui a Granada, por ejemplo, supe que se trataba de un tema cultural y de gitanos que habían sido expulsados. Luego en un pueblo de Estados Unidos, supe que era por temas religiosos; el líder de esa comunidad soñó que Dios le decía que venía el apocalipsis y él tenía que construir unas cuevas en una roca y propagar la poligamia para procrear y salvar a la comunidad. Una especie de Arca de Noé para ellos. Esta fue mi primera comisión con National Geographic y es un proyecto continuo, que aun no termino.
Hablemos de la brecha de género en la fotografía y por qué sentiste la necesidad de agruparte con mujeres de la región.
Toda la historia de la humanidad ha sido contada principalmente por hombres blancos provenientes de Europa. De ahí en adelante y desde los primeros tiempos de la fotografía, existe una gran brecha de género en el rubro.
Eso ha seguido así y se ve en la diferencia que hay en cuanto al porcentaje de mujeres y hombres contratados en los grandes medios, o la cantidad de mujeres que postulan o ganan fondos. A eso se le suma el factor proveniencia, de dónde son, y eso es muy importante porque determina el cómo se está documentando hacia fuera cierto territorio.
Cuando la historia de Latinoamérica se cuenta a través de la voz de un hombre blanco, el estigma y la estereotipación de comunidades indígenas se refuerza, por ejemplo. Muchas veces vienen a la región periodistas o fotógrafos que ni hablan el idioma, o que vienen con otro paradigma, otras costumbres, y no conocen la cultura. No digo que uno no pueda documentar en otros países, yo misma lo hago, lo que sí es que la brecha tiene que disminuir. Porque si no, imagina todo lo que queda fuera por el solo hecho de no vivir o entender ciertas experiencias de vida.
La visión de una mujer latinoamericana no es mejor ni peor, es simplemente otra. Y si es ella la que cuenta la historia desde su territorio, va a contar cosas de otra manera, desde otro punto de vista, y cosas que a otra persona se le escaparían por el solo hecho de no vivir esa experiencia.
Hablemos del ego de las industrias creativas.
Hay mucho ego en estas industrias, más del que debería. Y el ego que he visto proviene principalmente de los hombres, que muchas veces tienen que sentirse reconocidos, validados y avalados. Que lo publiquen en la revista y con 100 fotos, porque tiene 100 fotos para mandar.
Por otro lado, en las mujeres –y esto lo hablamos con mis colegas– hay una tendencia a sentir que estamos en falta, que no nos quedó tan bueno el proyecto y que nunca está terminado, y entonces no postulamos. Hay mucho síndrome de la impostora; nos negamos, no nos auto validamos, nunca somos suficientes. Necesitamos aprender a respetarnos, auto validarnos, saber que lo que hacemos es importante.
De hecho, hay estudios que develan que muchas veces los hombres postulan a trabajos sin cumplir con todos los requisitos solicitados, mientras que las mujeres lo piensan mucho antes de postular.
Es una cierta confianza heredada que le ha otorgado la sociedad desde el inicio de los tiempos y ya está internalizada.
Tu serie de pandemia es distinta a las demás. Es íntima y hay una falta de definición en cuanto a temática y formas. Una intimidad amorfa y ambigua.
Esa ambigüedad es lo que quería retratar. Pasé los 146 días del encierro con mi mamá y mi hijo y quise explorar. Venía del documentalismo puro y duro y por primera vez me permití usar el auto retrato como recurso para incluirme en la historia, o para contar mi propia historia.
Se fue transformando en un proceso terapéutico que me permitió entenderme, conocerme más profundamente y convivir con el vaivén de emociones que todos sentimos en esa época tan extraña e introspectiva. Por primera vez en 12 años pude experimentar lo que era estar en un mismo lugar por tanto tiempo; vi cómo iba dando la vuelta el sol en mi departamento, y pude compartir sin prisas. Así nació una suerte de diario de cuarentena por el cual pude voltear la cámara hacia mí, sin mayores expectativas. Al final es un registro simbiótico entre los tres en un determinado espacio y momento, una cápsula.
Como las cuevas que retratas.
Tal cual. Una cueva que me permitió sanar heridas, reconectar con mi madre, comprender que yo también estuve sobre el pecho de ella y ahora tenía a mi hijo ahí. Un día mi mamá se tomó una tina y por primera vez había silencio en mi casa. Me puse a fotografiarla y con su respiración me acordé de algo que leí; las mujeres nacemos con todos los óvulos que vamos a tener durante la vida. En ese minuto entendí que mi mamá ya había tenido a mi hijo en su vientre. Que ella era el comienzo de mi propia maternidad. Pude sanar a la madre.
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