Tener trillizos
Siempre fui rebelde. Crecí en Rancagua y decidí irme a estudiar Diseño Gráfico a la Católica de Valparaíso. Soy muy curiosa y quería conocer gente, pasarlo bien y concretar lo que había soñado desde chica: viajar y ser una curadora de arte exitosa, una ejecutiva. Pololeé con puros pasteles hasta que conocí a Javier, con quien llevo seis años casada y casi 11 años juntos es todo lo contrario a mi, mi antítesis: ordenado, estructurado y responsable. Nos acercamos por el amor a las buenas conversaciones, a la naturaleza, al buen vino. Yo tenía 26 y él 25. A los cuatro años de pololeo, nos casamos. Durante la primera etapa lo pasamos increíble. Viajamos harto, hacíamos mucho deporte juntos, veíamos mucho a nuestros amigos y nuestras familias. Era como seguir pololeando. Javier es un gran hombre, mi cable a tierra.
Estuvimos buscando a nuestro primer hijo por un año y dos meses. Desde el día que dejé de tomar pastillas me puse muy nerviosa. Y, cada mes, lloraba de frustración cuando me daba cuenta de que no había quedado embarazada. Después de un tiempo, fuimos al doctor, ya medio angustiados, y descubrieron que era muy irregular con mis ciclos. No era nada grave, pero tuve que hacerme seguimiento y ordenarme hasta que supe que venía Juan, que ahora tiene dos años y diez meses. Mi primer embarazo fue maravilloso. Me sentí siempre bien, hice yoga hasta dos días antes de tenerlo y el parto fue lo mejor que me ha pasado, aunque haya nacido prematuro, de 35 semanas. Lo tuve sin anestesia (el primer intento de la epidural la anestesia no hizo efecto), yo misma lo saqué y lo tuve una hora en brazos haciendo apego. Después de unos días de vuelta en la casa, a Juan le vino ictericia y estuvo en la UCI durante una semana. Los doctores me hablaron de riesgos neurológicos e incluso de muerte. Por suerte se mejoró y sin grandes secuelas. Ese susto que pasamos me cambió. Nunca me despegaba de él y sólo a Javier, que es un tremendo papá, lo dejaba tomarlo en brazos. Incluso, lo tuve en un fular hasta los siete meses. Con Juan hice mucho apego, dormía con él y lo tenía siempre conmigo. Nunca he entendido eso de que uno mal acostumbra a los niños. Soy su mamá y mis brazos son el lugar en el que debe estar.
Le di pechuga hasta el año dos meses, cuando decidí cortármela para tener al segundo hijo. Siempre quisimos tener dos. Al quinto mes que no nos resultaba, volví al doctor y empezamos de nuevo con el seguimiento. Con Javier estábamos en Pichilemu solos un fin de semana y me hice un test. Estaba embarazada de nuevo.
Llegamos al doctor muy felices e ilusionados. Hasta que en esa primera ecografía mi ginecólogo me dice que no era uno, sino dos. Me aterré. Y durante días lloré y lloré, muerta de miedo. Cómo iba a hacer el apego con dos. Cómo iba a hacer colecho con dos. Se me vino el mundo abajo. Me costó harto asumirlo, pero una amiga que tenía mellizos me tranquilizó. De a poco fui relajándome. Partimos de nuevo a una ecografía con un experto en embarazos múltiples, ya con más de 12 semanas de embarazo. Me acuerdo que mientras esperaba mi turno comía dulces para que los niños se movieran y poderlos ver bien. Entramos y escuché los latidos. Pero mientras los veíamos en el monitor, me pareció ver algo más. Me quedé en silencio hasta que el ecógrafo nos dijo: "supongo que saben que no son dos, son tres". Y ahí si que me puse a llorar. Me agarré la cabeza y le dije al doctor que no quería tres, que me los sacara. "Negra, todo va a estar bien", me dijo Javier. "Tranquilos, y recen para que los tres niños crezcan sanos", me dijo el doctor. Pero yo solo pensaba que no los quería.
Por un tiempo no le conté a nadie. En las noches me encerraba en el baño a llorar, me tocaba la guata con fuerza, y justo en ese momento, entraba Javier y me repetía "Negra todo va a estar bien". Cómo voy a hacer esto, porqué a mí me tiene que pasar algo así, me repetía. Unas semanas después, volvimos donde mi ginecólogo. Estaba en verdad enojada y le decía a Javier que esto era culpa suya. El doctor me dijo que hay más posibilidades de ganarse el Kino de que te pase esto. ¡Y yo que jugaba el Kino todas las semanas y nunca me había ganado ni quinientos pesos! Le pregunté al doctor si tenía que ver con lo del seguimiento y me dijo que podría ser, así como también podía ser que si llenabas el Estadio Nacional dos veces, esto solo le pasaba a una persona, y esa fui yo. Más rabia me dio. Me explicó también que en otras partes del mundo te ofrecerían pinchar a uno o dos de los huevitos. Le abrí los ojos. Pero Javier me paró en seco. ¡Negra, para! No sé si lo hubiese hecho. Creo en la familia y amo a los hijos, pero también creo que la mujer debe poder decidir estas cosas. Ahora miro a mis tres guaguas que ya tienen siete meses y claro, sería imposible. Los amo a los tres con todo mi corazón y si me quitan a alguno me muero. Jose Pablo es un gordito delicioso, Manuel un negrito que grita de felicidad y mi Amparo, mi única niñita, con unos ojos maravillosos.
Cuando pensaba en tener mi segundo hijo había decidido armar mi propio emprendimiento para tener tiempo para ellos. Pero con cuatro es imposible dejar de trabajar. Para el baby shower solo nos regalaron plata y pañales. Además, como nacieron prematuros, estuvieron dos meses y medio en la Neo. Esa época me la pasé corriendo entre la clínica y la casa, para no dejar solo a Juanito.
La llegada a la casa con los tres fue muy fuerte. Ahí empezaba la vida real, y yo sinceramente no tenía idea cómo lo iba a hacer. Me trataba de convencer de que podía. Tenía que hacerlo.
Todavía tengo mucho miedo. Y también culpa. Me pasa que siento que no les puedo dar todo el amor que quisiera, porque me gustaría dormir con uno, pero no soy capaz de dejar a los otros dos solos. El tema del apego me ha pesado mucho. Trato de tomarlos en brazos a los tres, lo más que puedo. Me gustaría ser como una perrita con sus cachorros, tenerlos encima todo el tiempo, pegaditos a mi como lo pude hacer con Juan. Pero es imposible, y eso hace que me duela la guata. Me duele que no haya sido uno y haber podido concentrar todo mi amor. Siento permanentemente que no los aprovecho, que quiero tomar en brazos al que se está riendo pero no puedo porque hay uno que llora. Es penca y me siento una mala mamá. Una mala mamá por no poderles dedicar el tiempo que me gustaría haberles podido dedicar a cada uno.
Quiero que mis hijos vayan a un buen jardín infantil, quiero que vayan a un buen colegio. No quiero la casa más grande ni el mejor auto, pero sí que mis hijos tengan las mejores oportunidades. Aunque sé que va a ser difícil, soy una fiel convencida de que a la gente que tiene buenos sentimientos y buen corazón, le tienen que pasar cosas buenas. Somos una familia que nos amamos profundamente, que amamos profundamente a nuestras familias y a todos nuestros amigos, y siempre tratamos bien a la gente con la que nos cruzamos.
Sé que mi experiencia parece atroz, pero, aunque difícil, es mucho más linda de lo que se puede pensar. Es estresante, agotadora, muchas veces me hace estar preocupada del futuro, sin duda. Pero estoy segura de que la vida nos tiene algo bueno preparado. Creo que con Javier somos buenas personas, y queremos que nuestros hijos sean buenos, educarlos en base al amor y al respeto. Tengo la esperanza de que el puzle se va a ir armando solo.
Francisca González tiene 36 años y es diseñadora gráfica. Es mamá de Juan y los trillizos José, Manuel y Amparo. Lo que más le gusta es aprender cosas nuevas.
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