“Era de esperar que con lo rápido que avanzan las tecnologías, lo poco que duran los productos, lo fácil que es reemplazar lo dañado y la velocidad del día a día en la ciudad, el amor también cambiara sus ritmos y formatos.
Soy de las que se unió tarde al boom de las citas a través de las aplicaciones; 28 años, pandemia y saliendo de una relación muy larga. En una conversación con mis compañeros de trabajo, en la que les conté que estaba soltera y quería conocer gente, alguien dijo que me descargara Tinder. Al principio me reí y pensé que nada que ver yo, o alguno de los que estaba en esa junta, en aplicaciones para conocer gente. Muchos prejuicios. Pero finalmente, terminé por descargarla. Había salido de una relacion de seis años (empezamos cuando tenía 21), y por lo mismo mi experiencia saliendo con otras personas era lo poco y nada que había adquirido en la adolescencia.
Mis primeras citas no fueron nada especial. Uno fue muy pesado, otro no se parecía en nada a su foto y otro muy callado. Así pasaron algunas personas que no duraron más de dos días en mi vida. Me aburrí, lo cerré y lo volví a abrir en enero pensando solamente en encontrar a alguien con quien tener sexo casual sin involucrar sentimientos. Poco me conocía entonces.
Era pleno enero y llovía como si fuera julio, así que fui sin muchas ganas a esa cita que salió improvisada el mismo día con un chico con el que venía hablando hace poco tiempo, y que me pareció interesante conocer. No recuerdo haber quedado muy entusiasmada esa primera cita, pero como nos teníamos en Instagram y somos vecinos, quedamos en salir de nuevo a los dos o tres días. La segunda vez que nos juntamos ya no llovía, sabía más cosas de él así que la conversación fluyó naturalmente y nunca se nos acabaron los temas. Me fue a dejar a mi departamento y lo invité a seguir conversando porque lo estaba pasando muy bien. No tenía previsto que pasara algo, pero las cosas fluyeron y terminamos acostándonos. No sé si se lo manifesté, pero yo al otro día estaba convencida de que iba a ser sólo sexo casual y me sentía bien con esa idea porque era parte de las experiencias que estaba viviendo como recién llegada a la soltería.
Pero vivir cerca, el teletrabajo y el primer relajo de las cuarentenas que hubo en el verano aceleraron un poco las cosas; nos veíamos harto, hacíamos panoramas divertidos, pasaban los días y las semanas y yo estaba en las nubes, no podía creer que había conocido a alguien así por Tinder. Tenía todas las características que había puesto en mi check list imaginaria, incluso era extranjero.
Entre intercambios de libros, películas, series, cocinar y conversaciones sobre las situaciones políticas del país, me fui enganchando y nacieron sentimientos que se me salían por los poros. Después de un mes saliendo, él se dio cuenta de que me estaba involucrando sentimentalmente y me propuso que fuéramos amigos, amigos sin sexo. Esa noche lloré al frente de él, le dije un par de cosas desagradables y que no podía aceptar el masoquismo de ser su amiga. Pero pasaron las semanas y lo echaba de menos, así que me fui aclimatando a la idea de ser amigos y quizás incluso conquistarlo desde ahí: ‘Lo damos vuelta’, me dije. Le comenté una historia de Instagram y empezamos a vernos de nuevo, como amigos.
Pasó marzo, abril, mayo, junio, julio, agosto y no, no lo di vuelta. Tampoco usé Tinder ni salí con nadie más en todo ese tiempo, esperando que se hiciera el milagro y volviera a mirarme como yo creía que lo hizo en el verano, aferrada a un amor que no iba a ser.
Volví a abrir la aplicación. Desechar, desechar, desechar. Match, match, match. Salí con un chico unas tres semanas y desapareció de un día para otro. Salí con otro un mes y no fluyó más. Le dejé de hablar a otro sin decirle por qué. No me dolía, no sentía nada, nunca nadie volvió a marcarme. De que lo pasé bien, sí, lo pasé bien. Sin embargo, no dejo de pensar en la poca sensibilidad del asunto; mirar y estar en un catálogo de personas, aprobar o desechar, salir con uno y tener dos interesados esperando por si no resulta con el que te gustó.
Conversando el tema con amigos, usuarios y no usuarios de Tinder, coincidieron en que esto también pasa en citas sin aplicaciones de por medio, pero siento que el hecho de que ésta se concrete a través de un medio en el que si no le gustas –o no te gusta– puedes volver al catálogo y elegir a otro u otra, tal como se elige un vestido en tiendas online, es muy fuerte.
Con esto no estoy criticando las relaciones pasajeras ni el sexo casual, la reflexión va en torno a que las aplicaciones –al menos yo lo siento así– han vuelto frío el escenario de salir y conocer gente. Sí, hay cosas positivas, como saber de antemano si hay afinidad en gustos musicales e incluso tendencia política. Sin embargo, no dejo de sentir nostalgia por esos encuentros que nacen de la coincidencia; conocer a alguien en un viaje, en el Metro, por amigos en común en una fiesta.
Cierro Tinder con un sabor agridulce. Por un lado, me dio la posibilidad de conocer hombres diferentes entre si y diferentes a lo que yo estaba acostumbrada. También saber que, aunque suene cliché, hay muchos peces en el mar e incluso pude sentir ese nerviosismo y adrenalina de un enamoramiento adolescente. Por otro, la pena de un amor no correspondido, la inseguridad de saber que, tal como yo, el otro sigue desechando o haciendo match ‘por si sale algo’, la rapidez y frialdad con la que una historia no alcanza ni a comenzar y la sensación de estar teniendo cita tras cita como si se tratara de un simple concurso”.
Valentina Deneken (28) es periodista.