La crisis del sistema educativo actual se nos presenta detrás de alarmantes cifras que cubren las portadas semanalmente. “Siete de cada diez estudiantes de quinto básico no comprende lo que lee” (Fundación Familias Power). “227 mil niños, niñas y jóvenes se encuentran fuera del sistema escolar” (Mineduc). “El 20% de los profesores abandona definitivamente la profesión al quinto año de ejercicio” (CIAE). “Se proyecta un déficit de 26.000 docentes idóneos para el 2025″ (Elige Educar). Y las cifras continúan. Pareciera que todos estamos de acuerdo con que esta realidad requiere de atención urgente. Sin embargo, lo que aparece con menos claridad es el diagnóstico que nos llevó a este punto. Para esto es necesario aclarar una idea fundamental: la pandemia no produjo una crisis en el sistema educativo, sino que agravó y expuso un escenario ya existente, marcado por los bajos resultados escolares, las enormes brechas educativas, la deserción escolar, y el agobio y sobrecarga de las y los educadores.
Así, establecer como meta el sistema educativo pre pandemia y retroceder irreflexivamente a un modelo que hace años viene mostrando estas debilidades no tiene sentido. Hoy necesitamos avanzar hacia una nueva educación. Pero necesitamos avanzar con audacia, dando señales claras de la dirección que queremos seguir y asumiendo con agilidad y convicción lo que esto implica. Lamentablemente, esas señales hoy aparecen de forma confusa en las comunidades escolares, sumándole a la crisis educativa más dificultades. Hoy los colegios son escenario de una evidente tensión entre las iniciativas que buscan transformar nuestro sistema y antiguas lógicas que, en parte, produjeron esta crisis. Esto se ha vuelto una misión imposible para las escuelas que deben hacer convivir sistemas opuestos, lo que genera incentivos contradictorios, agotamiento de los equipos educativos, desconfianza de las familias y desmotivación en los estudiantes.
Por una parte, se demanda que las escuelas implementen con urgencia trabajo socioemocional, prácticas pedagógicas inclusivas, metodologías innovadoras de aprendizaje y estrategias contextualizadas a la realidad de cada comunidad. Sin embargo, el sistema educativo sigue siendo rígido, las pruebas estandarizadas asumen la homogeneidad del estudiantado e intencionan habilidades mecánicas. El currículum está saturado y es poco flexible y aún perduran políticas educativas que, más que apoyar a las escuelas –especialmente aquellas en contextos de alta vulnerabilidad-, las sancionan y estigmatizan.
¿Hacia dónde ir? Hoy, es necesario replantearnos qué estamos enseñando y cómo lo estamos haciendo. En el mundo actual, la educación ya no se trata solo de mostrar contenidos a los estudiantes, sino de ayudarles a desarrollar las herramientas para desenvolverse con un espíritu crítico. El éxito en la educación de hoy pasa por formar ciudadanos activos y comprometidos, con las capacidades cognitivas, éticas y socioemocionales para proponer soluciones a los desafíos de la sociedad. Esta formación es también nuestra mejor arma contra las mayores amenazas de nuestro tiempo: la ignorancia, el odio y la obsolescencia.
Asumir esta tarea implica un gran desafío. Hoy se ha demostrado que las cosas que son fáciles de enseñar y evaluar también se han vuelto fáciles de digitalizar y automatizar, por lo que debemos centrar el aprendizaje en las cualidades que nos hacen humanos y nos distinguen de las máquinas. Para esto es necesario repensar el currículum nacional, creando uno más flexible que permita que los estudiantes vivan verdaderas experiencias de aprendizaje, que priorice profundidad por sobre cantidad y promueva el desarrollo de habilidades de orden superior –tales como el análisis crítico, la investigación, el diseño y desarrollo de proyectos- por sobre las memorísticas.
Al mismo tiempo, en un mundo interdependiente, las iniciativas colaborativas son fundamentales. Esto desafía a los colegios donde los estudiantes típicamente aprenden y son evaluados de forma individual. Nuestros sistemas de medición tienen que empezar a considerar las habilidades de trabajo colaborativo, así como avanzar hacia metodologías de aprendizaje que entreguen el protagonismo a los estudiantes. Ejemplos de lo anterior son estrategias de pensamiento profundo y visible, el aprendizaje basado en problemas y proyectos, la gamificación, el aula invertida, aprendizaje y servicio, y un sinfín de metodologías que hoy promueven el aprendizaje activo en las aulas.
A su vez, las escuelas deben entenderse como espacios de encuentro para la diversidad y la formación de opiniones éticas y fundamentadas. Sabemos que los algoritmos de las redes sociales nos acercan a quienes piensan como nosotros y nos alejan de otras perspectivas, homogeneizando opiniones y polarizando a nuestras sociedades. Ejemplos recientes evidencian el impacto adverso que esto puede tener en los procesos democráticos. Para esto, es necesario que nuestras propuestas pedagógicas conecten el aula con el mundo real, desarrollando la capacidad de reconocer perspectivas distintas a las propias y el diálogo constructivo y democrático.
Finalmente, y con el objetivo de poder hacer plausibles todas estas transformaciones, es necesario que los cambios vengan acompañados de dos aspectos fundamentales. Primero, es crucial que las condiciones de trabajo de las y los educadores –carga laboral, sueldo y capacitaciones– se ajusten a estas crecientes demandas. En la misma línea, es imprescindible formar y acompañar a los equipos directivos para que sean verdaderos líderes en sus comunidades.
Segundo, es necesario que el Estado brinde los soportes que las escuelas necesitan para apoyar a sus comunidades educativas. Es decir, un sistema de protección a la infancia que, de manera integral, incorpore desde recursos materiales –mejores infraestructuras, áreas verdes y acceso a tecnologías- hasta equipos interdisciplinarios, con psicólogos, asistentes sociales y miembros del área de la salud. Esta es la única forma de que las escuelas –especialmente aquellas que reciben a estudiantes en situación de vulnerabilidad– puedan apoyar eficazmente a los alumnos y sus familias, asegurando exitosos procesos de aprendizaje y proyectos de vida integrales.
Transformar requiere audacia, sin duda. Pero necesitamos esa audacia, porque nos brinda la oportunidad de darle un giro positivo a esta crisis, motivando a nuestros estudiantes y comprometiendo a las familias, valorando y profesionalizando la labor docente y formando ciudadanos críticos y creativos. Es momento de dar señales reales de que estamos dispuestos a transformar nuestro sistema educativo y, con ello, nuestro país.